Dice Jesús Laínz en su último libro, “España contra Cataluña. Historia de un fraude” (Encuentro, 2014) que el pecado más característico de los españoles no es, como siempre se ha dicho, la envidia, sino esa clase de masoquismo colectivo que lleva a grandes sectores de nuestra ciudadanía a ubicarse en algún punto del continuo que transcurre entre el mero desdén y el odio furibundo hacia nuestro propio ser colectivo, en suma, la hispanofobia. Singular característica esta de los españoles que hace que seamos el país de Europa y de nuestro área geopolítica con menor grado de patriotismo. Y puesto que esta falta de cohesión social ha de afectar, sin duda, al rendimiento y a la eficacia a la hora de llevar a cabo nuestras tareas colectivas, conviene intentar saber el por qué de un fenómeno tan peculiar (pido perdón porque reiteraré algunos argumentos expuestos anteriormente: es porque este artículo se publicará también en el periódico digital Burgos Conecta, y allí será nuevo).
Todos los expertos coinciden en afirmar que 1898 fue un año decisivo en lo que se refiere a la crisis de nuestra conciencia nacional. En vísperas de nuestro enfrentamiento con Estados Unidos en Cuba y Filipinas, la propaganda norteamericana e inglesa reavivó de una manera especialmente intensa la Leyenda Negra que sobre España y los españoles venía circulando desde el siglo XVI por todos los mentideros de la opinión pública europea y americana. Esta Leyenda Negra se fundamenta en un conjunto de hechos condenables, con una base real, pero disparatadamente exagerados, referidos sustancialmente al modo en que tuvo lugar el descubrimiento, conquista y colonización de América por nuestros antepasados, así como a la eventual demostración de la intolerancia y fanatismo que caracterizaría a nuestra raza, expresada de modo culminante en los aciagos eventos que protagonizó nuestra Inquisición. Julián Marías describió la Leyenda Negra como “la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura”. La forma en que los españoles del 98 metabolizaron aquella propaganda de guerra, unida a la humillación por la derrota que condujo a la pérdida de nuestros últimos territorios de ultramar desembocó en un desorbitado descenso de nuestra autoestima colectiva que generó unos efectos catastróficos que todavía hoy sufrimos de manera dramática y que llegarán a ser fatales si, de modo ya perentorio, no los ponemos remedio.
(esta viñeta está publicada asimismo en el libro de Jesús Laínz) Efectivamente, a partir de entonces se llevó a cabo, para empezar, una revisión hipercrítica de nuestra historia por parte de una intelectualidad en la que su identificación con la idea de España empezaba a resquebrajarse. Esa intelectualidad se aglutinó en gran medida en un movimiento que se llamó Regeneracionismo; su máximo exponente, Joaquín Costa, decía, entre otras cosas, que España era una nación frustrada, que “debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido”; y Azaña, otro de los mentores de este movimiento, insistía en el error global de una historia que había que enderezar para asegurar la pervivencia de España. La influencia de tales ideas sobre el conjunto de la sociedad española fue enorme, decisiva, y cuando llegó la II República, lo hizo impregnada de ese espíritu sombrío que, premeditadamente o por negligencia, empujaba hacia la disociación y el desgarro de nuestro ser colectivo (en el extremo contrario, fueron surgiendo otros movimientos que pretendieron convertir nuestra historia en una Leyenda Rosa tan desacertada como aquella otra Negra). Enlazando con los previos efectos disociadores de nuestro desastroso siglo XIX, el cuerpo social en su conjunto empezó a resquebrajarse y deshilacharse, fenómeno a partir del cual fueron aflorando opciones políticas que empujaban al enfrentamiento con el sistema establecido, entre ellas los nacionalismos centrífugos, respecto de los cuales podríamos decir que 1898 fue prácticamente una fecha inaugural. El respeto a la ley, el cauce fundamental con que para su desenvolvimiento cuenta una colectividad cohesionada, empezó a deteriorarse cada vez más, lo cual hay que tener muy en cuenta a la hora de tratar de entender ese gran fracaso colectivo que fue nuestra Guerra Civil.
Pero no solo para comprender aquello; aunque de forma no tan virulenta, nuestra disociación colectiva sigue siendo hoy el principal de nuestros males: los nacionalismos han llegado a un punto máximo de exasperación; muchos de nuestros políticos, no encontrando en este ambiente razones por las cuales subordinar el interés personal al colectivo, están convirtiendo la función pública en el más corrupto puerto de arrebatacapas; y los partidos mayoritarios (y otros que están emergiendo con fuerza arrolladora y que, a despecho de sus proclamas populistas, serían capaces incluso de llevarnos a Guatepeor) no es que no hayan sabido generar un movimiento de revitalización de nuestra identidad nacional, sino que se han apuntado al dinamismo que nos va hundiendo en lo contrario.
El poeta catalán y destacado miembro del movimiento cultural de la Renaixença, Joan Maragall, abuelo de Pascual Maragall, el que fue presidente de la Generalidad catalana, en vísperas del estallido bélico de 1898 con Estados Unidos, dejó expresado de esta manera el estado de ánimo que estaba aflorando por entonces en muchos españoles: “Creemos llegada a España la hora del sálvese quien pueda, y hemos de desligarnos bien deprisa de todo tipo de atadura con una cosa muerta”. La pulsión autodestructiva que al amparo de aquella viciada manera de comprendernos a nosotros mismos se puso en marcha por entonces sigue viva. A ratos, incluso, esto empieza a parecerse a una desbandada general. Algunos pensamos, sin embargo, que si comprendiéramos a tiempo la índole de nuestros males y empezáramos a movilizarnos en la dirección correcta… no sería tarde todavía.