Revista Religión
Leer | 2 SAMUEL 11.1-17 | Ansias, hambre, anhelo, sed, avidez — todos estos términos pueden utilizarse para describir la palabra “deseo”. Eva tuvo avidez del fruto del árbol prohibido; Sarai anheló el hijo de la promesa; el rey David tuvo ansias de Betsabé (Gn 3.6; 16.2; 2 S 11.2-4). En cada caso, el deseo de ellos se volvió tan fuerte, que tomaron el asunto en sus propias manos para lograr lo que querían. Cada uno de ellos conocía las instrucciones del Señor, pero al ser tentados, encontraron una manera de justificar sus acciones para lograr el objetivo deseado. Y las consecuencias fueron muy serias.
A lo largo de nuestra vida, todos tenemos anhelos. Ansiamos que algunas circunstancias o personas sean diferentes, y deseamos adquirir lo que carecemos, o más de lo que tenemos. Y luego nos encontramos tentados a satisfacer estos deseos por medio de nuestras acciones. La tentación en sí no es pecado; pero actuar por cuenta propia contra la Palabra de Dios, sí lo es. Recuerde lo que les sucedió a Eva, a Sarai y al rey David.
Nuestro Creador, quien le creó a imagen de Él, sabe lo que usted anhela, y Él ha prometido darle lo que más le beneficie (Is 48.17). Confronte sus deseos con la verdad de la Sagrada Escritura, y pídale a Dios que le ayude a dejar todo aquello que no se ajusta a sus normas.
Haga del Salmo 63.1 (NVI) el clamor de su corazón: “Oh Dios, tú eres mi Dios; yo te busco intensamente. Mi alma tiene sed de ti; todo mi ser te anhela, cual tierra seca, extenuada y sedienta”. Y Jesús, que es el Pan de Vida y el Agua Viva, le satisfará como ninguna otra cosa pudiera jamás hacerlo.
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