La madre de Elisa fue languideciendo poco a poco, como un pajarito sin alas.
La madre de Elisa fue languideciendo poco a poco, como una llama mortecina, hasta apagarse del todo. La memoria empezó a fallarle en pequeñeces cotidianas: olvidaba la lista de la compra, lo que había ido a buscar al ropero o, con el teléfono en la mano, a quién iba a llamar, se le borraban inmediatamente las cosas que acababan de pasar o lo que le habían dicho; después se le olvidaron los nombres, empezando por los simples conocidos, continuando por los allegados y, más adelante, las personas más queridas, Elisa incluida. "¿Quién es esta chica?", le preguntaba a su hermana María, que se la había llevado a su casa cuando enviudó y se encargó de cuidarla a lo largo de la enfermedad; ella y Tomás, su marido.
Elisa los visitaba un domingo de cada dos. Iba por la tarde y siempre compraba una bandejita de suizos y ensaimadas en la pastelería de la calle Ibiza, esquina con Máiquez, y se los tomaban acompañados de chocolate clarito. Su madre solía estar sentada en una mecedora frente a la televisión, ajena a las conversaciones de los adultos y a los juegos de los nietos. Cuando la imagen fallaba le pedía ayuda a su yerno: "María, a ver si este señor puede arreglar el aparato". Pero también el vacío de su memoria engulló a María, como se olvidó de vestirse, de caminar e incluso de hablar.
Los veranos los pasaban en Salamanca, la tierra de Tomás, en un pueblo ya metido en la sierra donde tenían, en las afueras, una casona de piedra rodeada por un enorme huerto con alberca, acequias de riego y hasta un sembrado de cerezos en la parte trasera. Elisa siempre reservaba unos días para pasarlos con ellos. Le gustaba la tranquilidad que se respiraba allí, el murmullo del agua al correr por la acequia, que era, cuando no estaban alborotando sus sobrinos, el único sonido que turbaba el silencio. Para dormir necesitaba echarse encima un grueso edredón y dentro de la casa no se podía estar sin una chaqueta, ni siquiera a mediodía. Su madre pasaba las horas muertas sentada en la mecedora, otra mecedora, bajo el pequeño pórtico que había a la entrada, recibiendo el sol en los pies y con la mirada perdida. Sólo la movían para darle de comer, para llevarla al servicio y para acostarla. Elisa observaba con tristeza su figura de pajarito, las manos temblorosas, que se frotaba continuamente, y su pelo completamente blanco. Se murió uno de aquellos veranos, cuando los días de vacaciones en el pueblo estaban a punto de terminar. Elisa no recuerda exactamente qué provocó su fallecimiento, en todo caso algo muy leve que su delicada fragilidad no pudo superar. Recuerda, en cambio, que estaba leyendo, sentada en un banco bajo los cerezos, y que María fue a buscarla y le dijo, con mucha calma: "Ven a ayudarme que mamá se ha muerto". Entre las dos la metieron en la bañera, para asearla, y después la tumbaron en la cama para vestirla y adecentarla. Recuerda también que su madre se había quedado rígida y que fueron incapaces de conseguir estirarle las piernas, por lo que hubieron de meterla en el ataúd de lado, con las rodillas dobladas. Decidieron enterrarla en aquel pueblo, extraño para su madre, pero ninguna de las hermanas era una romántica y no tuvieron ánimo para afrontar los trámites que implicaba el traslado del cadáver. En el entierro sólo estuvieron presentes ellas dos porque en el pueblo nadie la conocía, Tomás se quedó en casa con los niños y a los demás parientes no les quisieron estropear las vacaciones. Acompañaron al coche fúnebre hasta el camposanto y se esperaron hasta que el nicho estuvo tapiado. El de su madre fue el primer cadáver que tocó Elisa y el recuerdo de su tacto frío y cerúleo aún le escama la piel.
La llegada del hombre a la luna me pilló con pantalones cortos y estudié en una universidad aún revuelta por la transición. Un travieso gusanillo interior me llevó a Centroamérica, a dedicarme en cuerpo y alma al sufrido oficio de cooperante, que me ha dejado unas cuantas arrugas, muchos amigos, el amor por la literatura hispanoamericana y una cantidad indeterminada de historias por contar. www.laotraliteratura.com Ver todas las entradas de julioalejandre