¿Por qué la edad juvenil es la más proclive a la violencia? Porque es también la más amenazada por la angustia, que encuentra su mejor caldo de cultivo en la pérdida de las referencias habituales sobre las que el joven sostenía su manera de estar en el mundo, y que ocurre al dejar atrás la infancia. Y la agresividad es, junto al miedo y el sentimiento de culpa, uno de los cauces o válvulas de escape a través de los cuales la angustia busca expresarse y eventualmente amortiguarse. Efectivamente, es constatable cómo el sufrimiento psíquico que supone la angustia disminuye si es posible proyectarla sobre alguien, sobre un causante, real o imaginado, del desasosiego que, en este caso, el joven siente, aunque, por supuesto es un fenómeno psíquico que se puede producir en cualquier edad.
En general, y debido al mecanismo emocional descrito, la agresividad, la propensión hacia los comportamientos violentos, o hacia sus contrapuntos emocionales, el miedo y la culpa, tienden, pues, a aumentar en las situaciones en las que las claves que hasta entonces habían resultado válidas para conducir la vida de las personas afectadas han dejado de serlo. En tales casos, la angustia de la que se alimentan tales sentimientos, y que estaba retenida, se desborda. Lo cierto es que esa angustia subyacente, en estado puro o sublimada en otras formas de expresión emocional más llevaderas, es un componente insoslayable de nuestro bagaje sentimental, mantenemos desde que nacimos una predisposición a sufrirla, está permanentemente dispuesta a irrumpir a través de los desgarros que pueden producirse en el nunca definitivo equilibrio emocional que construimos para contrarrestarla. Y efectivamente, hay momentos históricos en los que el espíritu de la época, sumergido en el caos, favorece la aparición de la angustia o de alguno de sus derivados, la agresividad, el miedo o la culpa, en cuanto que sentimientos que irrumpen sin guardar proporción con sus aparentes causas objetivas, sino que, por el contrario, vendrían a ser excedentes sentimentales que produce nuestra angustia congénita cuando es reavivada. No es, pues, que no pueda haber desencadenantes objetivos para esos sentimientos, sino que la respuesta que en estos casos provocan resulta desproporcionada: una araña, por ejemplo, puede resultar objetivamente repulsiva, pero la aracnofobia es un miedo exagerado, que no se corresponde con lo que resultaría normal, adecuado o útil.
Uno de los momentos históricos especialmente proclive a la aparición de la angustia y sus derivados fue el Renacimiento, debido a que quedaron trastocadas todas las claves que habían servido hasta entonces para que los individuos supieran a qué atenerse y cómo debían afrontar su vida (una vida precaria, por otro lado, aquella de la Edad Media precedente, pero perfectamente sujeta a normas previsibles). Así, dice Stefan Zweig, en su biografía sobre Erasmo y refiriéndose a aquel tiempo de principios del siglo XVI: “De la noche a la mañana, las certidumbres se convierten en dudas (…) el desasosiego fermenta en los países, el miedo y la impaciencia alientan en las almas”. Jean Delumeau, en su libro “El miedo en Occidente”, retrotrae la irrupción de ese especial desasosiego a los tiempos en los que el Renacimiento estaba aún incubándose, de modo que constata que “hay unanimidad entre los historiadores en estimar que, a partir del siglo XIV, en Europa se produjo un reforzamiento y una difusión más amplia del temor a los últimos tiempos (y de un) clima de pesimismo general sobre el futuro”. Delumeau destaca el miedo como especial derivado de la angustia que predominó en aquel tiempo, y ese miedo excedería o dejaría atrás, como en las fobias, incluso posibles y tremebundas causas objetivas, como la que supuso la desoladora peste negra.
Lutero, otro de los máximos representantes de aquel tiempo, fue una persona especialmente angustiada (y ambas cosas, según lo que decimos, no están desconectadas). Dice de él Erich Fromm que “se veía tan torturado por las dudas como solo puede estarlo un carácter compulsivo, buscando constantemente algo que pudiera darle seguridad interior y lo aliviara de los tormentos de la incertidumbre (…) Todo su ser estaba penetrado por el miedo, la duda y el aislamiento íntimo, y era sobre esta base personal que debía llegar a ser el paladín de grupos sociales que se hallaban psicológicamente en una posición muy similar”. Es decir, que aunque en su personalidad atormentada hubieron de intervenir extremas circunstancias de su vida personal, ello enlazaba perfectamente con el espíritu de aquella época, que empujaba hacia esa forma de elaborar la angustia. La forma de sentir esa angustia, ese miedo y esa desazón, la dejaba Lutero expresada en palabras como estas: “En nuestra triste condición, el único consuelo que tenemos es la esperanza de otra vida. Aquí abajo todo es incomprensible”.Para Calvino, otro gran atormentado de los que produjo aquel tiempo, el hombre es un ser impío y depravado, incapaz asimismo de comprender a Dios en toda su inmensidad y de realizar nada que no fuera corrupto.
Nos ahorraremos el prolongado trayecto que habría de llevarnos a través de las formas en que desde el Renacimiento para acá ha evolucionado sociológicamente la manera de sentir la angustia, y nos conformaremos con una simple constatación: cuando en las sociedades humanas se producen crisis que afectan a las cosmovisiones hasta entonces prevalecientes, y en el fragor de esos cambios el umbral de contención de la angustia queda desbordado, ella y sus derivados, fundamentalmente la agresividad, el miedo y la culpa, aumentan significativamente, y puesto que su fuente es interna, lo hacen por encima de lo que las causas objetivas justificarían.
Es de esperar que el soporte intelectual que nos permiten estos perentorios silogismos nos ayude, en fin, a comprender por qué las crisis, antes que favorecer el análisis ponderado y sensato de lo que pasa y la consiguiente puesta en práctica de comportamientos adecuados que lleven a corregir las distorsiones producidas por ellas, empujan a menudo a los hombres, entre otras cosas, hacia la exasperación, que es una forma preliminar de los comportamientos violentos, y a la consiguiente proliferación de actitudes extremistas no mediadas por la razón ni la proporción. “La desesperación –decía Ortega– se presenta primero como exasperación”. La angustia y el desasosiego provocados por esa pérdida de referencias que suponen las crisis pueden ser entonces conducidos con relativa facilidad hacia esa exasperación cuando el señalamiento de determinados culpables, reales o ficticios, de la situación crítica (esto es, de causas objetivas) parece suficientemente convincente.
No se trata de señalar que las reacciones violentas de las masas aquejadas por las crisis no tengan ninguna justificación objetiva, sino de que, ofuscadas por su íntima necesidad de expresarse violentamente, quedan desconectadas del pensamiento lógico y anulada la posibilidad de realizar el análisis adecuado de la situación que ayude a resolverla. De hecho, una masa exasperada es casi garantía de que hará ir las cosas a peor. Su exasperación, con lo que ante todo se conecta es con esa angustia que nos es intrínseca y que se halla desbordada, y no con la realidad. Los comportamientos de esa masa no se realizarán, pues, como respuesta a la situación objetiva por la que atraviesa (o no guardarán proporción con ella), sino para servir de válvula de escape a una angustia que ha dejado de estar controlada.
Por las mismas razones, aunque en su modo inverso, los extremismos en política no se difunden a través del análisis lógico y ponderado, sino propagando la exasperación. Cuenta Jesús Laínz en su último libro, "España contra Cataluña"(Ediciones Encuentro, pp. 57 y ss.), el que puede ser un ejemplo ilustrativo de esta idea que aquí hemos tratado de desarrollar. Se refiere a algo que relata Francesc Cambó en sus Memorias sobre cómo consiguió, junto a su amigo y correligionario Prat de la Riba, divulgar esa ideología exasperada que constituye el nacionalismo en Cataluña: “En su conjunto –dice Cambó–, el catalanismo era una cosa mísera cuando, en la primavera de 1893, inicié en él mi actuación (...) los payeses que nos escuchaban no llegaban a tomarnos en serio (...) Aquel era un tiempo en el que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa. Puede decirse que todos los catalanistas se conocían entre sí". "Como en todos los grandes movimientos colectivos –añade más tarde–, el rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y algunas injusticias: esto ha pasado siempre y siempre pasará, porque los cambios en los sentimientos colectivos no se producen nunca a base de juicios serenos y palabras justas y mesuradas".
Pero fue su camarada Prat de la Riba el que señaló más detalladamente en qué consistió esa segunda fase del nacionalismo catalán, la que permitió su expansión. Dice así: "Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes, sentir lo que no éramos para saber claramente, hondamente, lo que éramos, lo que era Cataluña. Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio". En consecuencia, "no nos contentamos con reprobar y condenar la dominación y los dominadores, sino que, tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida".
Otro ejemplo especialmente significativo y muy de última hora procede de nuestra extrema izquierda, la más inmediatamente emergente de Podemos: si nuestros argumentos van bien encaminados, no es precisamente por sus propuestas políticas por lo que este colectivo ha conseguido expandirse tanto últimamente; esa propuestas están pletóricas de utopismo, y la experiencia de los países comunistas en donde se han puesto en práctica demuestra que conducen a la catástrofe, y a esas conclusiones se llegaría con relativa facilidad si lo que se pusiese en práctica a la hora de considerarlas fuese el análisis racional. Por el contrario, su fuerza arrolladora (y terriblemente preocupante) estriba en que, como hizo Prat de la Riba, estos extremistas han encontrado la forma de impregnar sus llamamientos con el sentimiento de odio. Odio, en este caso, a la casta política (en otros tiempos fue el odio al enemigo de clase o, para otros extremismos, el odio a las razas inferiores).
No será aquí donde se defienda a esa casta, desde luego. Lo que simplemente hemos tratado de resaltar son los mecanismos psicológicos que subyacen a determinadas posiciones políticas. Esos mecanismos permitirían explicar asimismo por qué fuerzas regeneracionistas como UPyD, Ciudadanos y Vox, que buscan su expansión a través del análisis racional y de propuestas realistas que conduzcan a la resolución de nuestra crítica situación, tienen un crecimiento tan moderado, mientras que la extrema izquierda ha conseguido crecer como lo ha hecho basándose en el énfasis que pone sobre aquellos sentimientos, especialmente sobre el odio, que sirven para canalizar la angustia que brota de nuestro interior.