Revista Cultura y Ocio

Cómo el cine nos cambió la vida [II].

Publicado el 12 julio 2010 por Alguien @algundia_alguna

Cómo el cine nos cambió la vida [II].En la posguerra, el neorrealismo italiano fue la puerta de entrada de un nuevo cine europeo que cambió el gusto del público en la Argentina. Hoy, parece imposible que Obsesión (Visconti, 1942), basada en la novela El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, se hubiera filmado durante el fascismo. En la adaptación de Visconti, la pobreza y la sordidez de los ambientes en que el film se desarrolla, la apostura ruda de Massimo Girotti tenían la contundencia de una declaración de principios y eran una denuncia temeraria en contra del régimen de Mussolini. Cuatro años después, Tay Garnett filmó una versión hollywoodense con Lana Turner. Basta comparar esas dos películas para darse cuenta de la diferencia entre los “productos” hechos a medida, sobre la base de fórmulas, y las propuestas que los europeos, en medio de la guerra, concebían. Con todo, en Obsesión, no había una imagen que sirviera como símbolo de la nueva estética. Fue el rostro de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945) el que se convirtió en emblema del neorrealismo, de un tipo de películas que se atrevían a mostrar lo que ocurría: escenas de miseria, tortura, lesbianismo y drogas en medio de la opresión nazi. Pero más allá del valor histórico de las obras de Rossellini, las más conmovedoras del movimiento fueron Ladrones de bicicletas (1948) y Umberto D (1952), las dos de Vittorio De Sica. La historia de Umberto, el jubilado acosado por la miseria que piensa en el suicidio, denunció con crudeza un problema que habría de convertirse en una situación habitual en todo el mundo.

Había una diferencia fundamental entre los films que llegaban de Hollywood durante las décadas de 1950 a 1970 y los que provenían de Europa y Asia. Era evidente que los nuevos directores europeos buscaban en sus obras un sentido a sus propias vidas y a la sociedad. No se trataba tan sólo de películas o “productos” destinados a entretener; en esas imágenes de espíritu joven y diferente había un deseo de riesgo, de desafío al orden establecido, a las convenciones, y también gritos de denuncia y dolor.

Cómo el cine nos cambió la vida [II].
En esos años, se produjeron muchas innovaciones en el lenguaje cinematográfico, pero si tuviera que elegir el film que más me conmovió en toda mi vida, ése sería La Strada, de Federico Fellini (1954), despojado de todo rebuscamiento y alarde formal. Fellini cuenta la historia de Gelsomina (Giulietta Masina), una mujer inocente, desamparada, quizá medio loca, quizá tonta, de una ternura y una gracia irresistibles, que fue vendida por su familia a Zampanó (Anthony Quinn), un hombre tosco y brutal. Los dos recorren los caminos más desolados de Italia en una especie de carro armado sobre una motocicleta, donde viven. Se ganan la vida exhibiéndose en las plazas como humildísimos artistas de variedades que apenas si saben tocar la trompeta, hacer chistes y demostraciones de fuerza (a cargo de Zampanó). En una escena clave del film, el personaje de “Il Matto” (el Loco), un equilibrista, interpretado por Richard Basehart, consuela a Gelsomina. Ella se pregunta con angustia qué hace al lado de un hombre cruel, grosero, hosco como Zampanó, al que sin embargo quiere. Su congoja la lleva más allá: ¿por qué ha nacido? Il Matto toma una piedrita del suelo, se la muestra y le dice que él no sabe, quizá nadie sepa para qué sirve esa pequeña piedra; sin embargo, si existe, si la sostiene entre sus manos, para algo debe de servir. Del mismo modo el sentido de la vida de Gelsomina, le explica con una sonrisa, debe de tener una razón y esa razón quizá sea acompañar a ese hombre en apariencia insensible, que no le demuestra afecto y que más bien parece despreciarla. Ella está bajo el cielo para que Zampanó no sufra la soledad.

Cómo el cine nos cambió la vida [II].
Después de La Strada, llegaron los otros films admirables, tan distintos y tan parecidos entre sí, de Fellini: La dolce vita y sobre todo Ocho y medio (1963), donde el director se enfrenta a un hecho al que todo gran artista se ha enfrentado alguna vez cuando va a realizar su obra maestra, pero no lo sabe: no tiene nada que decir, pero de todos modos quiere decir esa nada. Proust en A la recherche… , confiesa que desea escribir un libro, pero no sabe sobre qué. El curso de los años le revela que el tema nunca hallado de su obra, ese tema que buscó sin jamás poder encontrar, estuvo siempre con él: es la vida que ha vivido, el tiempo pasado y perdido que debe recuperar en el libro que va a empezar. Es el mismo tema que aborda Fellini, de un modo circular como la ronda final de Ocho y medio, una ronda donde aparecen los mismos seres que nos han mostrado sus historias en el film que acabamos de ver.

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Había otros directores italianos, como Renato Castellani, que filmaba producciones de tono muy distinto, al estilo de El brigante (1961), sobre una rebelión campesina en Calabria. En su momento, me pareció una de las películas sociales más bellas que se hayan filmado jamás. En la Argentina, apenas si llegó a estar una semana en cartelera. No tenía nada de libelo y reflejaba la decepción de los oprimidos después del fin de la guerra. Había caído el fascismo, habían triunfado los aliados, pero los poderosos seguían siendo los mismos e imponían la miseria a quienes cultivaban sus tierras. La escena del levantamiento de los trabajadores tenía una formidable fuerza épica y cada figura parecía una estatua clásica en la que los pliegues de la ropa recordaban los de las esculturas griegas. Como prueba de su versatilidad, el mismo Castellani, en 1954, había dirigido una película exquisita, Romeo y Julieta, con Laurence Harvey y Susan Shentall. Sólo recuerdo otro film basado en una obra de Shakespeare de la misma calidad, si no superior, El Rey Lear, del ucraniano Grigori Kozintsev (1971), en particular la escena de la tormenta en la que Lear lucha, despojado del poder, contra la lluvia, el viento y el infortunio. La música pertenece a Shostakovich y la traducción del inglés al ruso (lamentable no poder apreciarla) es de Boris Pasternak, Premio Nobel de Literatura de 1958. Por cierto, el cine soviético sabía adaptar obras literarias y piezas teatrales como ninguna otra cinematografía. La dama del perrito (Iosif Kheifis, 1960), inspirada en un cuento de Chejov, era la historia de un amor imposible, en una estación balnearia a fines del siglo XIX. Tampoco había alardes de lenguaje en esa película, sólo miradas y una melodía conmovedora que, recuerdo, Victoria Ocampo reproducía de oído, con una sola mano, en el piano de Villa Victoria en Mar del Plata. Esa misma destreza para las recreaciones de época y las adaptaciones se pudo apreciar mucho después en las películas de Nijita Mijalkov: La esclava del amor (1976), Pieza inconclusa para piano mecánico (1977), la espléndida Oblomov (1980), basada en una novela de Goncharov, que es el más delicioso, tierno y angustioso relato sobre la pereza, la melancolía y sus consecuencias.

Cómo el cine nos cambió la vida [II].
En 1960 se estrenó Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais. Tuvo el efecto de una verdadera bomba cultural. Los jóvenes que seguían de cerca la actualidad cinematográfica se sabían de memoria los diálogos de la película, escritos por Marguerite Duras. La memoria del amor, la guerra, la ocupación nazi, la explosión atómica, la traición y la carne, la humillación y el orgullo, todo eso se sucedía con la música de Georges Delarue y Giovanni Fosco. Y, además estaban los textos de Duras, de una línea melódica y de un ritmo envolvente, obsesivo, del que uno no podía desprenderse.

Casi al mismo tiempo se sucedieron o “estallaron” Sin aliento (Jean-Luc Godard, 1959), Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista (una avalancha de carcajadas) y Jules y Jim (las tres de François Truffaut) y, para simplificar la lista, la filmografía completa de Eric Rohmer, desde Mi noche con Maud ( 1969) y El rayo verde (1986) hasta La inglesa y el duque (2000). De Jules y Jim, todo me cautivó: la amistad entre los hombres, Jeanne Moreau cuando canta y cuando corre por un puente disfrazada de muchachito. De las imágenes emanaba la frescura y, al mismo tiempo, la gravedad que uno anhela cuando se es joven.

Aún no mencioné a Ingmar Bergman. Sus películas eran exigentes; algunos de sus títulos, cargados de símbolos, se volvían incomprensibles y se prestaban a infinitas interpretaciones. De todos modos, uno encontraba en esas atmósferas, en los personajes, la densidad que había faltado durante años en el cine internacional. Si tuviera que mencionar uno solo de sus films, eligiría Cuando huye el día (1957), la historia de un anciano que se despide de la vida en el rincón de las fresas salvajes.

Cómo el cine nos cambió la vida [II].
Los directores que surgieron en Europa después de la Segunda Guerra pretendían con su mundo abrazar el mundo, para decirlo de un modo simple y casi brutal. Buscaban dotar a la vida o a sus vidas de un sentido, aun cuando muchos mostraban el absurdo, el caos y la desesperanza, pero incluso en esos cineastas, el desengaño revelaba la nostalgia de la unidad perdida. De esos autores, sólo encuentro hoy un heredero que me entusiasma: Pedro Almodóvar. En cualquiera de sus películas (Entre tinieblas, La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Hable con ella, Volver), hasta en las que menos me gustan, hay algo que siempre me interesa. Citará películas de otros directores, habrá adquirido tics, hará alusiones para entendidos: no importa. Por sobre todo eso, está su humor inimitable que no requiere erudición cinéfila, el desparpajo, la mezcla de géneros, el melodrama que osa decir su nombre, los colores chillones a los que uno se termina acostumbrando, y la glorificación del bolero, un género que reinventó para felicidad de todos. El hecho de que Almodóvar exista, como existe Woody Allen y tantos que no he podido nombrar por una cuestión de espacio, hace que lea semana a semana la lista de los estrenos en busca de un nuevo nombre, de un nuevo título, de alguien que permita darle otro sentido, quizás el definitivo, a la piedrita con la que juego en el bolsillo.

El 3 de julio de 1985 llegaba a los cines la primera entrega de una de las trilogías más populares de la historia del cine, Regreso al futuro. Protagonizada por Michael J. Fox y Christopher Lloyd, y dirigida por Robert Zemeckis, la cinta narra las andanzas de Marty McFly, un joven que vive con sus padres en una casa de Hill Valley (California) que casualmente está junto a la residencia de Emmett Brown –“Doc” para los amigos-, un científico un tanto estrafalario cuya última creación es una maquina del tiempo construida utilizando un DeLorean DMC-12. Para ponerla en marcha, roba a unos libios que le han encargado la construcción de una bomba el plutonio necesario para hacer funcionar el “condensador de fluzo”, que es el mecanismo que posibilita el viaje en el tiempo.

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Ahí es donde entra en juego Marty, quien inicia un emocionante periplo por el pasado en el que se encuentra con sus padres justo en el momento en el que estos se conocen. Su objetivo es regresar a 1985, año del que procede, para tratar de salvar a “Doc”, quien había resultado tiroteado por los libios justo cuando iba a probar la máquina del tiempo. Claro que antes tendrá que conseguir que su madre deje de sentirse atraída por él y ponga sus ojos en el patoso de su padre. En ello le va la existencia.

Un argumento simple que conquistó a millones de espectadores que disfrutaron una y otra vez viendo al Doc del pasado jugarse el tipo en la Torre del Reloj para conseguir canalizar la energía de un rayo hacia el “condensador de fluzo”, algo imprescindible ante la imposibilidad de conseguir plutonio en 1955, el año en el que ha desembarcado Marty. Más de 200 millones de dólares consiguió recaudar la cinta, que se convirtió en la más taquillera de 1985. Un filme de lo más rentable si tenemos en cuenta que apenas costó 19 millones realizarlo y que generó, además, pingues beneficios gracias al merchandising relacionado con el mismo.

El propio Robert Zemeckis se encargó de escribir el guión de Regreso al futuro con la ayuda de Bob Gale. Un libreto que le valió una de las cuatro nominaciones al Oscar que obtuvo la cinta. Finalmente, se tendría que conformar con la estatuilla a los Mejores Efectos de Sonido, después de que al filme también se le escapase la de Mejor Canción Original, a la que optaba por The Power of Love, compuesta por Huey Lewis.

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Junto a Michael J. Fox – que alcanzó con “Regreso al futuro” el mayor éxito de su carrera cinematográfica – y Christopher Lloyd -que estará también asociado para siempre a su rol de “Doc” Brown-, la primera entrega de Regreso al futuro contó con interpretaciones estelares como la realizada por Lea Thompson, como la madre de Marty McFly; Claudia Wells, que encarnaba a la novia de éste, o Thomas F. Wilson, que ponía rostro al malvado Biff Tannen.

Visto el alto grado de aceptación de la película, no es extraño que Universal, el estudio que la respaldaba, decidiese convertirla en una franquicia para seguir explotando el filón con el que se había topado. De esta forma, el 22 de noviembre de 1989 Michael J. Fox volvía a subirse al Delorean, aunque esta vez para viajar al futuro. El objetivo, en esta ocasión, es resolver los problemas que tienen los hijos nacidos fruto de la relación de Marty McFly con su novia Jennifer (Elisabeth Sue).

Ambos llegan, junto a “Doc”, al año 2015, topándose con una ciudad en la que los monopatines vuelan y en la que sus respectivos “yoes” del futuro no son tan felices como a ellos les gustaría. Todo se complica por un almanaque deportivo que cae en malas manos y que convierte al malvado Biff en un hombre poderoso. Numerosas situaciones hilarantes permitirán reeditar el éxito de la primera entrega de Regreso al futuro en un filme que se cierra dando paso al tercero, con Marty saliendo al rescate de “Doc”, que ha sido enviado al año 1855.

Cómo el cine nos cambió la vida [II].
Regreso al futuro III desembarcaba en la cartelera estadounidense el 25 de mayo de 1990 y trataba de fusionar la ciencia-ficción y la comedia con el western, con un Marty McFly adoptando el nombre de Clint Eastwood, mucho más apropiado cuando de entrentarse a indios y librar duelos de pistolas con rudos vaqueros se trata. Sin embargo, la fórmula no funcionó tan bien en esta ocasión y los productores decidieron cerrar el “chiringuito” viendo que no había más tela que cortar.

Desde entonces, las tres películas han sido pasadas innumerables veces por televisión, convirtiéndose junto a títulos como E.T. o Pretty Woman en citas imprescindibles de las veladas ante la pequeña pantalla. Los espectadores siguen absortos las aventuras de Marty McFly mientras sueñan con viajar a un futuro en el que los coches hayan sido sustituidos por naves espaciales o a un pasado en el que puedan conocer cómo se enamoraron sus padres e incluso sus abuelos. No es extraño puesto que la imaginación, como el cine, no tiene límites.

Texto: Hugo Beccacece. Publicado en ADN Cultura. 03.07.2010.

En Algún Día: Cómo el cine nos cambió la vida [I].



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