Todos los días nos anoticiamos de historias de superación personal, gente que rompe sus propios límites, extensas carreras que lo dejan agotado a uno de sólo pensar en el tiempo que se tarda en llegar a la meta.
Pero pocos hablan de carreras cortas, novatos, distancias imaginables y recorridos que puede realizar cualquier mortal que medianamente se quiera poner las pilas. Ni hablar de los pormenores de esos inicios, casi todos basados en la inexperiencia.
Soy una convencida de que hay un récord que está por encima cualquier otro y ese es el que uno rompe con uno mismo.
Originariamente ratón de biblioteca, la actividad física fue una tarea que tuve a un costado y que he realizado a lo largo de la vida con mucho esfuerzo. Casi siempre corrida por los kilos de más que se van sumando a la balanza. Si algo aprendí en esta vida es que las calorías no gastadas se suman como salvavidas en la cintura, y están muy lejos de salvarnos de algo.
Ayer pisé la banana, o derrapé en el asfalto, que es casi lo mismo.
Para no variar en los desvaríos sinsentido de mis actividades, es que este año opté por subirme a la bicicleta.
Hermosa bicicleta Vairo que me compré hace unos cuantos años en un impasse de mi vida, en que la suerte hiciera que no contara con un cómodo auto de cuatro ruedas y estéreo. Ah! Es que no sabían? A parte de la calefacción y el aire, la música y las ruedas son lo más importante en un vehículo de tracción naftera.
La cosa es que en vacaciones, y ante la pereza de ir a impactar mis rodillas dando pesados trancos que apenas disimulan un trote, elegí montarme en la bicicleta, como un hada o como una bruja, esperando despegar en cualquier momento.
El cacharrito blanco y negro que nunca había tenido mayores impedimentos mecánicos –recordemos que circulaba únicamente en un radio de un metro, cuando era corrida para limpiar el piso-, compensó a emitir quejas de todo tipo al instante en que la saqué a la pista.
Así fue como paulatinamente la fui acondicionando en la bicicletería que tengo cerca de mi casa.
Uff, un tema a parte “la bicicletería”, sobre todo si cuento que en todas las ocasiones en las que fui no pude arrancar un “buenas” como la gente, menos aún un “de nada” o una sonrisa. La conclusión que saqué fue que todos seguían el pulso del señor cuyo apellido adorna el frente de la misma. Seguramente el señor bicicletero había llegado sólo hasta el capítulo dos de atención al cliente en donde se privilegia la seriedad en la atención. A jefe caracúlico, empleados doblemente caracúlicos, y si no pregunten a mis ex empleados… en fin.
Volvamos.
Luego de un service general, lavado, engrase, ajustes, la Vairo salió a las pistas. Poca pista, porque en breve se quejó abruptamente de que los pedales originales no le caían en gracia, y es así como la volví a llevar a la bicicletería de la felicidad con un pedal destruido y la promesa de salir de allí con pedales nuevos y calapiés. ..
No tenía aún opinión formada sobre los calapiés, es más, tuve que googlearlos porque ni siquiera sabía su nombre científico.
Lo seguro es que de allí en más, mis recorridos en bici serían trabajando mucho mejor mis piernas.
El primer paseo lo di distendida, asegurándome de no presionar demasiado las correas para poder sacar el pie ante cualquier eventualidad que me obligara a apoyarme en el suelo.
Para la salida oficial, ya con mi ropa deportiva, reloj, música, gorra –próximamente casco y cuentakilómetros- tuve el coraje de ajustar bien las correas. Así es como me dirigí hacia mi circuito personal, con una breve antesala en el centro de la ciudad que me quedaba casi de paso obligado.
Lo bueno de la ciudad son los semáforos, y lo mejor de los semáforos es que te obligan a parar, salvo que no venga nadie por la calle lateral. Ese no fue el caso del mediodía de ayer, cuando no sólo intentó pararme la odiosa luz roja, sino también un vehículo de cuatro ruedas que en todo su derecho circulaba por la otra calle.
Fue muy gracioso, porque yo me había olvidado totalmente de los dispositivos nuevos que estaban anexados a mis pedales, fue así como frené, y olvidando cualquier tratado de física, perdí de vista que si frenaba y no apoyaba pies en el asfalto la bicicleta no se quedaría parada.
El resultado fue un derrape artístico, casi como una bailarina de ballet, caí en cámara lenta hacia mi derecha, sin poder sacar mis pies de los “calas”.
Y sí, si alguien pisó la banana, esa fui yo.
Pero, como buena deportista amateur que soy, he aprendido a seguir, luchar contra los kilómetros que quedan por hacer, parar, respirar, continuar, y obviamente ante la caída levantarme como una lady, y reír. Esa fue la mejor parte.
Reí, hice mi rutina y volví.
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