Revista Cultura y Ocio

Como una novela, de Daniel Pennac

Publicado el 27 noviembre 2011 por Goizeder Lamariano Martín

Como una novela, de Daniel Pennac

Título: Como una novela

Autor: Daniel Pennac

Editorial: Anagrama

Año de publicación: 1993

Páginas: 169

ISBN: 8433913670

Hace mucho tiempo que conocía, aunque fuese de oídas, este libro que me habían recomendado muchos amigos, conocidos, blogeros o profesores. Y ahora, gracias a la reseña de Blanca en su blog Al calor de los libros, por fin me he animado a cogerlo de la biblioteca y leerlo. Aunque en realidad no lo he leído, lo he devorado, porque sus 169 páginas solo me han durado una mañana, dos viajes en autobús.

Este ensayo escrito por Daniel Pennac, profesor de Literatura en un instituto de Francia, engancha desde la primera página y cuando llegamos a la última casi sin darnos cuenta, en un suspiro, nos da mucha pena que se acabe y, al mismo tiempo, nos deja una sonrisa en la boca y una agradable sensación de bienestar. Al menos en mi caso, Pennac ha conseguido transmitirse su buen humor, su desenfado, su alegría y su entusiasmo y, por encima de todo, esta obra ha logrado hacerme reflexionar sobre lo afortunada que soy por amar los libros y por sentir pasión por la lectura.
Porque ese es precisamente el objetivo de este libro, lograr que los niños, que los jóvenes, que los hijos, que los alumnos se reconcilien con la lectura, que le pierdan el miedo, que lean por placer, que se sumerjan en las páginas de un libro porque ellos quieren, con libertad, sin obligaciones, como una aventura personal y no como una imposición ajena.

El libro está dividido en cuatro partes: Nacimiento del alquimista, Hay que leer (el dogma), Dar de leer y El cómo se leerá o los derechos imprescriptibles del lector. Desde las primeras páginas Pennac analiza el cambio que se ha producido en la sociedad, puesto que antes la lectura estaba prohibida, leer era en el pasado un acto subversivo y el placer de leer era todavía mayor por tratarse de algo prohibido. Leer debajo de las sábanas, con una linterna, a escondidas.

Leer es un acto íntimo, personal, pero la lectura tiene una virtud paradójica que nos permite abstraernos del mundo para encontrarle un sentido. Al mismo tiempo, no podemos olvidar que leer no es un acto pasivo. La lectura es un acto de creación permanente, porque al leer nos vemos obligados a imaginarlo todo.

Leer es un placer, algo que nos permite olvidarnos de las obligaciones, de los problemas, de las preocupaciones. Y así es como debemos inculcarles la lectura a las nuevas generaciones, como una afición, no como una obligación. No podemos permitir que un placer se convierta en una preocupación.

Preocupación por entender lo que se lee, por hacer un resumen, un trabajo, un comentario de texto o un examen. Son los padres los que en primer lugar transmiten la pasión por la lectura a sus hijos. Desde que son pequeños, a todos los niños les gusta que les lean, que les cuenten historias y cuentos. Pero una vez que ya pueden leer solos, son muchos los padres que se olvidan de esos pocos minutos que dedicaban cada día a leerles a sus hijos y del placer que eso les proporcionaba a todos, a grandes y pequeños.

Prefieren desentenderse del asunto y dejar que sea el colegio y los profesores los que se preocupen de que sus hijos lean. Ahora a los padres solo les queda comprobar que sus hijos entienden lo que leen, que lo han comprendido, que son capaces de explicarlo, comentarlo, criticarlo y juzgarlo. Ya no les importa si sus hijos disfrutan leyendo o no. Ya no son sus cuentistas, ahora son sus contables.

Pero así lo único que se consigue es que los niños y los jóvenes se alejen cada vez más de los libros, que los vean como algo lejano, ajeno, aburrido y muermo. Es mucho mejor la televisión, los videojuegos o el cine. Por eso los padres ofrecen a sus hijos las horas delante de la televisión como recompensa y la prohibición de verla como castigo. El otro lado de esta moneda es que la lectura queda relegada y rebajada al papel de tarea y de obligación.

Y eso es precisamente lo peor que se puede hacer. Es mucho mejor y, sobre todo, más sencillo de lo que pensamos, inculcarles a nuestros jóvenes el deseo de aprender, la curiosidad. Y la única forma de lograrlo es sin prisa y con libertad.

Ni los padres ni los profesores deben exigir a los jóvenes que lean, no deben obligarles a leer. Todo lo contrario, deben compartir con ellos el placer que les proporciona la lectura, su pasión, su entusiasmo y su amor por la literatura. Porque si hacemos memoria, nos daremos cuenta de que las historias más hermosas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido. Porque eso es amar, regalar nuestras preferencias a los que preferimos.

Pennac nos recuerda en la segunda parte de su libro que hay que leer para aprender, para sacar adelante nuestros estudios, para informarnos, para saber de dónde venimos, para saber quiénes somos, para conocer mejor a los demás, para saber adónde vamos, para conservar la memoria del pasado, para iluminar nuestro presente, para aprovechar las experiencias anteriores, para no repetir las tonterías de nuestros antepasados, para ganar tiempo, para evadirnos, para buscar un sentido a la vida, para comprender los fundamentos de nuestra civilización, para satisfacer nuestra curiosidad, para distraernos, para informarnos, para cultivarnos, para comunicar, para ejercer nuestro espíritu crítico.

Esto es lo que de verdad importa. No importa que los jóvenes no entiendan al cien por cien lo que leen, los personajes, la trama, el argumento. Porque lo único importante es que sepan, que entienda y que nunca olviden que los libros cuentan una historia. Una historia que puede interesarles y gustarles, mucho. Pero para eso hace falta encontrar tiempo para leer. Un tiempo que siempre es robado al deber de vivir. Porque el tiempo para leer dilata el tiempo de vivir.

La última parte del libro está formada por los derechos imprescriptibles del lector: el derecho a no leer, el derecho a saltarnos las páginas, el derecho a no terminar un libro, el derecho a releer, el derecho a leer cualquier cosa, el derecho al bovarismo, el derecho a leer en cualquier sitio, el derecho a hojear, el derecho a leer en voz alta y el derecho a callarnos.

Como lectores, tenemos derecho a todo eso y mucho más. Porque somos libres para elegir nuestras lecturas, para leer lo que queremos, cuando queremos, donde queremos y, lo más importante, porque queremos. Porque para nosotros la lectura es una afición, una pasión, algo que nos hace felices, que nos hace disfrutar, algo placentero. Algo que nos hace vivir. Todos tenemos claro por qué leemos. Porque nuestras razones para leer son tan extrañas, tan propias, tan íntimas, tan personales como nuestras razones para vivir.


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