Ya no quedan siquiera recuerdos de aquellas marejadas de sexo nocturno sin prisas ni misericordia alguna sobre las conciencias, ni vestigios de aquellas largas caricias para despertarnos del aletargado sueño de después.
No perdura marca alguna de deseo en nuestros cuerpos blancos cargados de invierno, ni quedan huellas en las sábanas de las guerras sin cuartel acaecidas tras las necesarias reconciliaciones.
No se sostienen ya las miradas en los espejos del baño después de una cálida ducha juntos, ni están desperdigados por el suelo de la cocina los trastos que sobraban en la encimera después de usarla furiosamente como una improvisada mesa de juegos.
Nada se conserva de aquella cera derretida durante las madrugadas simulando caminos al paraíso de la imaginación, ni del olor de la vainilla quemada para aromatizar estancias, ni de los besos que nos escocieron los labios hasta hacerlos hervir de fiebre.
Hace mucho que la cama se convirtió meramente en un solitario lugar de reposo compartido, en el que no sucedía nada interesante que no fuera el soñar con una realidad diferente: mucho más cálida y necesaria para que brotaran las sonrisas.
La renuncia de la carne vino justo después de descubrir que eran las almas las que ya no se necesitaban para complementarse, ni se buscaban ansiosamente para reconfortarse, ni querían nada ajeno que no fuera la pura y simple paz del silencio.
Y esa renuncia de las almas llegó al tiempo de descubrir que existía detrás de todo una cara no vista de la realidad que al otro lo dejaba siempre mal parado, triste, solo, incomprendido, ninguneado y perdido.
No tenía pues, sentido, continuar ya con una farsa de costumbres innecesarias, hábitos mal soportados, cariños malentendidos, explicaciones absurdas, gestos no requeridos de cara a la galería y burlas no justificadas.
Cuando se marchita el amor, seca también al deseo tal y como el sol de Julio agrieta la tierra, y lo que inicialmente parecía simple sed acaba convirtiéndose en la costumbre de vivir sin el riego de las emociones, de la sensibilidad, de la comprensión y del deleite.
Sobra todo y sobran todos: con sus opiniones no solicitadas, con sus consejos de azucarillo matinal, con sus buenas o malas intenciones apoyadas en el desconocimiento de la realidad y con los tibios ofrecimientos de una ayuda que sólo es efectiva y desinteresada en muy contadas ocasiones.
Por eso, muerto ya todo lo realmente importante, y aparcados el rencor hacia la pasión difuminada y la nostalgia de lo que quisimos que fuera y no conseguimos hacer, con la frialdad incrustada en los tuétanos y el desconcierto instalado en los bolsillos, con el pasado agrietando los recuerdos, el presente yermo como un campo abandonado y el futuro tan incierto como lo desconocido, lo único que me queda por preguntarte antes de coger la puerta para no volver a abrirla nunca más es: ¿cómo nos repartimos los discos?…
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