Si hay un artículo que me haya dejado helado el corazón en los últimos tiempos es el que escribió el pasado martes, en el diario La Opinión, José Daniel Espejo. Lo tituló ‘Modo avión’. A mí y seguro que a cuantos lo leyeron. No conozco personalmente al autor, aunque ambos nos seguimos por las redes sociales, pero todas las referencias que he leído y escuchado sobre él resultan inmejorables. Para los que no lo hayan leído, en el texto relata en primera persona la tremenda experiencia de pasar por el doloroso trance de perder un hijo. Ocurrió en julio pasado. Hay quien asegura que no existe dolor más intenso que ese, algo que cualquiera que sea padre o madre podrá imaginar sin demasiado esfuerzo.
Martín, que así se llamaba su pequeño, tenía 11 años y era autista. Según su padre, era “una de las personas más amorosas y curiosas, también indómita, que ha pisado nunca el planeta”. Contaba, mientras a nosotros nos genera un nudo en la garganta, que “se escabulló de casa, subió a jugar a la azotea y se cayó desde allí. Murió casi en el acto”. Desde ese instante, Espejo confiesa vivir sumido en una mezcla de “espanto, culpa y pena en que se ha convertido mi vida”, algo que “me impide leer, mantenerme al día, conversar con los amigos y, por supuesto, escribir”. Sigues leyendo y la congoja te asfixia: “Me he desconectado, a la fuerza. He entrado en modo avión. Me he volatilizado. Como un espectro”.
Espejo se refiere a los espectros. Son aquellos seres a los que la vida ha tratado con desdén, que viven entre nosotros y a los que posiblemente no vemos porque seguimos a lo nuestro. Cuando se produce una sensible pérdida, es normal que en las primeras horas, en los primeros días, todos arropemos a esa persona damnificada. Pasado ese tiempo, será ella la que transite en solitario por el resto de su vida sin más muleta que el valor y la voluntad de levantarse cada mañana, más los arrestos que le permitan ir saliendo adelante. Uno nunca sabe lo fuerte que es hasta que ser fuerte es la única opción que te queda, algo que una vez comprendió el rey del reggae, Bob Marley.
Dicen que la palabra felicidad perdería sentido de no existir la tristeza. Y que el duelo nos desafía a amar una vez más. Es lógico que esas personas se amarren a lo que les queda del naufragio para sobrevivir aunque las lágrimas sigan siendo el lenguaje silencioso de su dolor. Son esas cicatrices que no se ven pero que, sin duda, son las más difíciles de sanar. Luego, pasado el tiempo, con suerte, quizá llegue la melancolía, que es algo así como la felicidad de estar triste.
El artículo del martes fue para muchos de nosotros un choque con la cruda realidad. Creemos que lo normal es vivir felices, mientras el sufrimiento pasa a nuestro lado y lo esquivamos. Por lo que me cuentan, a José Daniel Espejo el destino en estos últimos años le ha sido especialmente esquivo en lo familiar. Lo de Martín, ahora, ese hijo amoroso, curioso e indómito, como él lo describe, confiesa que le ha conducido al ectoplasma. Difícil dar consuelo a quien atraviesa semejante desierto. Valga el abrazo sincero desde aquí y un aliento de ánimo, acompañado de unos versos del marinero terrenal, Rafael Alberti; aquello de “tú no te irás, mi amor, y si te fueras, aun yéndote, jamás te irías”.