Desde pequeños vemos la muerte como un ser oscuro y tenebroso al que debemos temer. Al margen de las creencias espirituales la muerte es el fin. La nada. Esa sombra que queda tras la partida de un ser amado. La soledad perpetua que nos condena a no ver y a no oír. Es el enemigo común de los seres humanos, contra el que casi todos queremos luchar y que solo unos cuantos anhelan. Es ese ente tan odiado que nos hace llorar hasta enloquecer porque somos conscientes de que no hay después. De niños caracterizamos la muerte con su guadaña y su traje negro, pero con el paso del tiempo comprendemos que más que un ser es un sentir. Cuando comienzan a morir los abuelos de tus amigos eres consciente de que te puede pasar también. Luego tenemos hijos, mueren los padres y la vida continúa entre el olvido y la resignación. Para morir solo hace falta haber nacido. Y moriremos todos, algunos individual y otros colectivamente, pero todos estamos destinados al camposanto. O al crematorio.
En México la muerte se celebra con música y festines. En muchos hogares tradicionales se pone un altar en el que se rinde tributo a los seres que han partido. Velas, calaveras de azúcar, fruta, panes, papel picado y flores, muchas flores. Todo se mezcla con un gusto exquisito para homenajear a los difuntos. En el altar se incluyen los platos favoritos del difunto, así como aquellas cosas mundanas que solía disfrutar: tequila, tabaco, ron, música.
Se trata de una tradición milenaria (de origen maya o azteca, no lo sé con precisión) que se basa en la creencia de que en estas fechas los espíritus se asoman al mundo material para disfrutar de las delicias que se les ofrenda.
En Galicia la celebración recibe el nombre de samaín y tiene origen celta aunque comparte algunas similitudes con el halloween como el uso de velas, disfraces y calabazas.
Sin importar el nombre o el lugar, el tributo a la muerte es un pretexto más para disfrutar de las sonrisas de los pequeños.
¿Cómo lo celebras en tu casa?