Sucedió en Pontevedra, y cuando el engañado usuario se personó en la comisaría más próxima, le explicaron que una forma de “agrandar” es mirar a través de tal lente de aumento. Tristeza. Casi tanta como gracia, pero creo que predomina la primera. Mucho ha de sufrir un varón para solicitar un aparato que le alargue el miembro viril; mucho complejo hubo de almacenar durante largos años para recurrir a un remedio de más que dudosa eficacia. ¿Cuantos otros sistemas probaría con anterioridad?. Resulta difícil imaginárselo, pero sí que es sencillo encontrar el origen de esta anécdota. El trato superficial prima el tamaño, la potencia sexual y la capacidad de conquista como baremo de la masculinidad; el varón no demuestra sensibilidad, sino que parece resultar más atractivo cuando
exuda testosterona por todos sus poros y exhibe un poderoso cimbel al despojarse de la ropa. El pontevedrés hubo de sentirse menos capacitado que otros congéneres y buscó ayuda, pagó por ella y se rieron de su complejo a la vez que se le estafaba cierta cantidad de dinero. Denunciarlo era exponerse a la vergüenza colectiva, pero pudo más la rabia que la discreción, y media España entiende que una forma de alargar el pene es verlo a través de una lupa, que terminaremos por colocar ante los ojos de la ciudadanía en general. No se valora la cultura, sin “k”, el esfuerzo, el bienestar; de lo que se trata es de lucir tableta de chocolate y nabo considerable; la cotización de las neuronas lleva décadas en franca decadencia para los dos sexos, que las féminas tienen lo suyo y compiten por lucir las mayores domingas, aunque sean sintéticas. No se dio el caso de vender una lente de aumento a una mujer como medio de aumentar la talla de sujetador, tal vez porque ellas tienen menos reparos a la hora de denunciar el hecho que llevó a nuestro pontevedrés ante la autoridad competente. Con tristeza. Con gracia. Pero sobre todo, con dos cojones. Y eso que cree que la tiene pequeña.