Revista Medio Ambiente

Cómo evitar el sexo

Por Naturalista
Cómo evitar el sexo
La vida está llena de complicaciones innecesarias, y el sexo es una de las mayores. Porque, si las bacterias y los esquejes nos demuestran que basta con un solo ser para originar a otro, ¿para qué complicar más la reproducción? Si nos pidieran que diseñáramos la vida, ¿quién de nosotros daría en algo tan extraño como la reproducción sexual, toda una máquina de Goldberg viviente repleta de pasos aparentemente caprichosos? Primero hay que dividir la especie en dos tipos de ejemplares (macho y hembra), luego cada tipo debe producir su propia versión de unas células especiales, que llevan la mitad de cromosomas que una célula normal; finalmente esas células deben unirse, así que hay que buscar algún modo de que ambos sexos las junten, cosa a menudo harto difícil tanto para los animales (cortejo, apareamiento…) como para las plantas (polinización). ¿Traen alguna ventaja todas estas extravagancias? Ya comentamos en otra entrada que seguramente sí. Pero cualquier ventaja irá junto con un serio inconveniente: como la reproducción sexual es tan compleja, puede fallar en muchos pasos. Y los fallos a veces compensan incluso que el ser vivo abandone la reproducción sexual. Por ejemplo, para el insecto-palo de la imagen, Clonopsis gallica, el sexo supondría la extinción. ¿Cómo puede ser?
Los machos son muy escasos en la mayoría de las especies de insecto-palo, pero en Clonopsis gallica ni si quiera se conocen, por lo que he podido averiguar. Todos los ejemplares que se han observado de este insecto-palo son hembras, y se reproducen simplemente poniendo huevos de los que nacen más hembras. No necesitan aparearse, de modo que por cada Clonopsis ha habido un nacimiento virginal (partenogénesis) en el ecosistema. ¿Qué ocurriría si hubiera machos y las hembras se aparearan con ellos? No funcionaría, y la clave está en los cromosomas de Clonopsis. Para entenderlo, repasemos algo de genética: nosotros tenemos los cromosomas organizados por pares, ya que hay dos versiones de cada cromosoma, una heredada del padre y otra de la madre. Cuando formamos células sexuales (óvulos o espermatozoides), cada cromosoma de cada par se separa del otro, yendo a parar a una célula distinta. Así se consiguen células con la mitad de cromosomas, adecuadas para unirse con otra célula sexual y así restablecer el número correcto de cromosomas. Ocurre del mismo modo en la mayoría de animales y plantas, pero nuestro Clonopsis parece ser una excepción. Hay evidencias de que tiene no dos, sino tres versiones de cada cromosoma (es un triploide, y no un diploide como nosotros). Con los cromosomas organizados en tríos, y no en parejas, las células sexuales no pueden recibir justo la mitad de cromosomas, unas recibirán dos y otras una versión de cada cromosoma. El resultado será que la inmensa mayoría de las células sexuales no serán viables, por estar genéticamente desequilibradas en algunos cromosomas. Así que, en la práctica, estos insectos no podrán tener descendencia fértil si se reproducen sexualmente. Por eso, si las hembras vírgenes no fueran capaces de poner huevos fértiles, la especie se extinguiría. ¿Y por qué tienen estos insectos tres versiones de cada cromosoma? Parece ser que la causa radica en el propio origen de esta especie. Al igual que muchas plantas, este insecto no se ha originado por la vía habitual de la evolución, que es a partir de una sola especie. Los estudios genéticos apuntan a que surgió como un híbrido de tres especies nada menos. Así surgió un triploide, un ser que sólo se perpetúa mediante nacimiento virginal, por las extrañas reglas del sexo. Los insectos-palo (Fásmidos) constituyen uno de los grupos de insectos típicamente tropicales que en Europa sólo se encuentran en la zona mediterránea. Son fitófagos, nocturnos y extraordinariamente miméticos entre la hierba y los arbustos. Las áreas triangulares en el extremo distal de las tibias intermedias y posteriores, unidas a las antenas cortas, indican que la especie de nuestro ecosistema es Clonopsis gallica (Charpentier, 1825).

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