"Que te echen del trabajo está pasado de moda, ahora lo que se lleva es dejarlo".
Así bromeó anoche un amigo mío tras contarme que había renunciado a su empleo como profesor en una de las guarderías más destacadas de Madrid (donde acuden los hijos de Penélope Cruz y Bardem, el de Rosario o el de Alejandro Sanz entre otros, según afirmó).
Aparentemente el puesto era ideal para él: se ajustaba a sus estudios de pedagogía, ganaba un buen sueldo y su tía era la propietaria. Pero había decidido hacer otra cosa: diseñar, construir y vender guitarras eléctricas.
Ya hemos escuchado que la crisis es el trampolín necesitado para emprender los proyectos, las ambiciones profesionales o vitales que un trabajo fijo secuestra. Sabemos que estar en el paro no debe ser el final de nada, sino el principio de otra vida. Convertir la desgracia en oportunidad, el vacío en un espacio donde reubicarnos, donde volver a edificarnos con más consciencia y sabiduría, con más perspectiva y pasión. Pero, al fin y al cabo, esta teoría no dejaba de ser, al menos en un principio, un estímulo para superar la contrariedad de haber sido despedido.
Sin embargo aumenta el número de personas que, en medio de este armagedón laboral, se lanzan intencionadamente al precipicio del desempleo. ¿Unos inconscientes? ¿Unos ilusos? ¿Unos suicidas? Una amiga ha dimitido de un sólido cargo en el Real Madrid y un colega abandonó su puesto como editor en Cuatro. Personas que ganaban más de dos mil euros. En un momento donde ser mileurista ha pasado de un estigma a una bendición, estas personas, junto con otros cientos de miles en España, están saltando por la borda de sus trabajos. Quizá no se estuviesen hundiendo sus empresas, pero sí ellos dentro. Probablemente sentían una zozobra anímica, un estancamiento profesional, una úlcera en el ego. Sin tener ninguna otra oferta laboral en firme, han decidido no seguir aguantando a un jefe inepto y maleducado, a unos compañeros abrasivos, una tarea humillante.
Evidentemente, estos lunáticos/valientes probablemente no sean prisioneros de una hipoteca ni de hijos o, si es así, quizá las indemnizaciones (si es que han logrado marcharse con algo de dinero) o las parejas suponen un colchón, al menos inicial, a su doble tirabuzón al abismo. Es cierto que la mayoría de los españoles ni siquiera cuentan con la opción de dar un portazo en su oficina. Sólo quien tiene cierta holgura económica o menos ataduras familiares o económicas es capaz de planteárselo. Pero cada vez más gente con esa alternativa opta por mandarlo todo a la mierda.
Gran parte de las personas que de momento sobreviven al terremoto de la crisis han padecido, sin embargo, algún chichón. Casi nadie ha salido ileso de la lluvia de escombros: bajada de sueldo, recorte de la plantilla con el consiguiente aumento de las faenas, malhumor generalizado en el edificio... Las nuevas y empobrecidas condiciones de trabajo han obligado a muchos a replantearse sus destinos profesionales. Y, por supuesto, todo ese plantel de gentes fulminadas de sus puestos pero ilusionadas con emprender negocios, viajes o una vida dedicada íntegramente a sus hijos (como esa amiga mía que ha dejado su puestazo en Vodafone para disfrutar de sus hijos antes de que lleguen a la adolescencia) ha sido inspirador.
Últimamente se escuchan casi más lamentos por parte de la gente que tiene trabajo que de quienes lo han perdido. Los "afortunados" aún en las empresas se reconocen ante sí mismos y ante los demás como prisioneros del sistema, de la crisis, hombres y mujeres a los que no les queda más remedio que aguantar en unos empleos depauperados. "Si pudiera, ¡por supuesto que lo dejaba!" no cesan de proclamar. Así que los que pueden están empezando a largarse. En lugar de aferrarse a sus mesas y ordenadores de oficina esperando que escampe el temporal, han decidido irse voluntariamente a donde brilla el sol. Es cierto que los lunes bajo ese sol pueden costar quemaduras en el currículum y la autoestima, pero quien no arriesga no gana y mucha gente decide apostar por la felicidad antes que plantarse con la seguridad.
Mi amigo se pasó media cena contándome que ya disponía de un proveedor de maderas para troquelar el cuerpo y el mástil de las guitarras, me detalló los lugares donde procedería al encolado y al secado de las piezas, me habló de barnices, de dispositivos electroacústicos, de la complejidad del clavijero y de sus revolucionarias ideas para publicitarse. ¿Les suena coñazo? Tendrían que haber escuchado a la pareja de al lado hablando del trabajo.
Fuente: Eduardo Verdú.
C. Marco