El denominador común entre el judaísmo, el cristianismo y el islam es evidente: las tres religiones se fundan en el concepto de un Creador de todo cuanto existe, un ser omnipotente y eterno que decide libremente (esto es capital) crear el mundo. En mi opinión, y en contra de lo que sostienen la mayoría de ateos y agnósticos, se trata de una creencia absolutamente racional, que en otro lugar he definido como "Absoluto abierto", distinguiéndolo del absoluto cerrado que postulan (a veces, explícitamente) el panteísmo y el materialismo.
Un Dios personal (un Absoluto abierto) implica que el universo ha surgido de la libertad, es decir, que podía haber sido distinto de como es, o incluso no haber existido. En cambio, quienes niegan la existencia de un ser trascendente sólo pueden elegir entre dos opciones.
La primera consiste en negar toda idea de absoluto, lo cual supone que la realidad no puede ser entendida como un todo, y por tanto abre la puerta al irracionalismo y al nihilismo.
La segunda opción distinta del trascendentalismo es identificar la realidad con el absoluto, tal como lo han desarrollado Spinoza, Hegel o Marx. En los sistemas de estos pensadores, todo cuanto sucede en el universo y en la historia no es más que el desenvolvimiento necesario (no libre) de una realidad primordial, la llamemos sustancia, idea o materia. Todo lo que sucede es por tanto igualmente necesario, está de algún modo predeterminado o prefigurado.
De ahí se infiere que, en última instancia, lo que hagan los individuos carece de importancia. Existen unas fuerzas históricas suprapersonales que debemos acatar, porque si no lo hacemos, de todos modos nos pasarán por encima, y quedaremos como unos reaccionarios que no tuvieron la lucidez suficiente para reconocer el sentido irresistible de la historia. Esencialmente, lo que hoy suele entenderse por progresismo suele ser una forma trivial de este aserto.
Por el contrario, los tres grandes monoteísmos (que, al menos nominalmente, son profesados por más de la mitad de los habitantes del planeta) consideran que lo que hagamos cada uno de nosotros sí tiene una importancia decisiva (habrá que exceptuar, sin embargo, a los luteranos que siguen admitiendo la Sola gratia y la Sola fide), que nuestra salvación está en juego y que es ante todo una cuestión personal.
Ahora bien, admitido este núcleo básico del monoteísmo, las diferencias entre las tres religiones, y especialmente entre el judaísmo y el cristianismo por un lado, y el islam por el otro, son manifiestamente enormes, por lo que cabe preguntarse si es posible siquiera un mínimo entendimiento sobre la base del teísmo, el cual nos permita conjurar (al menos, en sus manifestaciones cruentas) el "choque de civilizaciones" analizado por Samuel Huntington en su célebre libro de los años noventa.
Para hallar un principio de respuesta a esta pregunta, deberíamos ante todo examinar tres concepciones básicas sobre la relación entre cristianismo e islam, que suelen sostenerse desde el progresismo, aunque las han interiorizado también numerosos creyentes.
La primera, crítica con la religión en general y con el cristianismo en particular, sostiene que este es una religión tan intolerante como el islam, y que las diferencias sociopolíticas entre Occidente y el mundo musulmán deben imputarse exclusivamente al proceso de secularización experimentado por el primero.
La segunda, menos beligerante contra las religiones, sostiene que el islam es una religión de paz, de la que los occidentales desconfiamos debido a nuestros prejuicios xenófobos.
Por último, la tercera, por ahora muy minoritaria, afirma todo lo contrario que las dos anteriores: que el islam es algo esencialmente distinto del cristianismo, hasta el punto de que le sería incluso más fácil, al primero, entenderse con el ateísmo. Aunque parece una posición extravagante, ha sido sostenida por el musulmán español Abdelmumin Aya (Vicente Haya) en su libro Islam sin Dios. Creo que las ideas de Aya, aunque más que discutibles, son sin embargo iluminadoras de esta cuestión. Pero antes, digamos brevemente algo acerca de las otras dos posiciones, mucho más difundidas.
La idea de que el cristianismo es una doctrina opresiva e intolerante es la preferida, con todos los matices que se quiera, de los progresistas. Ello les lleva a exagerar las semejanzas más superficiales entre el judeocristianismo y el islam, con el objetivo poco o nada disimulado de desacreditar al primero. Los ejemplos de esta postura son inacabables, pero por poner sólo uno reciente, valen las declaraciones de una diputada del PSOE, que con ocasión de las procesiones de la Semana Santa, ha comparado a quienes participan en ellas junto a sus hijos con los islamistas.
Esta comparación, claro es, no se sostiene ni un minuto. La diferencia fundamental entre un cristiano y un musulmán, desde un punto de vista social, es que el primero no tendrá ningún problema, en el siglo XXI, en dejar de profesar su religión cuando quiera, e incluso en renegar de ella, mientras que abandonar el islam públicamente es exponerse a penas de cárcel e incluso a la ejecución. Cualquier afirmación que no tenga en cuenta este dato, aunque sea al menos para explicarlo por causas sociales ajenas al cristianismo, sólo puede calificarse como juego sucio dialéctico.
Esto vale también para la segunda actitud, la de quienes se muestran más comprensivos con el islam, esforzándose por distinguirlo de sus manifestaciones más integristas y del terrorismo islamista. Aunque es posible que muchos musulmanes desaprueben la violencia y la intolerancia, lo menos que puede decirse es que tampoco demuestran ser especialmente pacíficos. Como señaló el citado Huntington, la mayoría de conflictos armados que hay en el mundo están protagonizados, al menos en una de las partes, por musulmanes:
"Donde quiera que miremos a lo largo del perímetro del islam, los musulmanes tienen problemas para vivir pacíficamente con sus vecinos. (...) [E]n los años noventa han estado más implicados que la gente de ninguna otra civilización en la violencia intergrupal. Las pruebas son aplastantes." (Samuel P. Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Barcelona, 1997, p. 307.)
El politólogo norteamericano apunta varias causas de esta conflictividad (ver pp. 315-318), sobre las que no me extenderé. Baste señalar dos: Una, que desde el principio el islam ha sido una religión "glorificadora de la espada". El propio Mahoma, en abierto contraste con Jesucristo, "es recordado como un guerrero duro y un diestro caudillo militar." Tanto el Corán como otras fuentes de las creencias musulmanas "contienen pocas prohibiciones de la violencia, y el concepto de no violencia está ausente de la doctrina y la práctica musulmanas." La otra causa es que el islam funde religión y política de un modo que dificulta extraordinariamente la convivencia multicultural, ya de por sí difícil, en cualquier caso.
Lo anterior se resume en que los intentos intelectuales de aproximar cristianismo e islam, bienintencionados o no, entrañan serias dificultades. ¿Significa esto que el islam es una religión a la cual no podríamos aplicar nuestras categorías de pensamiento occidental? Esta es la tesis del libro antes mencionado de Abdelmumin Aya, Islam sin Dios, del que se puede encontrar un resumen aquí. Para este autor, ni siquiera es válido traducir Allâh como Dios; de ahí la aparente paradoja del título. El cristiano concibe a Dios como algo distinto del mundo, mientras que el musulmán considera que no existe nada aparte de Alá. En un debate digital mantenido hace unos años, Aya (Vicente Haya) ya lo exponía con claridad:
"Allâh no es Dios. Excepto excepcionales (sic) intuiciones de Allâh, como las de Eckhardt, Silesius, Boëhme, Teilhard de Chardin... el Dios de la Iglesia es una caricatura para el musulmán, es la proyección cósmica de las frustraciones del hombre. Por eso decimos que Allâh no es Dios. Ser Dios supone ser Dios frente a algo que no es Dios. Pero frente a Allâh no hay nada. Allâh y el mundo no pueden ponerse en frente. Sólo existe Allâh y el mundo existe en la medida que exista en Allâh."
Esto explicaría, según Haya, por qué el ateísmo es un fenómeno exclusivamente occidental. Dios es una idea, y como tal puede ser puesto en duda. En cambio, Alá es un "anticoncepto", algo que no puede ser distinguido de la propia realidad, de la experiencia. El ateo que sostiene que sólo cree en la realidad, no está diciendo nada que no comparta cualquier musulmán.
De lo anterior se deducen implicaciones importantes para la moral. El islam no admite el dualismo entre el mundo sensible y el espíritu, entre la naturaleza y Alá, de ahí que la cultura islámica valore positivamente la sensualidad, mientras que el cristianismo, especialmente el catolicismo, denigra el placer. "El musulmán ama la vida", dice Haya, y por ello, al igual que los ateos occidentales, rechaza a un "Dios de muerte" que acepta ser crucificado.
Las peregrinas conclusiones que extrae Haya sobre las relaciones entre Occidente y el islam son que el primero "tiene que cambiar su política con el Tercer Mundo", porque su "explotación" sólo puede causar "violencia y más violencia".
Algunos comentarios. Por un lado, y esto lo reconoce el propio Aya/Haya en su reciente libro, su concepción sobre el islam no será compartida por todos los musulmanes. Lo cual no hace falta que nos lo jure. Las concordancias que él encuentra entre el ateísmo y el islam real son a todas luces excesivamente forzadas. El cuadro idílico que nos traza del islam sensual de Las mil y una noches, en el cual los cristianos "sinceros" e incluso los ateos son respetados siempre que no sean "destructivos" (no aclara lo que significa esto), suena más bien a humor negro. Cuando sostiene que en el islam no hay ateos, resulta inevitable recordar aquella ocasión en que Ahmadineyah dijo que en Irán no había homosexuales. Bien, quizás no los hay que se atrevan a "salir del armario", exponiéndose a ser ahorcados.
Por lo demás, sus afirmaciones sobre la tolerancia del islam hacia las minorías, y sobre las malvadas multinacionales occidentales, incurren en la clase de victimismo embaucador a la que ya nos tienen acostumbrados los propagandistas vulgares y los tontos útiles del islamismo, y no me detendré aquí en ellas.
Profundizando más en la crítica de la tesis de Haya, debe decirse que su concepción del cristianismo como enemigo de la vida (supongo que inspirada en Nietzsche), es un buen ejemplo de la falacia del hombre de paja. Es cierto que el cristianismo consiste en un dualismo fundamental entre "la corrupción de la naturaleza y la redención por Jesucristo", como decía Pascal. Pero este dualismo no entraña una denigración de la vida, sino todo lo contrario: es quien reduce esta existencia a sensualidad quien la empobrece, quien la convierte en un mero fenómeno biológico, que en última instancia no es más que una evolución de la materia inerte, destinada a volver a ella. Opuestamente, Jesucristo nos dice: "El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada." (Juan, 6, 63.) Y más adelante: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida." (Juan, 14, 6.) Es decir, para el cristianismo la vida viene de Dios; es por tanto una realidad mucho más profunda que sus meras manifestaciones orgánicas. La realidad primordial no es el nivel físico-químico, sino el espíritu, que es la vida auténtica.
Sin embargo, puede que las ideas de Haya sobre el islam no estén desprovistas por completo de verdad. Aunque no creemos que el islam sea de facto como él lo interpreta, tal vez no vaya tan desencaminada su distinción entre Dios y Alá. Es decir, que exista una secreta tendencia (aunque rara vez del todo realizada) del islam hacia el panteísmo o el materialismo, es decir, a negar la trascendencia de Dios, partiendo de un punto distinto del ateo o del panteísta, pero con unos resultados coincidentes. El musulmán, al rechazar siquiera la posibilidad de pensar el mundo independientemente de Alá, lo que de hecho está haciendo es absorberlo en el seno de su deidad, al modo de Spinoza. Esto, en lugar de constituir un acierto, como lo ve Haya, sería el error fundamental al cual está abocado el islam, en la medida en que trata de radicalizar sus diferencias con el judeocristianismo.
Si negamos el dualismo esencial entre el Creador y lo creado, como pretende Haya con su particular forma de entender el islam, ciertas características de la cultura y la sociedad islámicas parecen encajar de un modo esclarecedor. Al no distinguirse Alá de la realidad, esta no es verdaderamente inteligible. Ello compromete gravemente la posibilidad del pensamiento científico, que surgió en Europa en el siglo XVII, a partir de la idea de un Creador racional, que establece sabiamente las leyes de la naturaleza, en contraste con una suerte de sátrapa que actuara mediante mandatos arbitrarios e imprevisibles.
Al mismo tiempo, si Dios es algo distinto del mundo, cualquier intento de establecer una sociedad perfecta será contradictoria y condenada por ello al fracaso, pues la perfección no existe en este mundo. Esto generalmente ha alejado al cristianismo, en mucha mayor medida que al islam (aunque no siempre) de las tentaciones teocráticas.
Por último, un Alá irracional, que se sitúa por encima del bien y del mal, tal como pueden ser aprehendidos por la razón humana, da pie también -más fácilmente que otras religiones- a que cualquier atrocidad, como los atentados del 11-S, pueda ser justificada en su nombre. Por encima de todo, "Alá es grande", y cualquier otra concepción que no parta de su voluntad absoluta, sino de su carácter inteligible y moral, carecería de sentido para el musulmán.
Terminemos planteándonos de nuevo la pregunta que nos habíamos formulado antes. ¿Podemos ver en el teísmo, desnudo de cualquier revelación, un principio de encuentro entre el judeocristianismo y el islam? Si este último lo entendemos a la manera de Abdelmumin Aya, la cosa sería realmente difícil. Para el musulmán, el Dios cristiano no sería más que una caricatura inadmisible de Alá, que no puede ser aprehendido con categorías racionales, y que no admite ningún dualismo, es decir, la consideración de ninguna realidad más allá de la divinidad.
Por el contrario, creemos que Aya, pese a captar una cierta posibilidad o tendencia íntima, se ha fabricado un islam monista y nietzscheano a su medida, que tiene mucho más de imaginario que de algo reconocible por los propios musulmanes.
Esto nos sugiere que, en la medida que el islam no se encastille en el rechazo del dualismo entre el Creador y lo creado (y para ello no creo que tuviera que renunciar a nada idiosincrásico), podría ser capaz de integrar la idea del Absoluto abierto, que es acaso el fundamento intelectual último de una sociedad abierta, basada en la racionalidad y la libertad.
Esa sería la buena noticia. Quizás la mala estriba en que los musulmanes, demasiado obsesionados por preservar lo que ellos creen que es su identidad amenazada, pueden verse tentados por el nihilismo para distinguirse más radicalmente de Occidente. Lo irónico de todo ello sería que, dada la deriva nihilista de nuestra propia civilización, ni conseguirían lo que pretenden, ni se pondrían las bases de ningún diálogo, que no tiene otro fundamento que la racionalidad. Y los occidentales no tenemos ninguna culpa de que la racionalidad sea un elemento consustancial al judeocristianismo.