¿Pero por qué haber elegido Flaubert?
Porque él es lo imaginario. Con él, estoy en los límites, en las fronteras mismas del sueño. En efecto, lo he elegido por todo un conjunto de razones. La primera es puramente circunstancial: hay muy pocos personajes de la historia o de la literatura que hayan dejado una masa tal de informaciones sobre ellos mismos. La correspondencia de Flaubert ocupa trece volúmenes de cerca de 600 páginas cada uno. Acostumbraba escribir a varias personas en el mismo día, con sólo ligeras variantes de una carta a otra –variantes a menudo muy significativas–. Hay igualmente muchos relatos y testimonios sobre él. Los hermanos Goncourt veían a menudo a Flaubert y anotaban en su diario no solamente lo que pensaban de él sino lo que él decía de sí mismo. Esto es una fuente absolutamente segura, porque los Goncourt no eran, en muchos aspectos sino imbéciles resentidos, pero aun así cuentan en su “Diario” muchos hechos interesantes. Y además, está toda la correspondencia con George Sand, las cartas de George Sand a Flaubert, las “autobiografías” que ha escrito en su juventud y otras mil cosas. Todo ello, aunque circunstancial, es de una gran importancia.
En segundo lugar Flaubert representa, para mí, el opuesto exacto de mi propia concepción de la literatura: una falta de compromiso total y la búsqueda de un ideal formal, que no es en absoluto el mío. Stendhal, por ejemplo, es un escritor que yo prefiero con mucho a Flaubert, aunque Flaubert sea, sin duda, mucho más importante para el desarrollo de la novela. Quiero decir que Stendhal es a la vez más fino y más fuerte. Con él uno puede abandonarse totalmente; su estilo es perfecto, sus héroes son simpáticos, su visión del mundo es justa y su concepción de la historia muy astuta. Nada de eso hay en Flaubert.
Sin embargo, Flaubert ocupa un lugar mucho más importante que Stendhal en la historia de la novela. Si Stendhal no hubiera existido, lo mismo hubiera sido posible pasar directamente de Laclos a Balzac. En tanto que Zola, por ejemplo, o la “nueva novela” son inconcebibles sin Flaubert. Los franceses quieren mucho a Stendhal, pero su influencia sobre la novela ha sido mínima. La influencia de Flaubert, en cambio, ha sido inmensa, y eso sólo es suficiente para justificar que uno le estudie. Para mí, habría otra cosa: Flaubert comenzó a fascinarme precisamente porque veía en él, en todos sus puntos de vista, lo opuesto de mí mismo. Me preguntaba: “¿cómo es posible un hombre así?”.
He descubierto además otra dimensión de Flaubert, que es también una de las fuentes de su talento. Tenía la costumbre, leyendo a Stendhal y otros, de estar completamente de acuerdo con los héroes, se llamaran Julien Sorel o Fabrice. Ahora, cuando leo a Flaubert, uno está sumergido en medio de personajes irritantes, con los cuales se está en desacuerdo completo. Ocurre que uno participa de sus sentimientos, y luego, bruscamente esos personajes rechazan nuestra simpatía y nos devuelven a nuestra primera hostilidad. Eso es, decididamente, lo que me ha fascinado, lo que me ha vuelto curioso. Resulta evidente que se detesta a sí mismo. Cuando habla de sus principales personajes, lo hace con una horrorosa mezcla de sadismo y masoquismo. Los tortura porque son él mismo, pero también para mostrar que los otros y el mundo lo torturan a él; él los tortura porque ellos no son él que, vicioso y sádico, gusta torturar a los otros. Entre es fuego cruzado, los infelices personajes no tienen salida.
Al mismo tiempo, Flaubert escribe desde el interior de sus personajes, y es siempre, en cierta manera, de él mismo que habla. Lo hace de un modo absolutamente único. El testimonio de Flaubert sobre sí mismo, esa confesión malhumorada y enmascarada, alimentada de ese odio de sí, de esas referencias constantes a las cosas que Flaubert comprende sin conocerlas, de esa voluntad de ser totalmente lúcido, que no le impide ser siempre áspero es una cosa excepcional, que no habíamos visto antes y que no ha vuelto a ocurrir después.
Jean-Paul Sartre
Conversación con la revista New Left Review
Diciembre de 1969
Foto del periódico La Nación