Revista Política

Como una escalera mecánica

Publicado el 08 febrero 2013 por Siempreenmedio @Siempreblog

vinilo-simbolo-escalera-mecanicaCuando era pequeño me encantaba que me llevaran a Las Palmas a ver a mis abuelos. Sobre todo por estar con ellos en el piso de Pérez del Toro, rebuscando entre los trastos, discos y juguetes que habían dejado mis tíos al independizarse. La casa tenía un pasillo largo con un espejo al fondo, cristal que rompí en cierta ocasión con mi tremenda cabeza, después de un aparatoso ejercicio de patinaje sobre suelo recién fregado. Aunque he hablado en repetidas ocasiones de mi problema craneal, nunca me he referido a los golpes que, debido a su volumen, se ha llevado mi melón. Es lógico. Por ejemplo, si un meteorito entra en el sistema solar, hay muchas más posibilidades de que impacte contra Júpiter que contra la Tierra. De hecho, creo que mi tremenda calabaza tiene, por sus dimensiones, una fuerza gravitacional enorme que acaba atrayendo todo tipo de objetos, como el gigante gaseoso. Así que ya saben: si caminan junto a mí por la calle, mi tormo los protege. Olvídense de que les vuelva a cagar una paloma encima.

El segundo motivo que hacía que de niño me volviera loco por visitar Gran Canaria era El Corte Inglés. Aquí, en Tenerife, teníamos Galerías Preciados, sí. Pero no era lo mismo. Para empezar, la exempresa de Rumasa, Cisneros y Mountleigh no puso escaleras mecánicas hasta finales de los ochenta y en Las Palmas las recuerdo desde siempre. Era algo contra lo que no se podía competir. Años más tarde llegaron la piscina de bolas de plástico de Ikea, las maquinitas de muestra en los comercios o las salas de juegos de los centros comerciales. Pero no hay nada como subir las escaleras de bajada, corriendo como un loco y superando escalones sin moverte del sitio. Era una gozada y todavía hoy alguna vez me he sorprendido, para vergüenza de mis acompañantes, haciendo lo mismo en las escaleras del Decathlon o en las exteriores del Meridiano. Aunque ahora en casi todas partes, por motivos de accesibilidad, han instalado las que no tienen peldaños. Y no es lo mismo.

Otra de las cosas que me gustaba de los canariones era su maravillosa afición por los bufés libres. Cuando en Tenerife eran una cosa extraña, en Las Palmas ya formaban parte de su vida cotidiana, sobre todo en la zona de Las Canteras, donde tengo un especial recuerdo de La Strada. Sin embargo, El Corte Inglés aquí rizaba el rizo y completaba su increíble oferta de entretenimiento con un self service en la planta alta. “¡Mamá! ¿Nos podemos poner lo que queramos? ¿Es gratiiiiissss?”, preguntábamos ansiosos. Recuerdo aquellas montañas colosales de espaguetis a la boloñesa salpicadas de papas fritas, a mis padres avergonzados, cambiándose de mesa y renegando de sus vástagos, así como aquel dolor de barriga que me provocaba el emboste por la tarde. Menos mal que al marcharnos estaban ahí las mecánicas para subirnos en ellas, esta vez en el sentido correcto, y recostarnos sobre la baranda de goma negra camino a la salida.

Hoy mis abuelos no están ya en Pérez del Toro y en Tenerife hay tantos o más bufés que en Gran Canaria. Pero cada vez que viajo a la isla de enfrente, no puedo evitar percibir que su capital tiene algo especial, algo que la hace única. Ya no es solo la playa metida en la ciudad, ni que El Corte allí es mayor y, no sé por qué motivo, tiene más y más variados productos que el de aquí. Es algo que está en el aire: la sensación de que una parte de Las Palmas corre por mis venas, como en una escalera mecánica, en sentido contrario a la circulación.


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