Revista Opinión

¿Cómo seremos mañana?

Publicado el 26 mayo 2020 por Daniel Guerrero Bonet

Nosotros mismos y nuestro mundo alrededor, ¿cómo seremos mañana? Esta es la pregunta que una gran mayoría de ciudadanos, en algún momento, se ha formulado mientras ha estado viviendo la inaudita experiencia del confinamiento al que ha obligado la emergencia sanitaria provocada por la pandemia del Covid-19. Una situación extraordinaria, jamás imaginada, que nos ha tenido encerrados en los domicilios durante más de dos meses, sin poder siquiera visitar a ningún familiar, y teniendo que adoptar nuevos hábitos sociales que obligan guardar distancia ante cualquier interlocutor (conocido o desconocido) y usar elementos de protección, simples barreras físicas (mascarillas, pantallas, guantes, etc.), para amortiguar el riesgo de contagio que, sin esa distancia social, representa toda persona.
Además, unido al parón abrupto de la actividad económica en el conjunto del país, con el cierre de comercios, fábricas, industrias y demás negocios considerados no esenciales, todo ello ha supuesto un cambio súbito y radical en las costumbres y en nuestra manera de ser, una ruptura de la cotidianeidad hasta el extremo de provocarnos angustia e incertidumbres por el futuro, por el mañana que nos aguarda. Un interrogante envuelto en ansiedad que surge porque se ignora si estos cambios serán temporales o permanentes y si afectarán a nuestro “ser y estar” natural, que caracterizaba a la realidad que conocíamos.
Salvo mentes privilegiadas clarividentes, el ser humano no es capaz de saber, cuando asiste de protagonista, si las transformaciones que se producen en cada momento histórico generan un mundo distinto. Se muestra miope a la hora de valorar la importancia de los cambios que caracterizan cada época. Sólo unos pocos perciben de forma inmediata la ruptura del mundo conocido y reconocen el tránsito a una situación nueva, totalmente inimaginable e imprevista. Por ello, cualquier alusión a un posible cambio abrupto que transforme nuestro modo de vida es considerado una visión pesimista, cuando no apocalíptica. Sin embargo, la disrupción de la historia no es infrecuente sino una constante que hace que ésta avance dando retrocesos, no en forma progresiva o rectilínea, a través del tiempo. Por eso, no es descabellado esperar que, tras los cambios experimentados a causa de esta pandemia, que aún no ha sido resuelta definitivamente, el mundo y muchas de nuestras rutinas no volverán a ser los mismos, que aquella forma de vida será irrecuperable. Y aceptarlo es la mejor manera de empezar a amoldarnos a estas nuevas circunstancias, a fin de evitar que causen peores trastornos.
Porque han sido tantas las transformaciones acaecidas en nuestras vidas que el desasosiego ha hecho mella en nosotros, alimentando el pesimismo, la incertidumbre y hasta el temor por un tiempo venidero que vemos de color negro. Y no sólo por las cautelas que hemos de mantener en los usos sociales, sino también por la forma de sociedad a que abocan tales cambios, haciéndola más insegura y recelosa; por las nuevas condiciones laborales, que con el teletrabajo y el aislamiento social inciden en la inestabilidad, la precariedad y discriminación laboral; y hasta por el modelo económico o productivo que parece emerger después de la irrupción del virus. Son muchas, pues, las cuestiones afectadas por la pandemia que deberán ser repensadas y modificadas, si se quiere minimizar nuestra vulnerabilidad frente a futuras y probables emergencias sanitarias de similar o mayor magnitud. Y todas ellas nos instan a redefinir nuestro papel y relación con el mundo que hemos construido, que creíamos controlado.
De entrada, ignoramos o conocemos poco, por lo que no podemos o no nos interesa prever, los patógenos a los que estamos expuestos y cuya infección favorecemos gracias a la osadía con que manipulamos a nuestra conveniencia -comercial- la naturaleza. Así, una tradición local en un remoto mercado de animales ha posibilitado que un germen animal salte al ser humano y se propague endiabladamente por todo el orbe, a la rauda velocidad de nuestra capacidad de intercambios personales y desplazamientos. Mientras se confía en alguna vacuna o fármaco que combata la enfermedad, cosa que tardará cuando menos 18 meses en ser descubierta y estar disponible para toda la humanidad (para el Covid-19 será pronto porque las farmacéuticas investigan medicamentos que ahora son sumamente rentables), el miedo al contagio ha instalado entre la población el alejamiento físico, la distancia social y la histeria hipocondríaca por la asepsia y la desinfección, todo lo cual nos inhibe de relacionarnos como solíamos. No sé si se recuperarán antiguos hábitos, pero lo seguro es que nada será igual que antes, porque los controles de temperatura, los rastreos de sospechosos de contagiar (supercontagiosos los llaman ya) y las actitudes de señalamiento o estigmatización social serán difíciles de erradicar. Ya hemos visto hasta dónde llega el fanatismo en aquellos que atosigaron y ejercieron el odio contra vecinos que consideraban focos de “riesgo” (podían contagiar) por su dedicación profesional (sanitarios, dependientes de supermercados, etc.). Menos mal que no eran judíos.
El colapso de los hospitales ante el incremento de pacientes afectados por la pandemia ha dejado en evidencia las políticas de “sostenibilidad” y rentabilidad que se aplicaron no hace muchos años a prestaciones básicas del Estado, como la sanidad, la educación y la dependencia, entre otras. La escasez de recursos materiales y humanos, en especial en aquellos servicios de alta especialización profesional y complejidad tecnológica, como las unidades de cuidados Intensivos, hizo que los hospitales se vieran desbordados y tuvieran que improvisar espacios ajenos en los que atender la demanda epidémica. Y lo que es peor, que se priorizara la atención sanitaria en razón de la edad, lo que contribuyó en gran medida a que el número de fallecidos por la pandemia se cebara en los ancianos residentes en asilos que fueron discriminados. Las denuncias contra las administraciones que dictaron normas en este sentido ya abundan en los juzgados. La injusticia social que ello denota, sobre todo en personas vulnerables, es intolerable. Tanto las residencias de ancianos como la atención hospitalaria tendrán que ser revisadas para que esto no vuelva a suceder. Eso significa cambiar políticas para enfocarlas a la prestación de servicios y no a la posibilidad de negocio.
Ello nos impele a cuestionar el modelo económico que prevalecía en nuestra sociedad, sin renunciar al sistema capitalista que domina al mundo, pero modulando su rapacidad. Entre otras cuestiones porque, como afirma Chomsky en una entrevista a la agencia Efe, publicada por diario.es, los destrozos causados por la pandemia no son otra cosa que un “fallo masivo y colosal de la versión neoliberal del capitalismo”. Ni los científicos se prepararon para probables epidemias de otros coronavirus, como la del SARS de 2003, porque parecían remotas e investigarlas no era rentable, y la “sostenibilidad” de los hospitales hizo que no estuvieran equipados de manera eficaz para afrontar previsibles incrementos de la demanda asistencia. Todo se hace con el menor coste y para el mayor beneficio posibles. Esta mentalidad economicista también habría que modificarla, al menos en cuanto a la provisión de servicios por parte del sector público y en la externalización al sector privado de los mismos.
Como nos advierte Habermas, el progreso entendido como lo técnicamente factible, lo económicamente rentable y lo que suscita más repercusión social, no siempre es lo más conveniente para la sociedad. Ni el crecimiento es siempre progreso ni el progreso implica necesariamente bienestar general. Habituados como estamos que el consumo satisfaga casi todas nuestras necesidades, a cambio de crearnos de nuevas necesidades, las deficiencias y desigualdades de una economía atenta exclusivamente del beneficio irrumpen violentamente cuando más falta hace que sea un instrumento al servicio de la sociedad en situaciones excepcionalmente difíciles.
Los nubarrones nos acobardan. Pero si todas esas cuestiones no son tenidas en cuenta y volvemos a confiar en el mercado para que solucione nuestros problemas colectivos básicos, no tardaremos mucho en lamentarlo: en cuanto otro microbio sea inmune a la farmacopea actual o una crisis económica sacuda una vez más la endeble arquitectura de nuestro mundo contemporáneo. Entonces volveremos a interrogarnos acerca de cómo seremos mañana, cuando la respuesta es fácil: seremos más débiles y pobres.

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