De pequeño me castigaban todos los días.
Durante mis dos primeros años de colegio había una monja que me castigaba cada maldito día.
Y cuando digo cada maldito día de clase, digo cada maldito día de clase.
De hecho hubo un día que no me castigó y lo recuerdo como el día en el que la hermana Pura no me castigó.
En el cajón de esa maldita monja había más coches y soldaditos de plástico que en el puto toysrus.
Un día dos niños con algo de retraso mental (lo del retraso mental se vio años después, pero yo lo había avisado con décadas de antelación), me tiraron al suelo.
Fue a la hermana Pura y le dije que me dolía mucho el brazo.
Ella me preguntó si podía doblar los dedos. El brazo estaba morado y los dedos hinchados. No podía. Estaban a medio flexionar y no podía abrir la mano ni formar un puño.
Entonces la hermana Pura envolvió mi mano con la suya, y la apretó muy fuerte. Luego soltó y estiró los dedos.
Yo lloraba y gritaba y ella cerraba y abría mi mano y mientras yo lloraba ella decía: «¿Ves? No te pasa nada. Siéntate y deja de quejarte.»
Le dije que la cabeza me dolía aún más. Dijo que eso era el susto.
Yo tenía 3 años.
Cuando llegué a casa mis padres, sin que les dijera nada, me preguntaron que qué me había pasado en el brazo.
Les conté que Quique y Luis me habían agarrado uno por las piernas, el otro por los brazos y me habían dejado caer. Que me dolía mucho el brazo y la cabeza.
Sin comer fuimos directos al hospital.
Allí me hiceron radiografías. Recuerdo que para entonces el brazo ya no me dolía, solo sentía un hormigueo. Había perdido la sensiblidad en el brazo.
«Este niño lleva el cúbito roto. ¿Hace cuánto te lo has roto?»
«En gimnasia.»
Llevaba más de cuatro horas con el brazo partido. Me dijeron que la cabeza estaba bien.
Al día siguiente fui al colegio con una escayola. Ese fue el único día que la hermana Pura no me castigó.
Ese también fue el día en el que aprendí que lo que sientes es irrelevante.
Que si quieres mover a la otra parte para que haga lo que tú quieras tienes que limitarte a decirle lo que ella quiere escuchar.
Esa forma de pensar me pemitió librarme de castigos durante los siguientes 13 años.
Y mira, han pasado muchos años desde entonces, pero esa lección, que me acompaña desde los tres años, me ha permitido vender lo suficiente como para mantener un negocio incluso cuando no sabía absolutamente nada más de ventas.
Así de importante es el discurso de ventas.
Y a hacer eso, a crear el discurso de ventas perfecto, a decir exactamente lo que el cliente quiere escuchar y conectarlo con tu objetivo, lo enseño en el newsletter.
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Acepto la política de privacidadLa entrada Cómo una monja me dio la mejor lección de ventas de mi vida se publicó primero en Luis Monge Malo.