Richard FordHispanista inglés (Londres, 21 de abr de 1796/Exeter, 31 de ago de 1858)
1844 Manual para viajeros por EspaĂąa1846 Cosas de EspaĂąa
CAP�TULO VI
Richard Ford, 1846Diremos algo acerca de los ferrocarriles espaĂąoles, pues la manĂa de Inglaterra ha traspuesto el Pirineo, aun cuando sea mĂĄs de palabra que de hecho. Es cierto que se dice que no hay ferrocarril en ninguna de las ciudades del nuevo y el viejo mundo en las que se habla espaĂąol, y probablemente por inconvenientes que no serĂĄn los filolĂłgicos. En otros paĂses, las carreteras, los canales y el comercio, preceden a la vĂa férrea, y en EspaĂąa parece que ésta ha de ser la precursora. De este modo, por la tendencia nacional a la desconfianza y a retrasar las cosas todo lo posible, EspaĂąa se ahorrarĂĄ los gastos y molestias de estos sistemas intermedios y pasarĂĄ de un salto del estado medieval a las comodidades y satisfacciones de Gran BretaĂąa, el paĂs de los viajeros incansables. En este momento se habla mucho de ferrocarriles, y se han publicado una porciĂłn de documentos oficiales y particulares, segĂşn los cuales, «todo el paĂs serĂĄ atravesado en el papel por una red de rĂĄpidas y comodĂsimas comunicaciones», que contribuirĂĄn a crear una «perfecta homogeneidad en los espaĂąoles». Y si grande ha sido el hercĂşleo trabajo de la mĂĄquina de vapor, esta amalgama de la ibérica cuerda de arena rematarĂa dignamente, sin duda, todos los esfuerzos. OcuparĂa demasiado espacio la descripciĂłn de las lĂneas en proyecto, y ya se hablarĂĄ de ellas cuando estén construidas. Baste decir que casi todas ellas se harĂĄn con hierro y oro ingleses. Este extranjerismo puede ofender al orgulloso espaĂąol, al espaĂąolismo, y el poder de resistencia y el horror al cambio, empujados por el vapor inglés, pueden estallar con la fuerza de la RevoluciĂłn Francesa. Nuestros especuladores quizĂĄ puedan demostrar que EspaĂąa es un paĂs que no ha sido hasta ahora capaz de construir o sufragar los gastos de caminos y canales suficientes por su pobre y pasivo comercio y su escasa circulaciĂłn. Las distancias son demasiado grandes y el trĂĄfico, demasiado pequeĂąo para hacer fĂĄcil el ferrocarril; y, de otra parte, la formaciĂłn geolĂłgica del paĂs ofrece dificultades que, de haber tropezado con ellas en el nuestro, se hubiese puesto a prueba la ciencia y habilidad de muchos ingenieros. EspaĂąa es un paĂs montaĂąoso, y por todas partes se elevan barreras enormes que separan unas provincias de otras. Estas poderosas sierras, coronadas de nubes, son sĂłlidas masas de durĂsima piedra, y si alguna vez se intenta perforarlas constituirĂĄ un trabajo digno de topos. No serĂa mĂĄs difĂcil cubrir el Tirol y Suiza con una red de lĂneas llanas; y los que han sido cogidos en la red de que antes hablĂĄbamos, pronto lo descubrirĂĄn a costa suya. El desembolso de ella estarĂa en razĂłn inversa de su remuneraciĂłn, pues el uno serĂa enorme y la obra mezquina. Puede que el parto de estas montaĂąas sea de un muy ratonil interés y aun éste «aplazado».
EspaĂąa, ademĂĄs, es un paĂs de dehesas despobladas: en estas llanuras salvajes, los viajeros, el comercio y el dinero son escasos, y aun Madrid, la capital, carece casi en absoluto de industrias y recursos, y es mĂĄs pobre que muchas de nuestras provincias. El espaĂąol, criatura rutinaria y enemiga de innovaciones, no es aficionado a viajar; apegado a su terruĂąo por naturaleza, odia el movimiento tanto como un turco, y tiene particular horror a ser apremiado; por consiguiente, una mula al paso ha sido suficiente para todas las necesidades de traslaciĂłn de hombres y bienes. ¿Quién, pues, harĂĄ la obra, aun cuando Inglaterra sufrague los gastos? Los naturales unen, a la antipatĂa ingénita que sienten por el trabajo, el odio a ver afanarse al extranjero, aun cuando sea en servicio suyo, con el empleo de su dinero y su energĂa en una empresa ingrata. Los aldeanos, como siempre han hecho, se alzarĂĄn contra el extranjero hereje que viene a «chupar» la riqueza de EspaĂąa. Suponiendo, no obstante, que con la ayuda de Santiago y de Brunel la obra fuese posible y se llegase a realizar, qué podrĂa hacerse para protegerla contra la fiera acciĂłn del sol y contra la violencia de la ignorancia popular. El primer cĂłlera que visite EspaĂąa serĂĄ seĂąalado como pasajero del ferrocarril por los destituidos arrieros, que asumen ahora las funciones del vapor y de la vĂa. Ellos constituyen una de las clases mĂĄs numerosas y tĂpicas de EspaĂąa, y su sistema es una muestra legĂtima de la caravana semi-oriental. Nunca consentirĂĄn que la locomotora luterana les quite el pan: privados de medios de ganar la vida, ellos, como los contrabandistas, tomarĂĄn otro camino y se convertirĂĄn en ladrones o en patriotas. Muchas y muy largas y solitarias son las leguas que separan una ciudad de otra en estos inmensos desiertos de la despoblada EspaĂąa, y no serĂa suficiente una protecciĂłn militar para amparar la vĂa contra la guerra de guerrillas que habrĂa de emprenderse. Un puĂąado de enemigos en cualquier llanura cubierta de monte bajo podrĂa, en un momento, interceptar la vĂa férrea, detener el tren, inutilizar al fogonero y quemar la mĂĄquina con su mismo fuego, particularmente si se tratara de un tren de mercancĂas.