Como soy un animal de costumbres, no se trata de que la gente de la calle tenga rasgos extraños. Tampoco que esta cama no sea mi cama, ni esta almohada mi almohada. Da igual que esta no sea mi calle ni tampoco este mi supermercado. Es irrelevante que amanezca una hora antes de lo normal y que el atardecer sea más tardío en la misma proporción.

No, nada de esto sirve para demostrarme a mí mismo que vuelvo a estar de viaje. La prueba irrefutable se encuentra, de todos los lugares posibles, en el bolsillo delantero derecho de los vaqueros. El izquierdo, no me pregunten por qué, me gusta llevarlo vacante. Porque como soy un animal de costumbres, allí es donde guardo siempre las llaves de casa.
Esta mañana me he levantado buscando los pliegues que indican su presencia. El bulto redondeado que forman sobre el perfil del muslo al mirarme el zapato. Y ha sido esa inquietante ausencia, más que cualquier otra cosa, la que certifica que estoy huérfano de hogar y hambriento de experiencias. Libre pero vagabundo, hasta que a la pernera le dé por hincharse de nuevo.
