Revista Opinión
Se presentaron, hace sólo tres años, como los únicos que podían atraer la confianza de los mercados y, nada más acceder al poder, la prima de riesgo escaló cifras astronómicas, lo que obligó pagar millones de euros diarios por intereses de la deuda durante varios meses. Al parecer, lo que en realidad atrajeron fue la desconfianza de los acreedores, incrédulos de nuestra solvencia “soberana”. De igual modo, aseguraron estar convencidos de que iban a reducir las magnitudes del paro, que consideraban inaceptables, pero han dejado a más trabajadores sin empleo que cuando se hicieron cargo del Gobierno. Cerca de un millón de personas más están sin trabajo gracias a sus promesas laborales. Tampoco se tocarían las pensiones, y cada año, cumpliendo esa promesa, pierden poder adquisitivo con el subterfugio de asignarles una subida automática de sólo el 0,25 por ciento, ridículamente insuficiente para compensar el incremento del coste de la vida. Experimentan el típico “crecimiento negativo” que tanto gusta a los economistas cuando no desean pronunciar lo que es, con precisión, pérdidas.
Estos son algunos ejemplos de las promesas que el actual Gobierno hizo con calculado énfasis a los españoles para que les votaran en 2011, cuando España era pasto de una crisis económica mundial, que se vio agravada con el estallido de nuestra particular burbuja inmobiliaria. Por si no nos acordamos, entonces nadie, ni siquiera el Fondo Monetario Internacional, fue capaz de prever la envergadura de los problemas financieros que se nos venían encima ni de acordar las medidas para afrontar con eficacia y prontitud ese “crack” que hizo tambalear a Estados Unidos y asoló Europa. Se recurrió, como primera y lógica reacción, a aplicar medidas anticíclicas (gasto público) para contrarrestar la contracción de la actividad económica. Por eso, hacer hoy la comparación entre lo prometido y lo conseguido resulta odioso, pero oportuno. Oportuno, porque aquellos que no cumplieron lo que prometieron vuelven a ofrecernos idílicas promesas “sociales” ante la proximidad de otras elecciones generales, en las que esperan renovar la confianza de los ciudadanos.
A tal efecto, no dudan en anunciar una recuperación económica que –afirman- es debida en gran parte a las medidas y reformas que ellos han acometido desde el Gobierno, corrigiendo la situación que habían heredado del período socialista. Y repiten las promesas, unas promesas que, si se materializaran de verdad, significarían una rectificación en toda regla de sus propias iniciativas anteriores. Pero habría que ser muy olvidadizo para que estas nuevas promesas resulten creíbles. La memoria nos hace prudentes y desconfiados. Más ejemplos: quieren congraciarse con los funcionarios al prometerles una subida salarial del uno por ciento para el próximo año, después de haberles reducido el sueldo un cinco por ciento (Gobierno socialista), quitarles pagas extras, aumentarles el horario laboral, reducir las plantillas, suprimirles días graciables y congelarles la nómina durante los últimos cinco años (Gobiernos socialista y conservador), haciéndoles perder hasta un 30 por ciento de poder adquisitivo. Comparar lo que han hecho con lo que prometen causa indignación.
La tomaron con los servicios públicos y eso que se ha dado en llamar el Estado de Bienestar. Venían de gobernar muchas comunidades autónomas y, al acceder al Gobierno, descubren que las previsiones del déficit público (en gran parte, debido al gasto autonómico) debían ser revisadas al alza, hasta el 8 por ciento del PIB. Así, emprenden una política urgente de “recortes” del gasto que se lleva por delante toda la capacidad del Estado en atender a los más necesitados y prestar servicios sociales que corrijan las desigualdades de origen o nacimiento. Dejan sin financiación la Ley de Dependencia, aunque no la derogan, convirtiendo en agua de borrajas un derecho asumido por el Estado. No contentos con esto, hacen un “recorte” adicional de 10.000 millones de euros en Educación y Sanidad que deteriora peligrosamente estos pilares fundamentales del Estado de Bienestar, como se comprobará posteriormente cuando se tuvo que atender al misionero contagiado por ébola en África y se había desmantelado el hospital especializado en infecciones emergentes de Madrid. Ahora prometen aumentar la tasa de reposición de los empleados públicos, tras la reducción de plantillas hasta límites insoportables, y causa indignación lo realizado frente a las nuevas promesas. Es una comparación odiosa.
No dicen nada del “copago” sanitario, por el que se retiró la financiación pública a 456 fármacos y que ahora han de ser sufragados de sus bolsillos precisamente por quienes menos recursos tienen y más afectados se ven por la crisis económica. Ni de los “repagos” que se introdujeron para que los usuarios abonen determinadas prestaciones sanitarias (prótesis, sillas de ruedas, muletas, traslados en ambulancias no urgentes, etc.), a pesar de que ya las financian vía impuestos. Habría que ser muy olvidadizo para creer que los que han encarecido la asistencia sanitaria y han obstaculizado (con recortes) su provisión pueden ahora prometer lo contrario. Ni los inmigrantes a los que se les retiró la cartilla sanitaria, abandonándolos en un “limbo” carente de derechos asistenciales, podrán tomar en serio las nuevas propuestas del Gobierno, de carácter electoralista, de crear un fichero sanitario que lo único que conseguirá será crear dos tipos de asistencia sanitaria pública en España: la de los afortunados nacidos aquí y la de beneficiencia para los desafortunados que huyen buscando “fortuna”. Avergüenza lo realizado y abochorna lo prometido, por inhumano e inicuo.
Pero es que toda la clase trabajadora le debe al Gobierno, ahora tan generoso, la precariedad en salarios, trabajo y derechos laborales, el despido casi libre, la congelación del salario mínimo interprofesional, la desvinculación del convenio colectivo y el recorte de prestaciones por desempleo, en cuantía y duración, y demás ayudas a los parados, Se promete una recuperación que consolidará la creación de empleo, pero lo único que figura en el Boletín Oficial del Estado es la Reforma Laboral de febrero de 2012 que ha posibilitado toda esta suerte de amenazas a un trabajo digno, estable y bien remunerado. Una “reforma” que ha debilitado el poder de negociación de los trabajadores frente a los empresarios y ha precarizado trabajos y salarios, consiguiendo que un “mileurista” con un trabajo temporal sea considerado un privilegiado en nuestra sociedad. Mientras a la Fuerzadel Trabajo se le exigen grandes sacrificios, al Capital se le conceden ingentes ayudas y beneficios, incluso recursos a fondo perdido. Tan es así, que el rescate que la “troika” europea ha llevado a cabo en España, ha consistido exclusivamente en reflotar bancos con dificultades de financiación, a pesar de que sus problemas se deban al despilfarro y la corrupción, como el del caso Bankia. Comparar todo lo que ha tenido que soportar el trabajador español, al que se ha tratado como culpable de la crisis, con medidas que lo han conducido a un empobrecimiento material y al expolio de derechos, causa exasperación e ira, máxime si los autores del atropello pretenden ahora, como hace el Gobierno, convencer de que la explotación es benéfica para el explotado, según las grandes cifras de la macroeconomía.
Sólo falta escuchar, como ya han señalado en multitud de ocasiones, que no ha sido el abaratamiento de la energía (a precios insospechados por intereses del cartel del petróleo saudí) y la compra de deuda por parte del Banco Central Europeo los “motores” de una recuperación que no se sustenta en las fortalezas estructurales de nuestra economía, sino en factores coyunturales externos. Sacar pecho y vocear a los cuatro vientos de que, sin ellos en el poder, peligra todo lo conseguido (parte de lo cual queda resumido), hace que entren ganas de que pierdan las próximas elecciones: por mentirosos, manipuladores y opresores de las capas de población que precisan del Estado de Bienestar para luchar contra las injusticias y las desigualdades. Basta simplemente con comparar entre lo que hacen y lo que prometen para valorar la credibilidad, si no fuera porque las comparaciones, siempre, son odiosas.