Revista En Femenino
Hoy os traigo otra entrada de Madame Ogou:Esta semana se cumplen exactamente cinco años desde que conocí al Señor Ogou. La próxima, dos años desde que Miguel aterrizó, vía cesárea de urgencia, en nuestras vidas. Desde mi punto de vista, se trata de dos milagros totalmente inesperados que dieron un giro completo a mi existencia y sacaron a relucir mi auténtico yo. De dos revelaciones tipo San Pablo corriendo a matar cristianos y cayéndose no una, sino dos veces, del caballo.El encuentro con el Señor Ogou me demostró que podía ser que no estuviera condenada inexorablemente al reumatismo y la dentadura postiza en soledad. Miguel, que no había nacido con las trompas de falopio tan inútiles como si me las hubieran sellado al nacer y que hay amores que no puedes ni imaginarte. Ambos me probaron que no sabía nada de la pareja ni de la maternidad y que me pasé la vida hasta ellos metiendo la pata vergonzosamente cada vez que abría la boca para dar un consejo o una opinión al respecto.Hace apenas un mes que me encontré con tres amigas solteras y enteras para almorzar. Están en la edad en que el reloj biológico les impide pensar en otra cosa con su tic tac amenazador in crescendo y buscan reafirmarse como madres futuribles o como candidatas al ligamiento de trompas con cada madre que se encuentran. Me comentaron que no hay cosa que les irrite más que las amigas que se embarazan y les explican, con suficiencia de miembro de un club muy exclusivo, que no pueden entender la maternidad hasta que están en el ajo. Aparté mis cubiertos un momento, me limpié la boca con la servilleta y les espeté, con cariño y firmeza: "Tienen razón, lo siento".Nadie ni nada pueden prepararte para la maternidad más que la maternidad en sí. Y, a veces, ni siquiera eso. Lo entendí en la primera semana en casa, recién llegada del hospital con Miguel y mis grapas, cuando la tremenda carga de lo que estábamos haciendo se me hizo patente en toda su increíble grandeza sin enfermera o apoyo cerca más que el del Señor Ogou, tan desorientado y aterrorizado como yo con nuestra situación.Tuve que ser madre para poder tirar a la basura el libro de Estivill Duérmete niño. Antes, creía que lo normal era que el niño tuviera su habitación desde que salía del hospital y que durmiera solo y observaba con conmiseración y superioridad a las madres débiles que les permitían dormir con ellas hasta los tres o cuatro años. Antes de Miguel, respetaba a Supernanny. Tras la caída del caballo denominada parto y maternidad, entendí el colecho, consideré a Estivill un nazi y me arrepentí de haberlo regalado a mi cuñada, error fatal que creo que jamás me perdonarán mis sobrinos.También tuve que ser madre para entender la fuerza del instinto y enamorarme de la lactancia materna. Había tenido pocos, pero algún ejemplo de LM cerca, y consideraba que el biberón era algo normal, asumible. Fui a grupos de apoyo durante el embarazo y recibí la información típica en estos casos, pero sólo Carlos González y la odisea de intentar que Miguel se prendiera, más la recompensa de poder alimentarlo, me empujaron a seguir agarrada al sacaleches contra viento y marea hasta ahora. Y que Nestlé me perdone, pero no puedo evitar considerar las leches artificiales casi como veneno, aunque sé que no hay otra solución para muchos padres. El vínculo, la plenitud como mujer, la salud, ... todo te empuja a abrirte la camisa y ofrecerle los pezones al niño. Creo que resistirse a ese impulso es mucho más difícil que seguirlo.Así que aquí estoy, emparejada y madre contra todo pronóstico, con los pechos al aire cual sueca en película de destape y diciéndole a todos aquellos a los que mortifiqué con comentarios estúpidos y desinformados y con consejos bienintencionados pero ignorantes, que no lean a Estivill, que le den una oportunidad a la lactancia materna y que dejen que el instinto y los churumbeles les sirvan de guía para ejercer de padres. Sobre todo, que los disfruten, que crecen rápido y se escapan entre las manos. Que la naturaleza es sabia. Y que, como el maestro Oogwei diría, no hay que vivir del pasado ni preocuparse por el futuro, sino vivir el presente, que como su nombre indica es un regalo.