Cuenta el Evangelio de Juan que había entre los fariseos un tal Nicodemo, magistrado de su secta y miembro del Sanedrín o consejo de sabios, que, aunque creía en Jesús y sus enseñanzas, no queriendo poner en riesgo su cargo y su prestigio, acudía de noche a oír a su Maestro, mientras que por el día simulaba respetar estrictamente los preceptos del judaísmo. Juan Calvino acuñó, en el siglo XVI, el término nicodemismo para referirse a la simulación que, en términos religiosos, practicaban muchos protestantes en tierra de católicos para evitar ser perseguidos. A partir de ahí, el término ha acabado sirviendo para referirse a quien disimula sus creencias religiosas, cualesquiera que sean, con el ánimo de eludir la persecución o el rechazo social. Pero no alteraremos sustancialmente su significado si sacamos el término del ámbito estricto de la sociología de la religión para poder así aludir con él al primer paso de un proceso de difuminación del individuo que tiene lugar cuando éste, acosado por un medio social hostil a sus creencias en general, prefiere aparentar ser lo que no es y creer lo que no cree.
Esa simulación no es una conducta que produzca efectos sólo en el mundo exterior al individuo, puesto que supone también para éste un estado de tensión interior que le impone un esfuerzo, quizás agotador, para mantenerse siendo el que es por debajo de lo que se siente obligado a aparentar ser. Y, tarde o temprano, toda tensión acaba buscando cómo discurrir hacia alguna forma de distensión. De este punto es de donde parte (eventualmente, no de modo inevitable) el siguiente paso que en sentido declinante se produce hacia la anulación de la individualidad. Para comprenderlo mejor haremos uso de otro concepto que ha hecho fortuna entre los aportados por la psicología al estudio del comportamiento: el de disonancia cognitiva, que debemos al psicólogo estadounidense Leo Festinger, y según el cual, cuando existen contradicciones entre dos creencias propias, las personas, un paso más allá de la simulación, acabamos finalmente optando por una sola de ellas, aquélla que nos resulta más perentoria, hasta llegar incluso al punto en que nuestra conciencia selecciona como admisibles sólo aquellas percepciones que nos confirman en los pensamientos que hemos decidido preferir, independientemente de si son hechos reales o no, con tal de reducir aquella disonancia cognitiva.
No buscaremos ejemplos de este sesgo perceptivo, emocional e intelectual entre los muy llamativos e impactantes que aporta la psicología experimental, porque nos urge referirnos a los que pone en evidencia el comportamiento político de los españoles. Así, el hecho de que en Cataluña la mayoría de hispanohablantes (escasa, pero mayoría) no sólo acate que sus hijos no puedan ser escolarizados en el idioma español o que, como dueños de sus comercios, sean multados por exhibir en ellos letreros redactados en el idioma oficial de todos los españoles, sino que además voten o se abstengan de votar favoreciendo a los partidos nacionalistas que imponen esas arbitrariedades, tal hecho, digo, no puede entenderse sino como efecto de la búsqueda de corrección de la disonancia cognitiva entre lo que lógicamente deberían defender y lo que, en sentido contrario, les impone la presión social. Una presión que, puesto que no se sostiene en la superioridad numérica, hay que entender que se origina en la coacción, que, si puede ejercerse, dicho sea de paso, es porque el estado ha renunciado a su función de amparo y protección de los individuos en el ejercicio de su libertad.
Más claro resulta el ejemplo de disonancia cognitiva que la coacción terrorista ha ido inoculando en el País Vasco a lo largo de décadas, hasta el punto de que una mayoría de vascos –que históricamente han estado siempre entre los que más orgullosamente han exhibido su españolidad– o incluso de inmigrantes del resto de España, hayan acabado sintiendo como propios los delirios nacionalistas.
O qué decir, finalmente, del hecho de que tantos españoles acepten como políticamente incorrecta cualquier manifestación pública de patriotismo (dejemos aparte los muchas veces epileptoides momentos de exaltación por los triunfos deportivos), haciendo que esta anómala relación de los españoles con España sea una excepción dentro del comportamiento universal de los hombres hacia su nación.
El caso es que la etapa final de este proceso de renuncia a la propia individualidad, la que exigiría a veces enfrentarse a las presiones enajenantes incluso a costa de hacerlo en soledad, aboca en último término a dos clases de resultados nada halagüeños: en lo personal, a la pérdida de consistencia interior que hace perder la conexión con las propias emociones, las que sirven de sustrato a la voluntad y a todo lo que dinamiza la vida en general, de modo que uno se convierte en una entidad hueca y dispuesta a moverse en la dirección hacia la que empujen los más o menos coyunturales vientos ajenos; la depresión, que no es sino expresión última de esa vaciedad interior, aguardaría al final de este proceso.
A este tipo de personas se refería Ortega cuando, bajo la caritativa fórmula que supone hablar en primera persona, decía: “No tenemos la voluntad de una existencia dinámica: vivimos rendidos e incapaces para el entusiasmo. Los mayores acontecimientos pasan sobre nosotros sin producirnos ningún temblor (…) Cada individuo se desliza silencioso por la sociedad sin la vigorosa decisión de realizar su destino”. Y en lo social, una consistencia tan feble de la personalidad colectiva va conformando esa clase de vacío que llenan los totalitarismos, o el extremo final de un declive al que otros pueblos, en dirección ascendente, contraponen el uso energizante de la libertad.