Revista Historia

Cómo hemos cambiado

Por Pepecahiers

COMO HEMOS CAMBIADOA veces parece que nada cambia, que todo permanece intacto o que el tiempo es una extraña forma de medir acontecimientos que suceden muy despacio. Pero no es así, nada se resiste a la mutabilidad inexorable de la vida. Es un tema recurrente comparar nuestra niñez con la de nuestros hijos, llegando a la conclusión de que no son pocas las diferencias que nos separan. Para empezar, la sobreprotección que se ejerce ahora sobre la infancia tenía una dosis bastante más precaria hace algunos años. No es que los padres se desentendieran de sus hijos y los arrojaran a los bosques para ver como sobrevivían a semejanza de los espartanos de la película "300", sino que se nos otorgaba más independencia y mucho antes que ahora. Acompañamos a nuestros hijos a todas partes, al colegio, al cine, al centro comercial, a comprar chucherías o al parque. No les quitamos el ojo de encima y cualquier otra conducta nos parecería reprochable sin paliativos. Les impedimos que se acerquen a las ventanas, instalamos redes de seguridad en las terrazas y tapamos los enchufes. Mi infancia y la de mi generación fue algo distinta allá por los años 70. Que yo recuerde, nada más andar ya estaba sólo por esos mundos de Dios en compañía de otros niños. Me viene a la memoria que, apenas con tres o cuatro años,  jugaba en la calle con una espada de madera, desafiando en combate a mis amigos que tampoco levantaban un palmo del suelo y además sin vigilancia paterna. A mi hija le requisé un artilugio similar comprado en una feria medieval por si rompía algo o se hacía daño. 
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Hace treinta o cuarenta años se vivía mucho la calle, era el centro neurálgico de todos los juegos infantiles inimaginables, la rayuela, las canicas, el escondite, el pilla-pilla, el fútbol... Había colegio por la mañana y por la tarde y no se nos cargaba tanto con deberes interminables. Apenas llegábamos a nuestra casa, soltábamos la cartera, nos agenciábamos de nuestro pan con chocolate y a la calle a jugar hasta la hora de cenar. Los días cerrados de frío invierno por la tarde quizás no se salía tanto, se quedaba uno viendo la tele. La programación infantil era ajena a la sobredosis de hoy en día. Debemos recordar que por entonces sólo había dos canales y, al principio, en blanco y negro. Los espacios dedicados a los niños en televisión se reducían a un par de horas por la tarde los días laborales y las mañanas de los sábados. Al colegio ya iba solo con tan sólo cinco años, aspecto muy audaz aunque natural en aquellos tiempos, teniendo en cuenta que personalmente acompañaré a mis hijas hasta el último año de universidad. Hay que recordar el escaso tráfico que circulaba por entonces. En mi calle casi nadie tenía ni coche ni teléfono. Había un vecino propietario de un Simca 1000, que incluso bloqueaba la estrecha calle, a sabiendas, naturalmente, que ningún otro vehículo intruso accedería a ella. Tan solo había un teléfono particular, cuyo número dábamos todos los vecinos a familiares y conocidos por si tenían que avisarnos de alguna incidencia. No era muy grato, para el susodicho titular de la línea telefónica, tener que buscar por todas las casas al que quería localizar el interlocutor al otro lado del aparato. Además, cuando pedías a Telefónica una línea particular, era como si pidieras el servicio en la Luna, porque podían tardar meses e incluso años en realizar la gestión.

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Que yo sepa no se organizaban fiestas de cumpleaños, en todo caso invitabas a tu amigo favorito a merendar Cola Cao con tostadas. Ahora hay que mandar solicitudes de asistencia a medio colegio para acudir a un centro de recreo, de esos con bolas, cuerdas y toboganes, debidamente enrejados, que parecen recintos para monos. Lo peor de todo no es la pasta que te facturan, sino el cargamento de regalos que tienes que amontonar junto a la hemorragia juguetera sufrida en navidades. Porque esa es otra, en mis tiempos, Papá Noel no tenía cobertura por estos lares y no recibías ni una triste tarjeta de felicitación de tan orondo y generoso personaje. Los Reyes Magos se ocupaban de todo, pero con moderación. Los niños de hoy acumulan tantos regalos al cabo del año, que no son pocos los que permanecen con su precinto, inmaculados y sin abrir, durante meses. De pequeño el premio gordo era la bicicleta, el deseado regalo casi inalcanzable, el síndrome de Zipi y Zape, que siempre se perseguía como destino final de la felicidad absoluta. ¿Cuántas bicicletas tienen los niños de hoy en día a lo largo de su vida? En cuanto a la posesión del esférico, o lo que es lo mismo, la pelota de toda la vida, nuestros tiernos infantes los acumulan por decenas, al igual que los famosos Playmobil, acompañados de multitud de edificios e instalaciones que necesitan la compra de otra vivienda por parte de sus progenitores, para que no existan problemas de hacinamiento de muñequitos. Pin y Pon, Bratz, Monster High, Barbies, Winx Club, Barriguitas, Nancys y Nenucos, en cantidades ingentes, nos acechan desde las estanterías, frente al solitario Madelman de nuestra infancia.

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En lo que se refiere a la tecnología, aún quedaban muy lejos para nosotros el futuro táctil y digital que hoy disfrutamos, y nuestros juguetes de entonces no eran demasiados avanzados, siendo el no va más de la sofisticación los entrañables Ibertren, Scalextric, Cinexin o el Mercedes teledirigido con cable de Santi Rico. Para asuntos de juegos electrónicos, había que acudir a las salas recreativas para pasar un buen rato con los pinball y alguna que otra máquina electrónica de la época. Las vídeo consolas tenían sustitutos que también te proporcionaban un gran entretenimiento para toda la familia, como los célebres Juegos reunidos Geyper, todo un referente generacional, tanto como las películas del oeste o de Tarzán en los sábados de sobremesa. Pero como bien decía antes, la máxima fuente de entretenimiento estaba en la calle, en esas eternas tardes de verano en las que se respiraba ese aire tan especial que disfrutaban los niños de vacaciones. Y sobre todo se leían muchos tebeos, infinidad de ellos de todos los personajes imaginables. Por cierto, en aquellos tiempos, ni pizzas, ni hamburguesas, bocadillos de salchichón o de chorizo. Eso sí, para la merienda si existía un amplio abanico de posibilidades en forma de bollería industrial, acompañado de sus correspondientes cromos coleccionables, como aquellos legendarios de Marvel, con ilustraciones del gran López Espí.

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Me gustaría terminar esta entrada con una anécdota que sucedió hace tan sólo unos días. En el grupo de Wasap, formado por madres del colegio, se expresaba una madre muy preocupada porque en el colegio una profesora les había puesto una película muy violenta, con mutilaciones diversas, que había producido pesadillas a no pocos niños. Intrigados por saber de qué se trataba, nos puso sobre la pista para averiguar el título de semejante producto gore, el conocer que uno de los personajes era mitad hombre y mitad mujer. Mi hija contestó: "Es del robot ese que tiene papá como salvapantallas en el móvil" (ventajas de tener un padre friki). Nuestro viejo Mazinger Z que tanto nos gustaba en nuestra niñez, ahora parece una perturbada máquina carnicera para nuestros tiernos retoños, acostumbrados a la bonhomía de Peppa Pig, Pocoyó o Dora la exploradora. ¡Cómo hemos cambiado, demonios!


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