Somos herederos del Romanticismo, ese movimiento cultural del que decía Arnold Hauser que “representó una de las variaciones más importantes en la historia de la mentalidad occidental”, y cuya nota diferencial más característica fue la de certificar la desaparición del mundo, o al menos su descrédito, hasta el punto de que Novalis, el más romántico de los literatos alemanes (los más románticos entre todos), pudo decir:“Todo lo bueno que hay en el mundo viene de dentro”. Se explicó un poco más cuando añadió: “Soñamos con viajes por el universo, ¿no está acaso el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia el interior conduce el camino misterioso. En nosotros o en ninguna parte se encuentra la eternidad con sus mundos, el pasado y el futuro. El mundo exterior es el mundo de sombras, proyectadas en el reino de la luz”. Como ocurre con los niños, para los que ese mundo exterior es sólo vestidura y coartada de los juegos que tiene diseñados en su imaginación o mero escenario de sus autárquicos sueños y cuentos infantiles, el romántico hace que el paisaje que le rodea sea sólo el interruptor que pone en marcha sus emociones, siendo éstas las únicas a las que finalmente concede credibilidad. Una idea que viene a confirmar Ortega en esta reflexión: “Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes: más que verlos a ellos, contempla los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera”. Y también cuando dijo: “El romántico (…) no necesitaba ver las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor”. También Arnold Hauser, en su ya clásica “Historia Social de la Literatura y el Arte”, ratifica esta misma idea: “(El romántico) consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo”.
No parecen, en principio, ideas o maneras de afrontar la vida especialmente peligrosas. Si nos despojamos de la necesaria cautela, veríamos en el Romanticismo sólo una respuesta más –especialmente cabal, eso sí– a la consigna vital que el Renacimiento lanzó para que el hombre fuese capaz de dirigir sus propios destinos, sacándole del oscuro túnel de la Edad Media, en la que todo aquello en que los hombres intervenían estaba prefijado desde instancias que le trascendían, tanto si provenían de este mundo como si lo hacían desde el más allá. El mismo Descartes, el más cualificado adalid de la entrada en la modernidad, sospechó de todo aquello que proviniera del mundo externo, y se concedió crédito sólo a sí mismo como ser pensante. Y las construcciones mentales (las matemáticas, el mecanicismo…) con las que tanto él como los que le siguieron sustituyeron al mundo exterior demostraron una eficacia práctica tan abrumadora, que hoy todos los descubrimientos de la ciencia y todas las aplicaciones de la tecnología nacen en aquel fecundo hontanar de la filosofía cartesiana (también en el del empirismo, la otra cara de la modernidad). Nada especialmente sospechoso, pues, parece haber en aquellos anticipos filosóficos y existenciales del Romanticismo. Casi podríamos aceptar sin mayores prevenciones una conclusión que parece imponerse: el mundo es sólo la capa exterior de nuestra intimidad, el escenario que inventa el alma para poder salir de sí misma, una especie de sueño budista en el que aceptamos sumergirnos para que en él pueda tener lugar nuestra vida.
Empezamos a sentir cierta alarma ante este desapego hacia el mundo exterior que venía gestándose a lo largo de la modernidad cuando vemos cómo llega Novalis diciendo: “El mundo me resulta cada vez más extraño. Las cosas que me rodean me resultan indiferentes”. Hölderlin, el otro gran romántico alemán cava aún más hondo en la trinchera que nos separa del mundo exterior: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Esa degradante actividad que consiste en “reflexionar” era para Hölderlin el proceso que, desde la misma escuela, trata de adaptarnos a las exigencias del mundo exterior. Arnold Hauser considera que Byron, otro gran romántico, lleva el Romanticismo hasta su consolidación, pues gracias a él “el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte”. El mundo había dejado de ser creíble. Para un romántico genuino, nada interesante quedaba por hacer en él, pues sólo importaba “lo que venía de dentro”, no las consecuencias externas que a partir de esa intimidad se generasen. Y he aquí la dramática consecuencia de aquella actitud: el esplín, la melancolía y el tedio de la vida. El mismo Lord Byron llegó a decir que se sentía tan aburrido que no le quedaban ni fuerzas para pegarse un tiro.
El aburrimiento: ése es finalmente el gran legado práctico que nos dejó el Romanticismo, resultado del desapego hacia el mundo, del sesgo vital que supone el dejar de creer que ante nosotros tenemos un mundo consistente y que las cosas tienen más propiedades que las que nosotros les asignamos; que el mundo entorno, en fin, está hecho de dificultad y resistencia a nuestros deseos. Empezó el romántico por hacer que prevaleciera su voluntad por encima de lo que su circunstancia le demandara. Parecía con ello ser fiel a la propuesta moral del imperativo categórico de Kant: no es el éxito o el fracaso de nuestros proyectos lo que eventualmente ha de sancionarles como válidos o inválidos; lo que surja de nuestro interior: eso es lo que debe de prevalecer, incluso cuando previsiblemente nos vaya a llevar hacia el fracaso. Pero siendo los únicos que, en soledad, debemos de intervenir en nuestras decisiones, y no las circunstancias objetivas, estamos sentando las bases del relativismo más devastador: que una cosa sea bella o fea no depende para nada de ella, por lo tanto, es una atribución que de forma soberana a cada cual le corresponde hacer. Lo mismo cabe decir de una obra de arte: Marcel Duchamp sancionó la posibilidad de que un urinario o una rueda de bicicleta lo fueran de hecho, y Piero Manzoni hizo lo propio con sus botes de excrementos propios, hoy expuestos en los principales museos de arte moderno, sólo por cumplir el simple requisito de recibir previamente la subjetiva atribución de ser una obra de arte. Que uno sea hombre o mujer es hoy, asimismo, una opción que en nada depende de cualidades objetivas: cada uno puede inscribirse en el Registro Civil con el sexo que le parezca. Y permitámonos ser políticamente incorrectos en su grado hoy máximo: un matrimonio ya no es, como sigue diciendo nuestra Constitución, la unión de un hombre y una mujer con la intención de procrear y formar una familia, sino cualquier unión estable de dos personas (¿Dos? ¿Por qué no una unión polígama?).
La realidad ha dejado de existir, cuando menos se ha hecho dudosa: el cine aporta ya un número significativo de buenas películas en las que queda explícita esa duda sobre la consistencia de lo real: Blade Runner, Matrix, Orígenes… y recientemente una digna, aunque no tan buena, aportación hispánica a ese conjunto: Fin, de Jorge Torregosa. El caso es que cuando todo lo que hay que hacer depende sólo de nosotros, cuando ninguna exigencia nos llega de nuestra circunstancia, cuando nada externo a nosotros nos solicita, convoca o compromete, ocurre que la necesaria tensión vital se afloja, no hay nada que moralmente nos obligue a lo que no nos apetezca, a lo que no nos salga de las entrañas. Consecuencia: igual que nuestros antepasados románticos, nos aburrimos mortalmente.
Y ahí es donde nace lo que Vargas Llosa denomina en su último libro la “civilización del espectáculo”. Nada parece hacerse porque sea objetivamente insoslayable o necesario para crecer a través de ello, sólo se busca la diversión. La literatura, el cine o la televisión van decayendo hacia ese nivel superficial en el que se garantice ese único requisito; la afición a viajar no obedece a un interés real por conocer otras culturas o reconocer lugares por los que pasó la historia, sino que se conforma con ser un mero pasatiempo; nadie quiere comprometerse en tareas serias, como la política, que va quedando en manos de meros oportunistas o arribistas, y cuando toca votar, se escoge al candidato más sonriente, ocurrente o seductor, no al que ofrezca mejores garantías de promover la probidad y la eficiencia. El mundo se ha convertido en un inmenso parque temático, en el mismo sentido en que antes decíamos que los niños usaban de ese mismo mundo como mero escenario para sus juegos.
No hay que esperar a que se cumplan las profecías de los mayas. El fin del mundo (el mundo objetivo, el mundo como exigencia y dificultad) ha llegado ya.