Nicolás Emilio García Palacios
Melanocosmos
Indudablemente, parte el alma tener que asistir al espectáculo donde África representa un papel dramático, espeluznante. Hago referencia principalmente al África Subsahariana, o África Negra; excluyéndose, entonces, el territorio identificado como África Sahariana o África Blanca, que corresponde a la zona septentrional: Egipto, Marruecos, Túnez, Argelia, Libia y Mauritania; países éstos de alta influencia árabe.
En efecto, lo que parte el alma es testimoniar cómo, pese a que desde hace muchos años se habla de la descolonización de África –proceso que arrancó en firme después de la Segunda Guerra Mundial-, hoy en día se puede decir sin lugar a equívocos que dicho continente todavía está sometido a las ignominias de muchas cadenas que lleva encima: Las altas tasas de morbimortalidad por epidemias como el sida y la malaria, principalmente; la inseguridad alimentaria (hambre, desnutrición), males causados por la miseria; el analfabetismo, la sobrepoblación –aunque haya pobreza las máquinas de hacer hijos funcionan sin tregua-; la trata de personas –esclavitud-, la inestabilidad política, la infaltable corrupción, el endeudamiento externo, los conflictos tribales que aún se heredan de generación en generación, el saqueo de los recursos naturales y, desde luego los conflictos bélicos internos –guerras civiles-.
Las guerras civiles, desafortunadamente, han estado presentes en África desde hace mucho tiempo; y lo más triste es saber, o presumir, que las esperanzas de que tal espiral de violencia y barbarie, y de postración social generalizada, encuentre la señal de stop como que se van desvaneciendo con el tiempo; pues, en lugar de que se vean mejoras, queda la percepción de que todo va empeorando, sin desconocer avances importantes que han tenido algunos países (Sudáfrica, Sierra Leona, Angola, Botsuana), en lo político, económico y social en general. Este panorama sombrío se advierte pese a los esfuerzos que se han hecho desde adentro y afuera tratando de poner orden en casa. Se trata de conflictos armados que se desencadenan principalmente por el afán de construir y mantener hegemonías políticas –escenario en el que abundan la corrupción, el nepotismo y otras prácticas antidemocráticas que, a la vez, implican desigualdades sociales que se convierten en germen de la violencia-; por motivos religiosos y culturales en general, por el afán de conseguir dinero fácil (narcotráfico, tráfico de armas, contrabando...), por el control de los recursos naturales –petróleo, oro, cobre, marfil, estaño, uranio, coltán, diamantes, etcétera-. Vale tener en cuenta que esto no solamente está en cabeza de los africanos; sino, que aquí participan otros países interesados en tales recursos: Estados Unidos, Francia y China, mayúsculamente. No me parece algo descabellado –y aunque no tenga las evidencias al respecto- manifestar que dichos países en determinados momentos propician encubiertamente los mencionados conflictos internos. ¡Claro!, mientras los africanos se matan ellos aprovechan para pescar en río revuelto. No es mentira que hoy hay en África unas multinacionales que han creado ejércitos de mercenarios; bien sea con el argumento de proteger sus intereses (infraestructuras físicas y dinero), o de atizar la hoguera precisamente para luego valerse del caos suscitado con ocasión de los conflictos civiles. En suma, esto corresponde a una dinámica donde prevalecen los intereses personales (los de los países extranjeros dominantes, y los de los gobernantes africanos corruptos), antes que los colectivos (los de los africanos en conjunto). Las ayudas humanitarias que han llegado a África a lo largo de varios años, destinadas por la comunidad internacional –gobiernos y ONGs privadas-, sin duda han servido de algo –o mucho en otros casos- para mitigar males como el hambre, controlar los problemas de salud, y en cierto modo para lograr la pacificación de algunos territorios. No obstante, al hacer un balance detenido hay razones para inferir que los resultados no han sido los esperados. Es que mientras existan intereses –internos y externos-, en el sentido de lograr beneficios para unos pocos, siempre habrá rivalidades que se tratarán de resolver recurriendo a la violencia y a otras conductas reprochables. Mientras África esté plagada de gobernantes y dirigentes corruptos, tales ayudas humanitarias no son más que paños de agua tibia. África necesita que los países que hacen presencia en ella se dejen de hipocresías –con el pretexto de ayudar van buscando los recursos naturales y otros intereses en torno a la geopolítica-, que se avance en los procesos tendentes a fortalecer la educación; que se intensifiquen los esfuerzos para prevenir el sida, el paludismo y otras enfermedades que producen muchas muertes en la población; que la corrupción sea metida en cintura (cosa difícil, más no imposible); que la comunidad internacional –en cabeza de la ONU, sin que esto se asuma como intervencionismo malintencionado- mire con una lupa más efectiva los grandes problemas que dan lugar a otros que, siendo menores, no permiten que avance la locomotora del progreso, de la transparencia, de la democracia y de la pacificación. O, en últimas, habría que pedirle a Dios que baraje y reparta nuevamente el naipe en África, con la perspectiva de que surja un territorio libre de todos los males aquí señalados. Aunque, a decir verdad, esto de barajar y repartir de nuevo el naipe debería hacerlo Dios con el Mundo entero; pues, muchas cosas calamitosas que suceden en África también se presentan a lo largo y ancho de la Tierra, desafortunadamente. Lo de que Dios baraje y reparta nuevamente el naipe en África y en el Mundo, desde luego, no es más que una expresión figurada en medio de la desesperanza que uno experimenta al evidenciar que la situación cada día parece tornarse más compleja. Indudablemente, pese a las grandes dificultades no hay que tirar la toalla, no hay que claudicar en los esfuerzos en procura de encontrar la brújula que permita que África y el Mundo en general se dirijan por los caminos que los conduzcan hacia buen puerto, hacia el destino correcto; lo cual, necesariamente, implica anhelar que la Humanidad prescinda de abrazar y poner en práctica los antivalores que son la génesis de sus males: Egoísmo, codicia, indiferencia social, intolerancia, oportunismo o arribismo, maquiavelismo (“todo vale”, “el fin justifica los medios”), entre muchos otros igualmente abominables. En verdad, ¡cómo me duele África!
El autor invitado nació en Quibdó, Chocó, (Colombia). Estudió Filosofía y Letras. Escribe poemas, relatos, ensayos y notas de opinión sobre Historia, Política, Filosofía y Sociedad en general. Trabaja en la la Secretaría Distrital del Gobierno de Colombia.
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