Felicity Hayes-McCoy, escritora irlandesa.
Fui una niña de ciudad, criada en Dublín en los años 50-60'. Por aquella época, el día 17 de marzo estaba repleto de cintas verdes brillantes, una para cada niño de la familia, con arpas de papel dorado e imperdibles dorados para colocarlos en los abrigos. Cada año nos los enviaba mi abuela por correo desde el campo, con un trozo de cinta extra especialmente para mí.
Mi primer recuerdo del Día de San Patricio es de cintas verdes atadas al final de mis trenzas, el brillo del arpa dorada que adornaba mi abrigo y un ramo de tréboles remetido entre la cinta del sombrero de mi padre mientras caminaba junto a él rumbo a la iglesia para acudir al oficio matinal.
Los tréboles también venían del campo, empaquetados con cuidado en una caja de papel arrugado y húmedo, aún milagrosamente verdes y frescos a pesar del viaje en el tren del correo y del accidentado trayecto que recorría la bicicleta del cartero para llegar hasta nuestra puerta.
No sé muy bien por qué ese ramillete de tréboles verdes estaba reservado para el sombrero de mi padre, mientras que el resto de la familia llevábamos arpas y cintas.
Pero recuerdo que mi madre tenía un broche de esmalte verde en forma de trébol con una perla en el centro que se pasaba todo el año en su joyero y que solo sacaba el Día de San Patricio para lucirlo en el vestido.