A Raquel Martínez, por su magisterio.
Creo que a la gente, en general, le gusta que pasen cosas. Sí, bueno, claro. La vida puede llegar a ser muy aburrida si no pasa nada. Y el arte también. En las novelas y en las películas se prefiere la aventura y el frenesí, en la pintura el colorido y la narración de episodios o el retorcimiento de formas, en la música la melodía brillante, y así en todo.
¿A quién no le gusta una historia trepidante? ¿Recordáis cómo empieza Con faldas y a lo loco? Es una magnífica película, y no sé si encontraréis a alguien a quien no le guste, ya sea un espectador poco exigente y muy "básico" o ya sea un sesudo crítico. Pero estos últimos se descuelgan también a menudo con peliculones de tres horas en los que se ve crecer la hierba y poco más. Y el público no entiende cómo hacen tales alabanzas de semejantes truños.
Lo mismo pasa con el minimalismo, con ciertas novelas existencialistas y con buena parte de la arquitectura contemporánea. Hablaré de esta:
A la gente en general le gusta la arquitectura barroca, por ejemplo, tan llena de cosas, tan impresionante e incluso a veces desequilibrante, y no puede entender que en los albores del siglo veinte ciertos arquitectos propugnaran las cajas paralelepipédicas blancas y no solo no se les echara a los leones sino que acabaran triunfando.
Por eso la arquitectura contemporánea no gusta, y cuando alguna obra sí alcanza al público lo hace por ser "barroca", entendiendo esto como retorcida, expresiva, llamativa y, en definitiva, en la que pasan cosas.
Y muchos de nosotros ponemos carita y decimos que no con el dedito. Nos preguntan entonces: "¿No te gusta porque pasan cosas?, ¿porque es divertido?, ¿porque es un desafío?" Entonces recordamos tantos edificios narrativos, divertidos y desafiantes que nos apasionan y contestamos: "No es por eso. Es porque es malo".
¿Y eso cómo podemos explicarlo? Porque enseguida nuestro interlocutor nos pregunta: "¿Y según tú esto otro es bueno?"
Y decimos que sí, que naturalmente, y nos sentimos como ese crítico de cine que afirma que esa película iraní en la que una joven madre camina con su hijo hacia un horizonte incierto durante veintitrés minutos y sin hablar es una obra maestra (hay que tener cuajo), y que Los bingueros, en la que te tronchas de risa y pasan muchas cosas, es un bluff.
Es un tema del que hablamos demasiado. Yo estoy siempre dándole vueltas (la última vez, hace solo cuatro entradas, aquí), y sé que aburro mucho, pero hoy tengo un enfoque nuevo, o una consideración que aún no había hecho, y aprovecho para contarla.
Ha sido la profesora Raquel Martínez quien hace unos días, en la sesión crítica de cierre de curso de Introducción a Proyectos de la URJC de Aranjuez, ponderó varios de los mejores trabajos de la clase con la siguiente reflexión, que gloso más o menos y aproximadamente.
Dijo que esos ejercicios eran muy buenos porque aunaban la complejidad y la sencillez, y señaló muy acertadamente la enorme diferencia entre complejo y complicado y entre sencillo y simple.
Expresó esa idea con gran claridad y convicción, y nos hizo ver a todos los presentes que es un criterio muy valioso, y digno de tener siempre presente. Ojalá ese mensaje calara.
Espontáneamente nos llama la atención lo complicado. Es un afán vital y expresionista del que ya he hablado muchas veces (y lo que seguiré). En ese afán acumulativo queremos que pasen cosas. Queremos aventuras, episodios, ruidos, luces, colores, figuras, mucha animación y mucho barullo. Eso no es malo en sí, y hay numerosas obras magistrales que tienen todo eso (vuelvo a citar Con faldas y a lo loco, pero también añado La isla del tesoro, Lullaby of Birdland, Astérix en los juegos olímpicos y puedo seguir con cientos y cientos de ejemplos magníficos), pero tienen todo eso con complejidad y no con complicación. Son capaces de articular la variedad con control y con profundidad.
Es más difícil disfrutar de obras no ruidosas, que a la gente poco entrenada pueden incluso aburrirla. Rashomon o Fresas salvajes son tan buenas como la mencionada Con faldas y a lo loco, pero son más "difíciles" porque exigen una mirada más entrenada, capaz de percibir complejidad en la sencillez, riqueza en el poco aderezado guiso, en la nada simple construcción.
Lejos de mí echar a pelear a Don Quijote con El extranjero, o a Henry "Ringo Kid" con Ethan Edwards y con Tom Doniphon. Todos son enormes tesoros de nuestra vida, pero a algunos se los disfruta a la primera y a otros hay que verlos con más atención y entenderlos con más profundidad.
En fin, todo lo que estoy diciendo sobra después de lo bien que lo contó Raquel: Tenemos que intentar obras que sean complejas en su sencillez o sencillas en su complejidad. A veces alguien lo consigue y eso nos hace felices y nos enriquece.