Revista Libros
Siempre que puedo me gusta comparar el libro que reseño con el resto de obras del autor o con novelas de otros escritores con las que tiene bastante en común. Lo considero un ejercicio interesante para mí misma, porque me permite profundizar más en un escritor que me gusta, descubrir en qué aspectos sobresale, analizar en qué mejora con respecto a sus publicaciones anteriores, fijarme en los rasgos comunes a toda su obra, etc.; y al mismo tiempo me parece un contenido útil para quienes me leéis, porque una comparación acertada puede ayudar mucho a hacerse una idea de qué tipo de libro se trata, y saber que se asemeja a otro escritor quizá anime a alguien a descubrirlo (o a no hacerlo, en caso de que no coincida con sus gustos). Sin embargo, alguna vez me han criticado esta costumbre con el manido argumento de «las comparaciones son odiosas» (naturalmente, me lo han dicho por reseñas en las que la novela no salía muy bien parada al compararla con otra). Las comparaciones, hablando de libros, pueden resultar odiosas cuando se comparan dos novelas que no tienen nada que ver, cuando la comparación es muy superficial o cuando se hacen sin añadir ninguna argumentación para justificar esas impresiones. Pero existen las comparaciones buenas y necesarias, sin duda, y son mucho más que decir «X es mejor que Y». De hecho, a veces no hace falta entrar en términos de mejor/peor: dos libros pueden tener un nivel similar, pero uno se puede caracterizar por una prosa más descriptiva y otro por unos diálogos ingeniosos. Y es bueno saberlo. En fin, en cuestión de reseñar libros, le declaro la guerra al «las comparaciones son odiosas». Las comparaciones son fantásticas… si se saben utilizar.