El camión con el logo de la empresa, una gran Y griega, abandonó las instalaciones de la fábrica cargado hasta los topes con los últimos trajes y vestidos producidos en la planta. Emilio no pudo por menos que soltar una lágrima. Con ese camión se cerraba una época de su familia, mejor dicho, de las cuatro o cinco últimas generaciones de su familia. Todo había comenzado durante el último tercio del siglo XIX cuando su bisabuelo, Olegario Yuste, escapando de la tremolina que asolaba España en la tercera guerra carlista, abandonó el lar vasco y recaló en Salamanca. Tampoco la ciudad castellana le pareció buen lugar para asentarse dado que a su llegada se hallaba Roma la chica inmersa en un levantamiento cantonalista que a Olegario no le daba buena espina.
—Aquí no hay quien pare, padre —le dijo Olegario a Ian que a sus casi sesenta años no deseaba otra cosa que acabar de una vez, quizás para siempre, la escapada que hacía tres semanas ambos habían iniciado en Laguardia—. Pienso que deberíamos salir cuanto antes de la ciudad no vaya a ser que nos confundan con seguidores de Carlos VII. Con el dinero que hemos logrado sacar de Álava creo que podríamos llegar hasta Ávila, quizás incluso hasta Madrid.
—Olegario, ¿no te parece que ya va siendo hora de que nos detengamos? — respondió con cansancio increíble el aitá a lo que consideraba ensoñaciones de su hijo—. Si tú no quieres hacerlo, déjame al menos a mí aquí, estoy que no puedo más.
Con lástima, pero con inmenso amor miró Olegario a su anciano padre pensando que éste tenía razón, que ya estaba bien de deambular por caminos peligrosos llenos de salteadores en medio de una guerra civil entre españoles que amenazaba con acabar con ellos. Además ir a Ávila por el camino real donde los cristinos estaban apostados prestos a detener a cualquiera, sospechoso o no de ser partidario de los tradicionalistas, o del levantamiento cantonalista, eso daba igual, sería suicida. Por otra parte decirle al aitá que no iba a hacerle caso acabaría con él. Estaba, pues, Olegario inmerso en un auténtico mar de dudas.
Desde hacía mucho tiempo, desde siempre decían algunos, en Laguardia y sus alrededores los Yuste se habían dedicado a la ganadería ovina. Llegaron a tener poco antes de la primera asonada carlista, allá por 1830, más de 4000 ovejas de las que obtenían leche para fabricar quesos y lana en cantidad que vendían a viajantes catalanes que una vez cada diez o doce meses se acercaban a la casa y finca que el abuelo de Ian había adquirido aprovechando las oportunidades y el desconcierto desatados en la zona durante el trienio liberal. En medio de grandes dificultades por la evolución de la política, pero más bien que mal, en el caserío Txillarre, nombre que el fundador le dio por el clima de la zona, frío, pero magnífico para la cría de ganado lanar, los Yuste fueron capeando el temporal. Una vez que el conflicto carlista vino a centrarse más en Cataluña que en Vascongadas, —así era como Ian, en ese momento ya cabeza de los Yuste, gustaba de nombrar a su tierra—, la familia se creyó fuera de las dificultades. Es más, con la guerra en Cataluña la pequeña explotación vasca (Txillarre – txiki) conoció un esplendor inusitado que les hizo acumular buenos ingresos con las ventas que hacían de lácteos y de lana a quienes desde Navarra y los señoríos vascos apoyaban el levantamiento catalán.
La suerte es tornadiza e igual que no hay mal que cien años dure, tampoco la felicidad es eterna ni puede uno dormirse en los laureles. En un momento de paz larga, cuando los cristinos, con la situación más o menos controlada, iniciaron las previsibles purgas de colaboracionistas como ellos, Ian y los suyos vieron cómo se les cerraba el grifo de la prosperidad. Fueron unos años de transición que siempre el patriarca y su ya adolescente hijo Olegario pensaron que pasarían, que todo se olvidaría y que las aguas volverían a su cauce. Sería suficiente con callar y a partir de ese momento no significarse con ninguna facción. Pero no era sencillo; y es que hacer negocios con carlistas, cristinos, isabelinos y ahora, ya en el último cuarto de siglo, con los alfonsinos, no era fácil de explicar.
Olegario creyó que debían buscar un lugar donde pudieran reinventarse, un lugar donde no fueran mal vistos por unos u otros. Había que esconder el pasado y sobre todo no caer prisioneros de nadie. Por eso, en Salamanca meditaba: ir por el camino real, abierto a todos los peligros no era buena idea. ¿Y si fueran por la sierra? Seguro que la aspereza de la zona no favorecería el tránsito de animales del ejército arrastrando pesadas piezas de artillería. Sí, esa era la solución. Y así fue como Olegario y su ya muy débil padre arribaron en 1874 a Béjar.
La ciudad serrana había ya olvidado el levantamiento cantonalista que cuatro o cinco concejales habían impulsado. Parecía que la paz había llegado a la laboriosa ciudad castellana que desde tiempo inmemorial había tenido industria textil. La cabaña ovina que siempre existió en la sierra sirvió de base al negocio transformador de la lana; un negocio que en el XIX fue floreciente especialmente a raíz de que Isabel II hiciese a Béjar suministradora oficial de uniformes y prendas de vestir del ejército realista. Olegario pensó que sus conocimientos del negocio de la lana al que desde siempre se había dedicado su familia eran una magnífica base para asentarse en la ciudad e intentar prosperar en ella. Así, en 1875, en Béjar se inauguró la fábrica textil Yuste, proveedora de la Corona.
Hizo bien Olegario en elegir asentarse en Béjar evitando hacerlo en Ávila, ciudad que quedó semimuerta en esa época y que laboralmente se decantó por la ganadería y no por los telares. Estos fueron el terreno en el que los Yuste triunfarían desde que arribaron en 1875 hasta hoy mismo, día en el que Emilio Yuste, tercer Emilio de la saga Yuste, llora al ver cómo todo los esfuerzos familiares se acaban de ir por el sumidero de la historia.
Olegario, muerto Ian al poco de llegar a la industriosa ciudad, conoció a Emilia Olmedillo, hija de uno de los socios de una hilatura que desde hacía dos décadas surtía de paños y telas a la comarca. De los amores entre Olegario y Emilia nacieron varios retoños: algunos no resistieron las inclemencias climáticas del lugar muriendo pronto y otros, como el primero de los Emilios y sus hermanos, supusieron la base humana de lo que más tarde sería una empresa textil renombradísima.
—Parece que los obreros hablan de huelga —comentó Emilia a su marido, ya con bastantes años, y a su hijo Emilio que ahora dirigía la fábrica.
—Bah, no creo que se atrevan a hacerla —le respondió Olegario, mirando con autoridad a Emilio, quien desde chico dio muestras de poco carácter—Tú, por si acaso —dijo poniéndole una mano sobre los hombros al por el momento inexperto factótum empresarial— sé duro con ellos. No permitas que se te suban a la chepa. Has de saber que lo único que quieren es despojarnos de la propiedad. Ellos, que no saben hacer la O con un canuto salen ahora con eso de “Ni Dios ni amo”. Pues estamos aviados si dejamos de creer en los valores que nos legaron nuestros mayores. Antes de dejar la fábrica en sus manos la prendes fuego, Emilio. Fíjate lo que te digo.
Aprovechando el clima político general de España y su caciquismo rampante Emilio supo aliarse con los otros dueños de industrias textiles bejaranas y consensuar una solución al conflicto. La encontraron en una contrata con el ejército inmerso en esos años en múltiples conflictos. Se alió Yuste especialmente con Luis Izard experto en la confección de uniformes y más tarde con Pablo Farrás, catalán instalado en Béjar desde ya hacía años con muy buenos contactos en Manresa a través de familiares suyos dedicados también al textil. Los tres industriales lograron pacificar la revuelta con promesas de mejoras salariales gracias, según dijeron a los representantes de los trabajadores, de la próxima llegada del ferrocarril que serviría para sacar el producto de las fábricas y colocarlo pronto en los puntos de destino.
—¿Qué pasa, Pablo, con el ferrocarril? —preguntaban Luis y Emilio un día sí y el otro también a Farrás, quien tenía conocidos políticos en Madrid y empresariales en Cataluña—. Muchas promesas nos hicieron pero Sagasta, a pesar de ser ingeniero de caminos, sólo ha dado fondos para realizar un par de túneles. Ya va para diez años que nos prometieron el tren y…
—Sí, sí, ya lo sé —respondía el interpelado—. He preguntado a mis contactos en Madrid y me dicen que el presidente está más preocupado por los conflictos en Ultramar que ocupado con el desarrollo económico de esta zona. —Y prosiguió diciendo—: mis familiares manresanos me cuentan que a diferencia de aquí ellos están funcionando a todo gas, pues están recibiendo muchos encargos del gobierno central por la Guerra del Rif. El ferrocarril está haciendo que los negocios prosperen por allá espectacularmente.
—Pues quizás haya que ir pensando en cerrar la fábrica y marchar a Manresa, ¿no os parece? —intervino pesaroso Izard a quien las huelgas y la acumulación de telas sin darles salida lo estaban asfixiando económicamente.
—No, eso nunca —en contra de su habitual comportamiento, Emiio levantó la voz—. Creo que debemos de permanecer aquí. Todo pasará y todo mejorará… —y su voz fue apagándose revelando así su escaso convencimiento en lo que decía.
El tren no llegaría al lejano oeste español hasta 1896. El tiempo que pasó desde que se prometió, a principios de los ochenta, junto a la climatología que llegó casi a secar el río Cuerpo de Hombre, hizo que muchos empresarios cerraran sus negocios y se dedicaran a otra cosa o como Izard o Farrás fueran a unir sus fuerzas con las de los productivos manresanos. Emilio, sin embargo, permaneció al pie del cañón. Tras muchos años con enormes dificultades, su hijo, también de nombre Emilio, logró, una vez establecida la comunicación ferroviaria con Salamanca, un jugoso contrato de confección de uniformes con el ejército inmerso en muchos charcos internos y externos. También, como a todo el país, ser neutrales durante la Primera Guerra Mundial le supuso un alivio y mucho negocio al servir Emilio II uniformes a aliadófilos y germanófilos. La guerra y luego la reconstrucción de Europa hizo entrar mucho dinero en la caja de Manufacturas Yuste y en aquella otras que aguantaron como pudieron la sequía de agua y comunicaciones de fin del siglo anterior.
También en tren llegó a Salamanca desde Sevilla en 1936 un general golpista de nombre Francisco que sentó sus reales en el Palacio del Obispo y que desde ahí telefoneó a Emilio Yuste II:
—Quiero que me uniformes a todo el ejército nacional, Emilio. Y no acepto un no por respuesta. La cosa está muy mal y los catalanes aún no se han dado cuenta de donde está la verdad bendecida por el Cardenal Gomá. Pero caerán pronto; eso sí no pienso encargarles ni un botón hasta que no me reconozcan debidamente.
—Sí, mi general —respondía mecánicamente Emilio a todo cuanto el ferrolano, de escasa estatura en todos los sentidos, le iba diciendo—, sí…., sí… naturalmente… así debe ser…, claro…
Yuste S.L. se constituyó en esos años aciagos trabajando todo el proceso textil. Franco le brindó, gracias a sus contactos con Alemania, la posibilidad de adquirir la maquinaria más moderna del momento: abridores, procesadoras, hiladoras, telares y tejedoras. Con ellas pudo cumplir con los compromisos y contribuir a que sus fábricas bejaranas funcionasen a tope. La plantilla de sus plantas aumentó extraordinariamente y Béjar fue agradecida con él nombrándolo alcalde, si bien en esa época los nombramientos eran digitales.
Hoy Emilio Yuste III llora al ver partir al último camión con la ‘Y’ gigante impresa en su lona. Es el final de una travesía. No hay guerras a las que subirse para medrar ni trenes o sequías a los que culpar. Hoy, mejor dicho, desde hace ya varias décadas, el enemigo es silencioso. Se llama globalización. Los productos se compran en cualquier lugar del mundo y los paños que vienen de China han arrasado el comercio textil y las industrias que les proveían de productos. El comunismo capitalista —paradoja de las paradojas— acabó con todo. También con Béjar, que competía en todo con Salamanca a la que recibía en los enfrentamientos deportivos con el “amistoso” lema de “La ciudad de Béjar saluda al pueblo de Salamanca”. Y es que Béjar fue durante muchos años del siglo XX y anteriores mucho más ciudad que Salamanca. Tanto era así que en la capital de la provincia cuando alguien caminaba por medio de la calzada se decía eso de “¡Hala, míralo por mitad de la calle, como los más ricos de Béjar!”.