Revista Cine
Es estúpido desperdiciar el dinero. Es absurdo pagar más por lo mismo por mera comodidad, por mera inercia o alergia al cambio. Argumentos así, expuestos por mi mujer con esa sonrisa tiznada de consejo son irrebatibles. Comprar leche y jamón dulce no es lo mismo que volver a casa con un libro tras una conversación que ha servido de warm-up para su lectura (quizás ello no sea posible en tiendas como la FNAC, que maltratan a sus empleados con reducciones de sueldo, a pesar de sus pingües beneficios). En cualquier caso, decido hacerme usuario de un enorme supermercado que han abierto cerca de casa. Enorme en todos los sentidos: parece que algunos de sus empleados cobren sus exiguos salarios dependiendo del grado de desborde que presenten estéticamente sus estantes (esperaré más adelante para llamarles anaqueles). En todo momento deben presentar ese aspecto abarrotado pero ordenado, como de supermercado que justo ha acabado de abrir por la mañana, con productos en primera línea, con pasillos impolutos y con empleados que aún no han olvidado las pautas de su reciente formación: el usted y el buenos días y el puedo ayudarle acompañado de una sonrisa. A ver el tiempo que pasa, hasta que se dan cuenta del triste destino al que abocan los salarios de subsistencia, el agotamiento de los horarios leoninos que impide el relax necesario para sentarse (caso de que tras un trabajo que los anula y embrutece les interese lo más mínimo) a leer un libro o ver una serie. Dormir-trabajar-comer-trabajar-cenar-dormir, con un breve intervalo entre el paso 5 y el 6 para conectar con lo más absurdo de los reality-shows: famosillos sub-empleados tirándose desde un trampolín.Pero en cualquier caso, ahí estoy detrás de un carro que me parece de un volumen algo superior a los de otros supermercados. Analizo el dato con presteza: veinte cosas dentro de él y parece no solo vacío sino miserable, parece un monumento a la clase baja al lado de esos tipos que se presentan con carros a rebosar sobre los cuales parece mantenerse en equilibrio, al modo de Philippe Petit, una caja conteniendo el último LapTop en oferta. ¿Qué me agrede? Para empezar, la nauseabunda emisora musical que tiene puesta como sonido de fondo. Un monumento al cassette de carretera, a la programación de las galas de fin de año de las cadenas comerciales, a los descartes de los Grammy latinos, a la música que vomitan los vehículos desde los que los macarrillas nos increpan. Hay dos cosas particularmente agresivas: una voz de esas asépticas que habla a los clientes de la época del bacalado. Una horrorosa falta de respeto al hecho de que, en Catalunya, se le llame bacalao, falta de respeto perpetrada en nombre de la uniformidad, del ahorro de costes y de la economía de escala. Que me ponga tan nervioso eso es para acudir a un psiquiatra, lo sé. Pero tanto costaba grabar una alocución a la medida de los usuarios de la zona donde han puesto la tienda? La segunda agresión es más sutil: la música del Sueño de Morfeo, horrendo grupúsculo que une todas mis fobias: la ex mujer del tonto de Fernando Alonso; el rock-pop con pose agresiva de anuncio de cerveza light; la voz impostada de la chica ésta, Raquel del Rosario, mu mona ella pero tan creíble como Urdangarín con una hucha del Domund. El ritmo inmundo, la inflexión impostada de autenticidad. Todo por unos céntimos menos en un pack de yogur. Joder, qué tortura.