Intento recordar las dos veces que he ido a París. Esos momentos en que no tenía un blog y las historias quedaron registradas en ninguna parte. Siempre llegué a París bajo lluvia. La primera vez, una mañana calurosa de agosto del 2002, con 42 grados a pleno mediodía y una llovizna que al contrario de refrescar el clima, lo volvía más inclemente. Habíamos manejado cuatro horas desde Trier, la ciudad más antigua de Alemania, entre autopistas largas y aburridas, pero con un paisaje siempre verde y del que ya no tengo muchos recuerdos.
La segunda vez, otra mañana de agosto, pero de 2009. No hacía calor, pero la lluvia había despertado temprano a la ciudad. Las calles mojadas, incluso el ánimo. El cielo completamente gris. Pero uno llega a París y eso no parece importar, porque cuando el tiempo apremia, como me sucedía por esos días, no hay que detenerse a esperar que escampe, a que salga el sol. Uno se lanza a las calles como quien va por ahí buscando un tesoro e intenta que en la mirada se grabe la mayor cantidad posible de cosas. Así viajaba yo antes: apurada, porque mi trabajo no me permitía ir a otro ritmo. Hacía un viaje de Caracas a París que duraba siete días y en el que tenía que ir a seis o siete ciudades más en ese mínimo lapso de tiempo. Disfrutaba y mucho, pero uno va tan rápido que no hay tiempo para asimilar la ciudad. De no ser por los itinerarios fijos que tenía, creo que lo mejor habría sido convencer a alguno de mis compañeros de viaje y alquilar un carro en París para ver lo que había que ver con mucha calma y así cubrir más distancia en pocos días. Pero el agite no nos dejaba.
Lo cierto es que París enamora. Tiene un yo no sé qué, que va conquistando los sentidos desde el primer café que te sirven en la mañana, con esa porción exacta de mantequilla para acompañar el pan. La gente aquí tiene estilo. Las calles de París son una pasarela, son un libro gigante lleno de historia. Nublada o no, París se muestra como una mujer misteriosa. Tienes que preguntarle, acercarte, indagar en ella para que te cuente sus cosas.
Una mañana, lluviosa claro, caminé desde la esquina del Hotel Scribe donde me estaba hospedando. Apenas a una cuadra, se alza el famoso Teatro de la Ópera al que nunca he entrado ni por casualidad. Un poco más allá, las famosas Galerías Lafayette a las que sí entré en los dos viajes para saciar una curiosidad que no me pertenecía. Di la vuelta en alguna esquina, perdida entre las fachadas de los edificios. Me gustan, me imagino viviendo en alguno de esos pisos con una ventana amplia, pintando por las tardes, leyendo por las mañanas y tomando algún vino durante uno que otro atardecer. Fascinada, me compro un dulce y un café en Fauchon y fue así como supe que justo al frente está la Iglesia de la Madeleine, de la que no me dio chance de saber más nada.
Sigo entre las tiendas, las calles angostas y las amplias; veo al Arco del Triunfo desde lejos y no me detengo. Entro por otras calles y me consigo al famoso Buddha Bar. Mientras camino, veo a la Torre Eiffel desde varios ángulos, pero nunca me acerco lo suficiente. Llego hasta la Plaza de la Concordia, pero nadie me cuenta su historia. Había que decidir: ¿izquierda o derecha? Izquierda mejor, para no perderme. No cruzo más calles, sigo siempre derecho y los carteles me anunciaban la cercanía del Museo del Louvre. En el 2002 visité el museo, lo caminé apurada buscando la Mona Lisa para quedarme con la sensación de que era muy pequeña, aunque me vine contenta después de aseverar que la Venus de Milo me parecía interesante. Así que ahora que lo pienso, no sé porqué tuve el interés de volver a ese lugar cuando apenas tenía una hora y al menos podía ver otro sitio distinto. Pero fui, y antes de llegar me tropecé en una esquina al famoso Hotel Regina que más o menos detallé mientras esperaba el cambio del semáforo y fue en esa misma calle, cuando conseguí a la Librería Galignani de la que ya he hablado antes. Para mí, uno de los mejores sitios que he podido descubrir.
Lo bueno de ir hasta el Louvre en esa ocasión es que entré por otra parte. Fui desandando los jardines hasta ver la pirámide marcando la entrada. Llegué agitada, con la sonrisa orgullosa. ¿Y ahora? Pues nada, ya lo vi. De lejos, pero lo vi. Me tenía que devolver y rápido porque me quedaba poco menos de 35 minutos y había caminado mucho más de quince calles. Así que di la vuelta y aceleré el paso... tanto, que sentía que me desintegraba, que iba dejando zapatos, medias, piernas y brazos por las calles de París.
Llegué a la esquina del Hotel Scribe, con las palabras pegadas a la espalda. Subí ocho pisos, busqué el equipaje, bajé al tiempo justo en que una camioneta nos esperaba para llevarnos a la estación de trenes, desde donde partiríamos a Toulouse al borde del mediodía. Así que cuando me escuchen decir que quiero volver a la ciudad, es solo porque necesito recorrerla y entenderla y esta vez sí ir con alguien más, reservar un carro desde París e irnos por ahí a recorrer pueblos cercanos, sin prisa.
[En la primavera del 2017 volví a Francia, fue un viaje lento de tres meses por algunas pocas ciudades de Europa. París estaba allí, llamándome. Tenía amigos que me ofrecían un sofá, irnos por ahí, hacer el recorrido que quería. Pero me quedé en Montpellier y luego me fui a Marsella y dejé a París ahí, esperando. Sabía que tendría pocos días para estar en la ciudad antes de volver a Madrid y no quería agites. No quería volver a caminar París como no se debe]