La exposición de discrepancias es una práctica habitual, algo inherente a la condición humana, que se manifiesta en la relación con los demás tanto como con el propio yo. Lo real está en continuo automovimiento y nuestro conocimiento cambia y se modifica, pues es -y debe ser- un proceso sin fin, no un acto realizado de una vez por todas. Sobre la base de la experiencia aprendemos y desaprendemos, avanzamos y retrocedemos, mejoramos y empeoramos, vale decir, cambiamos nuestras percepciones y convicciones. Todo ello nos hace vivir en una dialéctica de los acuerdos y desacuerdos, con los otros y también con nosotros mismos.
De ahí provienen la disensión y la crítica, que forma parte de la condición natural del ser humano. El derecho a pensar diferente y divergir es uno de los fundamentos de una sociedad libre y una vida buena, aunque conviene que vaya unido al deber autoimpuesto de estar en desacuerdo con fundamento, tras las apropiadas investigaciones y reflexiones, con respeto, con cordialidad, sin poner en peligro la unidad y la cooperación, sin esperar convencer o convertir a las propias ideas. Pero no se puede asimilar el acto de criticar con el atroz ejercicio de difamar, zaherir, injuriar, estigmatizar y humillar. Muchas y muchos no saben distinguir lo uno de lo otro, y esa es una de las grandes tragedias de nuestro tiempo, en el que los seres humanos, adoctrinados y amaestrados para ello por las instituciones gubernamentales, viven en una continua “guerra de todos contra todos”, que tiene en el uso bélico y vandálico de la palabra una de sus expresiones más degradante para la persona, más causante de dolor estéril y más provechosa para el poder constituido. De cardinal importancia es, al conocer un desacuerdo, determinar si es de naturaleza no antagónica o antagónica. En el primer caso, sea cual sea su magnitud, ha de ser tratado desde la cordialidad, sin cesar de trabajar juntos, sin dañar la unidad. Aprender a estar y a hacer en común con quienes se disiente es una expresión de madurez personal, solidez reflexiva, plétora vivencial y eficacia transformadora. Con todo, organizar la propia existencia sobre la base de obligaciones y deberes, como proponen Cicerón y Simone Weil[1], y no principalmente sobre derechos, es más justo y, al mismo tiempo más creativo, que confinarse en el universo egotista y autodestructivo de los derechos. Esto equivale, en el asunto considerado, a poner por delante del derecho de crítica el deber de investigar la realidad para fijar la verdad concreta ante cada cuestión particular. Mis escritos e intervenciones públicas, hasta el momento, están recibiendo muchísimas más muestras de apoyo y coincidencia, a menudo abundosas en cordialidad e identificación, aunque, como es lógico, no faltan las críticas, muchas constructivas y afectuosas pero unas pocas furiosas e incluso beligerantes. Cuando recibo una lo inmediato es preguntar a su autor o autora si desea que la dé a conocer, colgándola en mi página o difundiendo el texto en papel, y si me autorizan lo hago. Eso explica que en la página haya una cierta cantidad de críticas o de indicaciones de los escritos donde aparecen, y que se mantengan ahí sin refutación por mi parte, pues no deseo perturbar la libertad de juicio de quienes las lean con una contestación en exceso rápida. Ofenderse o indignarse con lo que otro u otros exponen en contra de uno es negarles el derecho a explicarse como deseen hacerlo, con total albedrío, es ir contra la libertad de crítica, es una manifestación de totalitarismo. De manera similar, no admitir la parte de verdad que puedan tener las críticas recibidas es construirse como un sujeto autista, e incluso solipsista, que no atiende a razones y no valora el gran bien de la verdad. Pero puede darse el caso que aquéllas carezcan del todo o casi del todo de valía y no contengan nada útil digno de ser reseñado. Ciertamente, nadie está obligado a incorporar los contenidos de las críticas a sus convicciones, sólo a no obstaculizar lo más mínimo su universal circulación y difusión. Que mi página sea la mayor concentración existente de críticas (y no hay más porque una buena parte de quienes me las envían no desean que las haga públicas) a lo que hago y al ideario que defiendo, e incluso a lo que soy o parezco ser personalmente, expresa mi concepción en esta delicada cuestión. Ciertamente, sería bueno que este modo de proceder se universalizara, de manera que todas y todos renunciasen a las prácticas censoras, represivas y excluyentes de las formulaciones disconformes con las propias ideas. Al actuar de dicha forma no diferencio entre desacuerdos expuestos con cordialidad o con animadversión, entre críticas constructivas o destructivas. Todas son a mi juicio expresiones legítimas de la libertad de expresión, fundamento de la libertad de conciencia, una de las libertades más importantes, la cual no existe en las sociedades de la modernidad. Nunca me fijo, más allá de su aprehensión descriptiva neutralmente considerada, en si una invectiva contra mis ideas, mis actos o mi persona pretende corregirme y mejorarme o desacreditarme y destruirme. A todas ellas las tengo por formas legítimas del ejercicio de la libertad de exponer las propias convicciones. En consecuencia, todas deben ser difundidas. Si estableciese distinciones entre críticas “aceptables” e “inaceptables” estaría atentando contra la libertad de expresión de los otros, pues les exigiría que se autocensurasen, que no pasasen en su exposición de discrepancias de un cierto punto. Esto no es admisible para mí, por razones epistemológicas, políticas, éticas y de cosmovisión. Asimismo, procuro ser cordial y afectuoso en mis actos públicos, entre otros motivos para que nadie deje de disentir públicamente con lo que exponga por temor a recibir una réplica irascible o biliosa. Cuando alguien recurre al ataque personal, lo que en ocasiones sucede, mi norma invariable es no defenderme. Por una razón muy sencilla: como individuo no soy importante y por tanto no merece la pena perder el tiempo protegiendo lo que no es gran cosa. Naturalmente, nunca me sirvo de ese tipo de añagazas. Se discrepa de las ideas y las prácticas pero la persona en sí está más allá de todo juicio, pues en este aspecto es algo similar a la “cosa en sí” de Kant, una realidad que no puede ser del todo conocida y que, en consecuencia, no puede ser evaluada en tanto que totalidad, como persona. No juzgar a los demás es una verdad muy profunda y extraordinariamente útil. Al mismo tiempo, hay un deber de afecto que se ha de mantener con todas y todos, también con las y los detractores más hipercríticos o furibundos[2]. Con todo, es sabido que el acudir al ataque personal es el recurso de quienes carecen de argumentos, no tienen razón, no aprecian la verdad y se mofan, igual que hacer la burguesía, de la ética. Lo correcto está en el axioma que preconiza la guerra a los errores y el amor a las personas. Por desgracia, no siempre he sido fiel a aquel ideario, tan hondamente sentido por mí, pero para esos casos está el recurso al reconocimiento de los propios errores, con propósito de no volver a incurrir en ellos. Las reglas éticas no proporcionan, y no pueden proporcionar, una conducta siempre irreprochable dado que ésta está más allá de lo que la limitada y mediocre condición humana puede realizar. A menudo guían nuestros actos pero en otras ocasiones sólo sirven para comprender a posteriori en qué erramos y para inducirnos a rectificar. Los seres humanos somos imperfectos por naturaleza y estamos obligados, precisamente por ello, a combatir el propio mal interior durante todo el tiempo de nuestras vidas. Para eso conviene fijarse normas, valores y criterios, que unificados son metas, y que a veces respetamos y otras no. Para el segundo caso está el recurso a la exploración regular de la propia conciencia, al pesar por el mal obrar y el deseo de mejorar así como de reparar el daño cometido. Nadie, ninguna persona por “genial” que sea, y ningún colectivo o movimiento por excelente que diga ser, puede convencer a todos. Siempre hay y habrá personas que disientan, que piensen de otra manera. Por tanto siempre habrá desacuerdo y críticas. La unanimidad es imposible tanto como indeseable. Por eso, y por otros motivos, me prohíbo a mí mismo cualquier pensamiento de “ganar”, de “derrotar”, de “imponerme”, en las controversias en torno a formulaciones e ideas, centrándome en una sola meta, aportar argumentos más y más trabajados y próximos a lo que tenga en cada caso por verdad, y nada más. Luego, se trata de esperar a que el paso del tiempo disipe, quizá, las diferencias y que en el futuro se pueda alcanzar acuerdos otrora imposibles. Como expone ese gran pensador de la Alta Edad Media hispana que fue Beato de Liébana, los humanos somos seres “bipartidos”[3], en permanente conflicto interior, desgarrados por contradicciones a menudo bastante dolorosas y en definitiva irresolubles, con una tendencia al mal que está en sempiterna brega con la también natural pero parcial propensión al bien. El arte de la existencia humana buena y superior consiste, para estas materias, en persistir en la voluntad de bien y perfección personal por medio de un esfuerzo permanente de automejora, en lucha contra uno mismo y con autonegación de sí, esto es, de la parte siniestra y perversa del propio ego, tanto como de afirmación de lo positivo de éste. Tal programa es inaceptable para la mentalidad narcisista, epicúrea y hedonista de la modernidad, que infantilmente se cree sin mácula y acabada, y que además se aterra ante la idea de vivir en un permanente conflicto y contienda interior que, de un modo u otro, es inevitable, al ser componente sustantivo de lo humano. Lo que de ello dimana es el sujeto siempre estancado e hiper-degradado característico de las sociedades contemporáneas. Aceptar las propias limitaciones, consideradas como forma naturales de manifestarse la condición humana, renunciar a los sueños pueriles de perfección y omnisciencia del yo, es parte medular del proceso de maduración de la persona, cada vez más difícil de realizar en un orden social en el que al individuo se le mantiene infantilizado desde la cuna a la tumba para poderle dominar más y mejor. La aplicación a mí mismo de esa gran verdad formulada por Beato, así como la mera auto-observación de mis ideas y actos, me hace ver que, en efecto, soy un sujeto “bipartido”. En mí, como en cualquier ser humano, coexisten el acierto y el error, del mismo modo que el bien y el mal, de manera que no puedo estar siempre acertado. Mis desaciertos son muchos, y siempre será así por más que me esfuerce en pensar bien y obrar bien, por lo que necesito de la crítica de los otros tanto como de la de mí mismo. Nadie puede tener razón en todo, y yo quizá menos que nadie dado que a lo largo de mi vida me he equivocado demasiadas veces y en asuntos demasiado importantes como para albergar ahora alguna ridícula idea de genialidad y omnisciencia[4]. Las críticas que recibo, sea cual sea su contenido y propósitos, me estimulan, me enseñan, me fuerzan a ser mejor. Ocultarlas o peor aún denunciarlas y perseguirlas sería un colosal despropósito. Si tienen razón, al difundirlas coopero en el triunfo de la verdad. Si no la tienen, con la práctica de darlas a conocer colaboro en la tarea de crear una sociedad con irrestricta libertad de expresión. En un caso y en el otro gano con lo que hago. Esto no está en oposición con que a veces (otras no, que son la gran mayoría) me duelan, me ocasionen ansiedad, tensión y desasosiego íntimo, pues obrar rectamente no siempre es agradable dado que bien y placer suelen estar en oposición. Pero, sea cual sea el estado psíquico que me susciten, el deber de respetarlas y darlas a conocer es total e incuestionable. No es posible avanzar sin lucha y confrontación de ideas. La mera unidad con los otros como meta es un grave error pues, primero, sin crítica no se puede ir corrigiendo los defectos y yerros en que inevitablemente se incurre (vivir es equivocarse una y otra vez), y, segundo, dado que las contradicciones existen en todo lo real, por sí mismas y no como actividad malintencionada de esta o la otra persona o grupo, han de ser tratadas. Sin un cierto grado de conflicto no hay avance. Por eso quienes bloquean la crítica y se ofenden por ella se condenan al estancamiento sempiterno, a no desarrollarse a medida que lo hace la realidad, a convertirse en entes superados y seniles. Los que de ese modo obran son enemigos de sí mismos. Una manifestación práctica de los pésimos efectos que ocasiona el bloqueo por sistema de la actividad crítica lo proporciona la izquierda. Ésta se toma casi cualquier reflexión discrepante como un ataque al que hay que contestar con intimidaciones de un tipo u otro. Eso ocasiona su bien conocido estancamiento intelectual, programático y operativo, por lo que sigue con ideas y prácticas de hace más de un siglo, las cuales es incapaz de renovar, actualizar y mejorar. En su seno el pensamiento creador es nulo, pues todo consiste en repetir los supuestos “principios” doctrinales de una forma abstracta y dogmática, sin dejar espacio a los hechos, la práctica y la experiencia, sin abrirse a la realidad. De ese proceso de trituración del pensamiento libre (y, por ende, creador) resulta un sujeto, el militante de la izquierda, bastante degradado como ser humano, por ausencia de hábitos de mejorarse y mejorar a través de la regular admisión de errores y desaciertos. La izquierda es la corriente social más anquilosada, más incapaz de pensar y crear lo nuevo, más obsesionada con categorías autodestructivas, menos respetuosa de la persona y sus necesidades, más hostil a todas las expresiones de la libertad. En realidad, sintetiza y concentra lo peor del mundo del capital, del cual es sostenedora devota, en la forma de negar el capitalismo actual sólo para crear otro aún más poderoso y terrorífico, el hiper-capitalismo fusionado con un Estado de un poder descomunal, como ha hecho en Rusia, China, Corea del Norte o Cuba. Por eso ahora es en todo lo importante la vanguardia de la reacción y la fuerza de choque de la anti-revolución. La meta estratégica primera en las materias examinadas no debe ser buscar el triunfo de las propias ideas pues es más importante batallar en pro de la libertad de expresión y la libertad de crítica. Las convicciones personales únicamente son legítimas, y además sólo son, por lo general, rigurosas y sólidas, cuando se formulan y se desarrollan en un ambiente en que la posibilidad de disentir sea plena. Dicho de otro modo: lo más importante no es la victoria de las formulaciones propias sino el triunfo de la libertad de expresión. Pero, atención, esta decisiva noción tiene que ser comprendida y practicada de manera muy distinta a como la enuncia la intelectualidad actual, institucional e hiper-subvencionada, la cual la convierte en una coartada sofística para provecho del actual régimen de ahogamiento de la libertad de conciencia, negación en lo sustancial de la libertad de crítica, trituración integral del sujeto, difamación regular del otro y deshumanización universal impuesta desde arriba. La crítica debe ser un ejercicio de reflexión, una expresión concreta de la voluntad de verdad, un deseo de mejorar los proyectos colectivos señalando desaciertos y errores, una manifestación de afecto y una afirmación de las identidades y acuerdos que existen a la vez que los desacuerdos, conforme a la dialéctica de las coincidencias y las disidencias. Mi posición ante la emisión de reprensiones, reprobaciones y reconvenciones necesita asimismo ser explicada. Nada me agrada más que concordar y alcanzar acuerdos, y me regocijo íntimamente con las coincidencias, también si se dan junto con desacuerdos, que es lo habitual. No estoy obsesionado con ejercer la crítica y nunca voy a la caza de diferencias. Mi rechazo del llamado “pensamiento crítico”, ligado a la Escuela de Francfort, se expresa de manera bastante extensa en el libro “La democracia y el triunfo del Estado”. Creo, más que en el critiqueo, en una pedagogía de lo positivo, según la cual se otorga apoyo al lado mejor de las personas y los grupos con el deseo que de manera natural y a lo largo de un proceso prevalezca sobre el componente negativo. Dada la importancia de la cuestión resumiré las diferencias que tengo con el atrabiliario criticismo de dicha Escuela. En primer lugar, la primordial meta natural de la mente humana es determinar la verdad y no ejercer la crítica, y ésta debe ser considera como un procedimiento para exponer y afirmar la verdad. Al desligar la crítica de la verdad, olvidando ésta y absolutizando aquélla, convierte el acto de disentir es una contribución más a la emisión de subjetivismos, desatinos, extravíos, dislates, falsedades y agresiones verbales (lo que antiguamente se denominó “pecados de la palabra”), que es lo que efectivamente se observa. Cuando se examina lo formulado por los adeptos al “pensamiento crítico” se halla que muy a menudo sus invectivas tienen menos contenido de verdad que aquello que con tanta ferocidad vituperan, lo que equivale a institucionalizar el reino del error y la mentira, además de unas intolerables prácticas de zaherir, humillar, calumniar y afrentar a nuestros iguales. Se suele presentar el “pensamiento crítico” como una ideología “radical” que milita contra el conformismo dominante, al demandar por encima de todo adoptar un punto de vista discrepante y disidente ante el poder constituido. Pero ese criticismo que ignora la perentoria categoría de verdad, como investigación de la experiencia, reflexión sobre la realidad y determinación de la certidumbre posible-finita en cada caso, se hace una pantomima cuando se desentiende de las concreciones sustantivas del quehacer de la mente humana, en primer lugar la voluntad de verdad en tanto que repudio del error, la arbitrariedad, el autoengaño y la mentira. Si en el acto de criticar vale todo, si no se toman precauciones para que lo así emitido sea mejor y superior a lo criticado, ¿qué puede aportar ese criticismo al progreso del saber, la mejora de la condición humana y la revolucionarización del orden constituido? El “pensamiento crítico” ha llegado a ser una fuente tremenda de errores, caotización de las mentes, entontecimiento a gran escala, envilecimiento del sujeto, pretexto para estigmatizar al otro, desintegración de la vida colectiva y causa de las peores mentiras. Además, al frivolizar el acto de disentir y repudiar llega a anularlo de hecho, convirtiéndolo en un formalismo falsamente “antisistema”, en una banalidad de la que nada sustancioso, respetable y revolucionario sale. De ese modo la Escuela de Francfort ha creado un nuevo conformismo, uno de los peores, que se cubre con la máscara de una caricatura de disidencia permanente vacía de contenidos, verborreica y ayuna de verdad y, en consecuencia, reaccionaria de forma superlativa. El olvido de la central noción de verdad lleva a tales despeñaderos y dislates. La meta no puede ser dominar al otro con palabras sofisticas y engañadoras, ultrajantes y pendencieras, sino servirle con la verdad. Al no movilizar al sujeto para averiguar y aprehender la verdad, al forzarle a contentarse con cualquier cosa, esto es, con una pseudo-crítica que no exige esfuerzo intelectual, la Escuela de Francfort coopera en expandir el fundamental mal de nuestro tiempo, la destrucción de la esencia concreta humana, la subhumanización de la persona, a la que impide usar sus facultades reflexivas, empujándola a un callejón sin salida, el uso trivial e insustancial pero malintencionado de palabrería supuestamente “crítica”, en realidad resignada, huera, crédula y desmovilizadora. Esa concepción pervertida de la disidencia la convierte en una agresión al otro, en un procedimiento para realizar en la práctica la hobbesiana “guerra de todos contra todos” (que es de primerísima importancia para que el Estado y el capitalismo prosperen) por medio del uso habitual del ultraje, la murmuración y la difamación. Los partidos y colectivos que hacen suyo “el pensamiento crítico” viven en una permanente reyerta interior de la que nada útil ni elevado resulta, salvo la satisfacción de uno de los apetitos más infaustos del ser humano, el odio. La critica sin verdad, como mero acto destructivo dirigido a vilipendiar, es una expresión de aborrecimiento. Pero éste envilece y destruye a quienes lo admiten en el interior de sí, mucho más a quienes lo consideran como algo positivo. Odiar ofusca la mente y priva de la capacidad de pensar, de ese modo degrada, debilita y condena a la derrota a quienes lo practican. No hace falta decir que “el pensamiento crítico” es un embellecimiento y sacralización de la cosmovisión del odio propia de las sociedades hiper-dominadas por el Estado y el capitalismo, realizada en el tono pedantesco e intelectualoide peculiar de la Escuela de Francfort y adobada con la apropiada cantidad de verborrea “anticapitalista”, hoy siempre imprescindible para vender los tósigos mentales más devastadores a ciertos sectores que se creen muy radicales pero que son los más conformistas e integrados, más pro-capitalistas de hecho. En realidad, lo que dicha Escuela preconiza en nada se diferencia de lo propuesto por un reaccionario tan notorio como Schopenhauer en el libro antedicho. El hiper-criticismo que todo lo descalifica, ridiculiza, niega, desautoriza, estigmatiza y destruye, todo menos el acto de criticar en la forma de agresión perpetúa al otro, es uno de los grandes males de nuestra sociedad. Se ha creado una mentalidad sádica que goza haciendo daño con el lenguaje a sus iguales, que no tiene más meta que machacar y triturar por medio de la palabra, que ignora por sistema los componentes positivos de las personas y las cosas que le rodean, que vive en un frenesí de rencor, nihilismo y agresividad. Ese sadismo criticón destruye la vida colectiva, disuelve las prácticas comunitarias, hace imposible actuar conjuntamente y deja al sujeto sólo ante los poderes constituidos, por tanto, impotente ante ellos: tal es la meta implícita del “pensamiento crítico”, ideología urdida por la Escuela de Francfort, un apéndice de la pérfida socialdemocracia alemana de principios del siglo XX y, como toda ésta, un sofisticado instrumento al servicio del capitalismo. Que los más hipercríticos sean los menos autocríticos les pone en evidencia. Frente al desenfreno encarnizado, cruel, vandálico y destructor del palabreo hiper-criticista tenemos que aplicar la pedagogía de lo positivo, adiestrando nuestras mentes en observar y constatar, en apreciar y valorar, lo bueno y admirable de los otros y de sus obras. Para ser más exacto diré que se han de captar las contradicciones internas en nuestros iguales y en sus realizaciones, advirtiendo no sólo sus errores sino sus aciertos, no sólo sus defectos sino también sus cualidades, no sólo sus debilidades sino también sus lados positivos, para crear sólidos vínculos de afecto y concordia, que nos permitan avanzar unidos por el muy difícil camino de la revolución integral a realizar y que doten a nuestras vidas de grandeza, sabiduría, comunidad, trascendencia, calidez y sentido. La Escuela de Francfort y todos los aparatos institucionales de similar jaez amaestran al sujeto en la obsesión por lo negativo, de manera que construyen seres capaces de ver lo supuestamente nocivo en todos y en todo pero permanecen ciegos y sordos a lo positivo. Pero, ¿en todos y en todo? No, se empecinan en hallarlo en sus iguales mientras que lo ignoran en sus superiores en la pirámide social, así son agresivos con los primeros y serviles con los segundos. En eso se concreta la chusca noción de “dialéctica negativa” de los pedantócratas de dicha Escuela. Por ejemplo, cuando pasaron a colaborar con el ejército estadounidense de ocupación en Alemania, tras la derrota del nazismo en 1945, haciéndose activos (y muy bien remunerados) agentes del nuevo militarismo y del capitalismo germano, justamente del mismo que lanzó a los nazis y que ahora domina Europa, no encontraban en aquéllos nada negativo. Al mismo tiempo adiestraban a las gentes de las clases populares a espiarse y herirse las unas a las otras, a agredirse y embarcarse en mil disputas bizantinas cargadas de aborrecimiento mutuo, a ignorar las obligaciones básicas de respeto al otro, de cortesía y afecto a los demás, lo que incluye tratar los desacuerdos de manera no-antagonizante. El “pensamiento negativo” es un modo de dividir y enfrentar al pueblo entre sí: divide y vencerás dice el maquiavélico adagio. La maledicencia es cualitativamente diferente al acto de criticar. Su contenido es difamar y calumniar, afrentar y ultrajar, murmurar y maldecir, lo que nada tiene que ver con la libertad de expresión. Su objetivo no es exponer la verdad sino herir y hacer daño. Pues bien la Escuela de Francfort y con ella, un sinnúmero de intelectuales “críticos”, preconizan convertir el ejercicio de decir en una actividad ofensiva, agresiva y destructiva, con el sofisma de que ello contribuye a “denunciar” al orden constituido. Pero dado que éste surge del desprecio por la verdad, del odio universal y del uso a colosal escala de la mentira, ¿cómo puede ser “subversivo” obrar lo mismo que él? Servir a la verdad, autocontenerse en el uso de la palabra, renunciar a las siempre viles actividades maledicientes, mirar con simpatía al otro, tener para él palabras y actos de afecto y cordialidad: eso es hoy lo verdaderamente subversivo. La destructividad, el negativismo y el nihilismo del hiper-criticismo que ha prevalecido en Occidente en los últimos cincuenta años han contribuido poderosamente a la formación de los seres-nada, esas criaturas que han sido vaciadas de pensamientos, voliciones, saberes, afectos, recuerdos, fortaleza, capacidades, fines, valores, voluntad de revolución y amor para hacerlos una mera apariencia de seres humanos. El feroz machaqueo criticista ha triturado a millones, al destruir su vida interior y sus prácticas personales básicas, sin ser capaz de sustituirlas por nada, vacío que luego ha llenado el consumo y el servilismo infinito del trabajo asalariado y de la dependencia total del Estado, en la forma de Estado de bienestar. Tal es la obra ultra-reaccionaria del “pensamiento crítico” y de la “dialéctica negativa”[5]. Pensar en positivo, aportar constructivamente; rehacer, afirmar y crear; ver lo bueno y admirable de nuestros iguales regocijándonos ilimitadamente con ello; constituir ideas, valores, prácticas, experiencias, comunidades, esfuerzos, olvido de sí, fines, épica, generosidad, relaciones y estrategias: tal es una de las más importantes tareas del momento. Para ello se ha de ser críticos con el criticismo y negativos con el negativismo. El victimismo es la apoteosis del pensamiento “negativo” de la Escuela de Francfort. Según esa fúnebre ideología los seres humanos dejan de serlo para convertirse en víctimas y sólo víctimas, siempre lloriqueando y quejándose, siempre acusando a otros de sus males, infantilizadas, pasivas e inconscientes, incapaces de asumir sus propias responsabilidades, esperando su “liberación” desde fuera puesto que admiten como primer axioma que no pueden lograrla por sí. Pocos productos ideológicos elaborados para reforzar la dictadura del par Estado-capital tienen una capacidad tan descomunal de destruir al sujeto y deshumanizar que el victimismo. El feminismo está cometiendo feminicidio por medio del victimismo, y la izquierda ha logrado destruir el potencial revolucionario de los asalariados también valiéndose en gran medida del victimismo. Finalmente, las pretendidas víctimas, incapaces de ser por sí, sólo pueden “liberarse” por la intervención del Estado, gran potencia redentora: ahí es donde se pone de manifiesto la naturaleza socialdemócrata, por tanto furiosamente estatista, de la mencionada Escuela. Así se ha ido construyendo la intolerable sociedad actual, donde todas y todos somos patéticas criaturas propiedad del Estado. Dejar de ser víctimas del victimismo es de primordial importancia, sobre todo las mujeres. Sin éstas combatiendo en primera línea es imposible ganar la batalla por la libertad de crítica, por la libertad de expresión, por la libertad de conciencia. Sin ellas no es posible triunfar en el propósito de construir una sociedad fundamentada en la verdad y en ser humano entregado al esfuerzo por la verdad. Sin las mujeres no hay revolución integral posible, por tanto su rebelión contra el victimismo y la ideología del odio por excelencia (el feminismo, constructor del neo-patriarcado), que progresa ante nuestros ojos, es uno de los más grandes motivos para mirar con alguna esperanza hacia el futuro. Finalmente, sin las mujeres, es absolutamente imposible superar la actual sociedad del odio y edificar un orden social asentado en el afecto y el amor mutuo. Ha pasado casi un siglo desde la emergencia del “pensamiento crítico” y es legítimo preguntarse ¿qué ha aportado de bueno? La respuesta es que nada o casi nada. De su entorno no ha salido ninguna obra de pensamiento importante, sólo consignas, manipulación y propaganda; únicamente rencillas, disputas y enfrentamientos, nada más que verborrea al servicio del poder constituido. No podía ser de otro modo por causa de su olvido de la noción seminal por excelencia, la de verdad. Quién más y mejor ha acogido al “pensamiento crítico”, la izquierda radical (una vez más constatamos que ésta es vanguardia en todo lo negativo y reaccionario), es víctima de él, como se manifiesta en la cantidad infinita de querellas sin sustancia que padece, las cuales la condenan a la esterilidad intelectual y a la inoperancia práctica. Al faltar en la izquierda un idea de cordialidad, afecto y respeto de unos a los otros, al haberse construido sobre una cosmovisión del odio y de la más mostrenca incomprensión de lo humano, es víctima de sí misma. Al abrir imprudentemente sus mentes a los maestros del odio, el egotismo y la insociabilidad por excelencia, Nietzsche, Stirner y tantos otros, está fatalmente condenada a una danza trágica y sin fin en la que ni logra alcanzar ninguna verdad ni puede garantizar la unidad y solidez de sus filas. Por eso su historia es la del error y la mentira, la de la desunión y el fracaso continuado en la práctica. No podía ser de otro modo[6]. Dije antes que disfruto mucho más con los acuerdos que con las diferencias, y que considero muy deseable que se dé siempre un ambiente de confianza, afecto mutuo, voluntad de comprenderse y hermandad. Pero eso es sólo una parte de lo real. En ocasiones la crítica se hace necesaria, e incluso se convierte en un deber, bien sea tomando la iniciativa o respondiendo a las recibidas. La cordialidad es finita, como todo lo humano y existe junto con su opuesto, de manera que hay que combinar afectuosidad y discrepancia según las circunstancias concretas. En bastantes casos es dable la crítica constructiva pero en unos pocos se impone la de naturaleza simplemente correcta, cuando los desacuerdos son antagónicos, en el caso de hacer frente a ideas o prácticas que dañen de manera muy grave componentes sustanciales del bien. Quiero dejar constancia que ardo en deseos por encontrar personas a las que admirar, proyectos colectivos a los que aplaudir hasta dolerme las manos y libros a los que otorgar mi apoyo más entusiasta. Deseo apasionarme con el bien que contemplo en los otros, sintiéndome sólo una parte de un gran torrente que ha de crear libertad, verdad, generosidad, convivencia y belleza. Lamento que haya personas que miden y pesan a sus iguales con una reserva y desconfianza que hiela el corazón, tratándolos como adversarios si no como enemigos. Quiero gritar de emoción ante la excelencia ajena, con lo que observo en los otros de bueno, sublime y positivo, y deseo hacerlo sin perder la objetividad. Vivir desde el entusiasmo, desde la confianza, desde la hermandad, desde la fórmula de todos unidos persiguiendo el bien general con preterición radical del interés particular, siempre limitado y mezquino, es el gran ideal que está destinado a mover el petrificado y tiránico orden constituido. A menudo practico “el arte de callar”[7], o dicho de otro modo, me autocensuro de buena gana y de manera consciente, por afecto al otro y a los otros, o por cálculo estratégico o táctico, pero en otras ocasiones no salir con energía al paso de errores y formulaciones desacertadas, que están arruinando las vidas de todas y todos nosotros, sería una cobardía y un tremendo error. Por tanto la fraternidad en actos y la crítica, que puede ser severa, son los dos polos de una contradicción, al darse unidos y al mismo tiempo en oposición. Dicho de una forma popular, “lo cortés no quita lo valiente”, aforismo que nos sitúa en el corazón mismo de la complejidad infinita de lo humano, al desautorizar las dos formas posibles de simplismo en esta cuestión, el unitarismo sin crítica y el critiqueo sin verdad y sin afectos. Este asunto es otro más que niega la razón a quienes mantienen una concepción ingenuamente optimista sobre la condición y el destino humano. Si verdad y convivencia no pueden darse a la par con ausencia de un nivel mayor de conflicto mutuo, la conclusión a extraer es que los problemas fundamentales del ser humano no admiten una solución completa y definitiva, y que en el futuro no nos aguarda una edad de armonía, dicha y satisfacciones puras, al estar éstas mezcladas necesariamente con grados mayores o menores de tensión y conflicto que requieren atención y dedicación. En consecuencia, es necesario refutar y repudiar el pensamiento utópico, esa infantil manera de concebir el presente y el futuro, de la cual provienen algunas de las peores formas de mal y conformismo. Nunca habrá una reconciliación universal entre los diversos polos de las numerosas contradicciones que condicionan y determinan al ser humano, nunca. Siempre viviremos en la confusión, el conflicto y el desequilibrio y por tanto solamente una cosmovisión del esfuerzo sin fin puede aportar soluciones, aunque finitas, temporales e incompletas, a los grandes problemas de nuestra condición. Lo otro es caer en el más fúnebre de los autoengaños. Es traficar con narcóticos espirituales. Los buscadores de paraísos son los constructores de los peores infiernos, para los otros y para sí mismos. Quienes van tras el placer suelen darse de bruces con las peores formas de sufrimiento. Aquellos que corren en pos de la felicidad a menudo terminan conociendo las manifestaciones más lóbregas de infelicidad. La noción de una futura sociedad razonablemente libre es la de un orden plural y diverso, en la que tenga cabida la totalidad de la experiencia humana a partir del principio rector de la libertad para todas y todos, lo que deja fuera de dicho orden exclusivamente a los enemigos de la libertad. En consecuencia en aquélla la crítica ha de ser libre aunque más como deber que como derecho, como responsabilidad que como busca de más poder, como áspero y severo ejercicio en pos de la verdad que como frivolidad, sadismo y sofistería. Quienes ahora se oponen a la libertad de crítica y de expresión, aquellos que desean por encima de todo el triunfo de sus formulaciones y no la de la libertad, igual para todas y todos, de exponer lo que se quiere sea conocido con responsabilidad auto-asumida manifiestan estar dominados por una mentalidad totalitaria que sólo puede desembocar en un régimen de tiranía política en la que ellos sean los jerarcas máximos. La libertad de crítica lo que debe realizar, a fin de cuentas, es el gran bien de la verdad. El sujeto medio de la modernidad, habituado por las instituciones y por la ideología izquierdista pro-capitalista a considerar como única finalidad el beneficio económico, el dinero, el consumo y el bienestar, no está en condiciones de valorar lo que la verdad significa. No puede comprender, sin un gran esfuerzo, que dentro de cada persona existe una necesidad de verdad, y que ésta es la principal de las necesidades humanas en tanto que humanas. Sin satisfacerla el individuo se degrada a ente zoológico, a mera extensión del tubo digestivo. Por tanto las metas que aquello nos demanda son vivir en la verdad, hacerse sujetos aptos para la verdad, construir un orden político y económico estructuralmente apropiado para la verdad, combatir de por vida el error y la mentira, preservarnos del autoengaño y estar dispuestos a arrostrar todos los sacrificios y persecuciones en beneficio de la verdad. Se trata, en definitiva, de amar la verdad, expresión que unifica los valores sustantivos de lo humano, amor y verdad, junto con la libertad. Dado que vivimos en una sociedad espantosamente erigida sobre la mentira, pues ésta, incluso por encima de la represión, es el instrumento de que se vale el par Estado-capital para mantenerse y expandirse, el esfuerzo por la verdad, como militancia interior y exterior, privada y pública, persona y colectiva, se hace el componente decisivo necesario para la maduración de la revolución integral que ha de establecer un orden apto para la verdad, sobre la base de la libertad de conciencia y la libertad de crítica, con autonomía del yo y responsabilidad, con derechos básicos pero, sobre todo, con deberes auto-impuestos. Quienes se desentienden de la cuestión decisiva de la verdad es porque dan de lado la tarea cardinal de la revolución integral. Ahora nuestra sociedad es un desierto cultural, y la causa principal es el adoctrinamiento y amaestramiento de masas que padecemos, la furia con que las instituciones estatales y empresariales conculcan la libertad de conciencia y anulan la libertad de crítica. Para que haya un renacimiento de la cultura y los saberes hay que librar una lucha fortísima por la libertad, a fin de que la creatividad de todas y todos, hoy proscrita, arrinconada, desnaturalizada, prohibida y destruida, pueda expresarse sin limitaciones. Hoy la propaganda es todo y el todo. Pues bien, tenemos que rechazar con rotundidad la noción y la práctica de la propaganda, movilizándonos por una sociedad sin propaganda ni publicidad de ninguna especie, en la que prevalezca la libertad de expresión sin centros privilegiados de emisión, sin multitudes mudas, sin comunicadores verbosos y omnipresentes, sin intelectuales-funcionarios hiper-subvencionados, sin profesores encargados, desde su obvia ignorancia y paladina parcialidad, de decir al pueblo qué es “La Verdad” en todos los asuntos, sin artistas extravagantes dedicados a la más sórdida acumulación de capital mientras dicen practicar todas las formas de “provocación” y “subversión”, sin gurús redentores, sin un Estado que, en su omnipotencia actual, es capaz de moldear al cien por cien la vida interior de las personas según sus necesidades estratégicas. Por medio de la revolución integral haremos una sociedad en que la crítica sea libre, y en que el esfuerzo por la verdad se aúne con el esfuerzo por la convivencia, con el afecto y cariño de unos a otros. Una sociedad que plasme la libertad de conciencia, la realice y la haga posible. Crearla será algo grandioso y sublime, un salto adelante colosal en la historia de la humanidad. En consecuencia, unámonos cordialmente a pesar de las diferencias que nos separen, habituémonos a tratarlas con afabilidad, renunciemos a sentirnos molestos u ofendidos por las críticas que nos dirijan, realicémoslas con tacto y cariño, practiquemos el saludable arte de captar lo positivo en el otro y avancemos salvaguardando la verdad y el saber cierto tanto como la unidad y la concordia. Seamos severos con nosotros mismos y comprensivos con los demás, usando indistintamente las crítica a los otros y la crítica de sí mismos. A la vez, tengamos lucidez, fortaleza interior y valentía para defender y difundir las propias creencias, incluso cuando nadie las otorgue apoyo, permaneciendo en minoría el tiempo que sea necesario. Y atrevámonos a disentir y discrepar, en lo pequeño, grande y mediano, por una hora, un día, un mes, un año o toda la vida, a pesar de la incomprensión, la incomunicación, las injurias, las amenazas y las agresiones. Que nada ni nadie pueda doblegarnos. Decisivas son las nociones de realidad, experiencia y verdad. Las dos primeras nos proporcionan la tercera, ellas y sólo ellas, no los sistemas teóricos, no los dogmatismos varios, no los libros sagrados, no los axiomas y primeras “verdades” fundantes ajenas a la experiencia, no las narraciones para niños que prometen constituir una orden social de maravillas y prodigios a precio de saldo, como si se adquiriese en unas rebajas[8]. Dicho de otro modo, son la realidad y la experiencia las únicas que pueden suministrar la única verdad posible, finita, incompleta e imperfecta pero verdad a fin de cuentas. Finalmente, una certidumbre experiencial es que debemos apreciar la compañía de los otros, que la soledad no es buena ni sana y que la crítica debe plasmar la verdad sin atentar contra la hermandad. Se ha de considerar, además, que sin verdad no hay revolución que ponga fin a la actual dictadura de la publicidad, las consignas y la propaganda, esto es, de la mentira. Pero sin revolución no puede existir una sociedad que viva por la verdad y un sujeto que viva para la verdad. Al mismo tiempo, necesitamos un gran cambio cualitativo para crear un orden social de la convivencia y la relación, de la reconciliación entre los seres humanos, del afecto, la ayuda mutua y la fusión interpersonal. Una reflexión final es que sin superar la descomunal atomización individualista y el solipsismo psíquico en curso, particularmente grave entre quienes se adscriben a credos políticos “radicales”, sin aprender a convivir y a estar colectivamente, nada trascendental puede hacerse en la hora presente. Los proyectos colectivos de todo tipo encuentra en la convivencia el que, por lo general, es su mayor problema, su más grave dificultad, de manera que la amplia mayoría de ellos, en sí mismos magníficos, mueren por causa de conflictos relacionales. Esto está demostrado en las experiencias de la nueva ruralidad, pero también en numerosos intentos de dar vida a cooperativas, grupos culturales, centros sociales y otros de similar naturaleza. Aprender a hacer y recibir como es debido desacuerdos y críticas, habituarse a tratar con corrección y afecto las diferencias que naturalmente aparecen en relación con las dificultades que van surgiendo, acostumbrarse a cultivar dentro de sí una imagen de los otros en que sus lados positivos y aciertos predominen, es de primera importancia. Eso no puede lograrse desde unas simples “técnicas de resolución de conflictos”, por más que éstas puedan aportar algo positivo. Lo que se necesita es una concepción integral de la convivencia y la relación, de la cual una parte sustantiva ha de ser lo referente a la crítica. Yendo más allá hay que hacer observar que el capitalismo, en esencia, es una forma radical de individualismo, y que su superación real y no meramente verbal como preconiza el fútil e hipócrita “anticapitalismo” en curso, sólo puede consistir en formas variadas de colectivismo y comunalismo. Quienes dicen estar contra “el Capital” pero al mismo tiempo no manifiestan interés en superar el individualismo burgués, se engañan y engañan. No hay otro anticapitalismo sin comillas que el que se fundamenta en la regeneración radical de la convivencia y la relación, en el afecto y en la ayuda mutua, en saber criticar y en saber aceptar las críticas. Si dicho anticapitalismo se ha de realizar por y para las personas realmente existentes, y no desde fantasmagóricos mecanismos impersonales operando “objetivamente” dentro del capital, concebido como una abstracción risible, y dentro de la historia, concebida asimismo como otra abstracción libresca y extraviada, es imprescindible que las personas aprendan a convivir, a constituirse en “nosotros”, a quererse y apreciarse con pasión y furia, a renunciar al egotismo y a dejar en el lugar que le corresponde al interés particular. No hay otra vía. Por desgracia, el análisis del capitalismo hoy más utilizado, que proviene de Marx y sus discípulos, está equivocado en casi todas las cuestiones sustantivas, y una de ellas es negar la decisiva importancia de lo relacional, de lo humano real concreto, en su superación. Aquél ideólogo lo concibe como un mecanismo impersonal, de ahí que la mejora radical de la persona no forme parte de su programa. Esa concepción falsa, aberrante y reaccionaria, que es la que interesa al capitalismo para reforzar su presencia y capacidad de acción hasta el máximo, ha fracasado con rotundidad en todas las ocasiones que ha sido aplicada pero aún así sigue siendo dominante, lo cual manifiesta hasta qué punto las mentes de la modernidad son inhábiles para aprender de lo real y están cegadas por los dogmatismos, en qué medida la inteligencia, que es creación de lo nuevo y no estólida repetición de dogmas, se ha extinguido casi del todo. Aprender a resolver las diferencias y a manejar la herramienta de la crítica, aprender a convivir, aprender a estar juntos, en suma, aprender a vivir como seres humanos, esto es, con afecto de unos a otros, es uno de los grandes retos de nuestro tiempo. Su resolución razonablemente acertada es fundamental, primero porque es un bien en sí, y segundo porque es imprescindible (atención, digo imprescindible) para el triunfo de la revolución integral necesaria si se desea superar esta hora aciaga y espeluznante de la historia de la humanidad. Félix Rodrigo Mora
[1] Se trata de “Los Deberes”, del patricio romano, y de “Estudio para una declaración de los Deberes hacia el ser humano”, de Simone. Ésta preparó tal documento para contrarrestar la mil veces funesta, al inculcar a las gentes una mentalidad de esclavos del Estado y al triturarlas como personas, declaración de 1789, la obra señera de la revolución francesa, de título “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano”, que ha inspirado, entre otras muchas, la saga de las Constituciones españolas, desde la de 1812, documento político-jurídico que chorrea sangre, hasta la actualmente vigente, de 1978, no menos tiránica y deshumanizadora. Construirse como sujeto de deberes es el camino que ha de seguir quien desee revolucionarizar al mismo tiempo su vida interior, espiritual, y el orden vigente en la sociedad. Simone Weil es una de las más grandes y poderosas mentes pensantes del siglo XX precisamente porque, en tanto que mujer fuerte, heroica y magnífica que fue, se rigió por las nociones de deber y esfuerzo desinteresado. Su existencia incorporó diversos elementos de enorme importancia, que conviene enumerar. Se unió al movimiento de la clase obrera, fabril y rural, trabajando años en fábricas y granjas, en condiciones a menudo durísimas, luchando sin tregua contra la explotación y la opresión. Practicó un ascetismo consciente e integral que la dotó de una fuerza volitiva colosal, ampliando así su libertad personal hasta cotas muy altas. Se mantuvo rigorosamente apartada del feminismo, consciente que éste es una ideología urdida por el poder para sobredominar y destruir a las mujeres, como mujeres y como seres humanos. Se aproximó al cristianismo auténtico, captando con sutilidad su potencial renovador y revolucionario, sin dejarse impresionar por el anticlericalismo burgués, tan potente en Francia en su tiempo, lo que le otorgó una penetración analítica enorme. Finalmente, vivió la relación con los otros como un acto continuado de amor, con renuncia al propio ego. Estas cinco especificidades nos dan la clave del personaje. Lo expuesto no es óbice para señalar en sus escritos y en sus actos errores de importancia, si bien son secundarios respecto a los componentes positivos. Simone Weil es, por tanto, un ejemplo para las generaciones actuales, para las mujeres sin duda pero también y en la misma medida para los varones. [2] La magnífica moral convivencial del cristianismo revolucionario tiene enseñanzas muy buenas, si son bien entendidas, respecto a los asuntos ahora considerados. Por ejemplo, cuando leemos en el Evangelio según San Mateo (5, 39-40) que “no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la izquierda” tenemos que comprender toda la enorme y ancestral sabiduría que esta exhortación contiene. Para eso hay que considerar que los Evangelios, escritos inicialmente en el siglo I por el movimiento cristiano organizado en colectividades que practicaban la comunidad de bienes, se autogobernaban en asambleas, repudiaban el aparato estatal de Roma, iban habitualmente armados para defenderse y practicaban la ayuda mutua, fueron reescritos (falseados, si bien no totalmente) en el siglo IV por la Iglesia, recién constituida a la sombra del Estado romano y a su servicio. La novedad de esta cosmovisión está en fomentar unas prácticas, como la de poner la otra mejilla a las y los iguales, que minimizasen el conflicto interior para poder resistir y combatir con más efectividad al enemigo exterior, Roma y su Estado hipertrófico. Este asunto es explicado con rigor por G. Puente Ojea, que se dice marxista y ateo, en “Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico”, señalando que tal recomendación es una parte de la “ética sodalicia” del primer cristianismo, el único auténtico. Dicha ética, añade, es “de guerra hacia afuera y de amor hacia adentro”. En realidad, es una simple aplicación del sentido común, pues la comunidad de los iguales se robustece y compacta al máximo con tal concepción, lo que permite resistir con la mayor fuerza posible al Estado opresor. Todo ello ha sido ampliamente falseado por los ideólogos de la modernidad, en buena medida porque en su elementalidad y torpeza no logran comprender lo realmente complejo, y esto lo es. Sostienen, primero, que poner la otra mejilla aparece en el cristianismo como una exigencia universal aplicable también ante los tiranos y, a continuación, pasan a mofarse y a desacreditar tal interpretación, que proviene de su ignorancia, abismal por lo general. Nadie ha llevado tan lejos esa estulta argumentación que Nietzsche, el ideólogo del nazi-fascismo, siendo tomado de él por muchos y muchas. Por tanto, si es muy bueno, y sin duda lo es, poner la otra mejilla a los iguales, ¿cómo no va a serlo someterse a su crítica? No responder a las ofensas contribuye a convertir a la comunidad de los pares en una sociedad fundada en la concordia y el amor, lo que también fue decisivo para el gran éxito alcanzado por el cristianismo en los siglos I-III, a pesar de las terribles persecuciones que padeció, pues al ser la sociedad romana un orden cimentado en el odio universal de todos hacia todos, como sucede en el presente, fueron multitud las y los que se aproximaron a las primeras comunidades cristianas buscando esa cosmovisión, realmente revolucionaria, sobre todo mujeres, esclavos y miembros de las clases trabajadoras de la época. Por eso en el Evangelio según San Juan (15, 17) Cristo dice taxativamente, “lo que os mando es que os améis los unos a los otros”, y en la Primera Epístola de San Juan se reafirma esta noción de la manera más enérgica (4, 16), “Dios es Amor y quien permanece en el Amor permanece en Dios y Dios en él”, concepción que repite en varias ocasiones, la cual es el meollo mismo de la cosmovisión convivencial cristiana. Para quienes son incapaces de reflexionar con objetividad en estos asuntos añadiré que San Juan es tenido, al mismo tiempo, por el autor del Apocalipsis, el texto más belicoso del Nuevo Testamento, todo él un alegato contra el Estado romano, al que se desea destruir. Este autor practicó, por tanto, la concepción sodalicia con aprovechamiento. [3] Esta concepción del ser humano, de naturaleza altamente revolucionaria, se expone en “Comentarios al Apocalipsis de San Juan”, terminado de escribir en el año 776 por el monje cántabro, que incorporó a su obra diversos escritos, en particular los de Ticonio, cristiano insurgente contra Roma en el norte de África. El cristianismo primero, continuado luego por el monacato radical, hasta el siglo XI, del cual Beato es un representante conspicuo, ha aportado al acerbo de saberes de la humanidad sobre todos tres cuestiones de enorme significación. Una es la centralidad de la convivencia y la relación, al ser una cosmovisión convivencial, con el amor como idea organizadora. Otra es la importancia del individuo, que tiene que autoconstruirse como sujeto de valía y calidad para poder servir mejor al otro y a la comunidad de los iguales. Una tercera es la reflexión sobre que sin poner fin al poder del Estado y a la propiedad privada ni se puede crear una sociedad de la convivencia y el afecto ni hay posibilidad de que el sujeto tenga calidad. En esos asuntos la cosmovisión cristiana está muy por delante de las ideologías obreristas decimonónicas, que dijeron ser hostiles al capitalismo pero que al padecer unas taras iniciales decisivas (deshumanización, mecanicismo, olvido del sujeto, fijación maniática en lo económico, dogmatismo metodológico, rechazo de la libertad de crítica, conservadurismo mental extremado, cosmovisión del odio, etc.) han ido de fracaso en fracaso, al ser derrotadas ( aquí en la guerra de 1936-39) o, peor aún, al construir regímenes monstruosos (Unión Soviética, China, Camboya, Rumanía, Vietnam, Albania, Corea del Norte, Cuba y otros) en caso de vencer. La cosmovisión cristiana, entendida de manera genuina y no según la inaceptable versión que ofrecen las Iglesias, es imprescindible para, combinada con otras varias en una gran e innovadora síntesis holística, hacer frente con éxito a los colosales retos del siglo XXI. Cristianos auténticos, ateos, agnósticos, deistas y también personas de otras religiones pueden, y deben, hacer suyas tales aportaciones, para servirse de ellas en la histórica tarea de edificar juntos, codo con codo, una sociedad nueva y un nuevo ser humano. [4] Dejo para un majadero como Schopenhauer la fúnebre ilusión de estar permanentemente en la verdad, según expone en su libro “El arte de tener siempre razón”. En realidad lo que propone es un tedioso ejercicio de sofistería continuada, concretada en 38 estratagemas para quedar por encima de los demás en las controversias y torneos verbales, con el fin de acrecentar el propio dominio. En el libro la noción de verdad ni está ni se la valora, pues su meta es la pugna por más poder personal a través de un uso pragmático y amoral de la palabra. Nótese la incoherencia de su autor, que enseña a los demás a argumentar por apetito de poder, lo que va en detrimento de la propia capacidad para manipular, manejar y mandar. El olvido de la categoría de verdad es el rasgo sustantivo de las fuerzas reaccionarias, faltas de ética y deshumanizadoras de la modernidad, se llamen como se llamen y prometan lo que prometan. [5] Una buena exposición, aunque bastante insuficiente e incompleta, de la trayectoria política de los inventores del “pensamiento crítico” se encuentra en “La extraña muerte del marxismo. La izquierda europea ante el nuevo milenio”, P. E. Gottfried. Comienza señalando que la Escuela de Francfort estuvo al servicio del gobierno de EEUU, que la financió a partir de 1945. Advierte que su idea central es lograr la “modificación de la conducta políticamente impuesta” y califica a Th. W. Adorno, acaso el más cualificado integrante de esa Escuela, de “la voz estentórea de los vencedores americanos” en Alemania, dedicado a la persecución de los “delitos de opinión”, vale decir a “combatir” el fascismo por métodos fascistas. Estos pedantócratas llevaron adelante una aterradora campaña de culpabilización del pueblo alemán, al que en bloque tildaban de nazi velando que era el gran capital y el ente estatal germano, que les financiaban junto con los EEUU, los que habían creado y lanzado el nazismo, no las clases populares. A través de la culpabilización hiper-crítica de la gente modesta, lograda centrándose en lo negativo de dicho pueblo e ignorando todo lo positivo, realizaron la aculturación de las masas, la creación de fortísimos sentimientos de culpa que llevaron a las gentes al caos mental y al colapso emocional, lo que proporcionó al imperialismo americano y a su aliado el gran capital teutón una inmensa masa dócil, pasiva, rebosante de autoodio y desmoralizada, con la que pudieron operar a su antojo. Esta inmunda operación de ingeniería social a gran escala se ha realizado en todos los países europeos, en unos más y en otros menos, con la intención de lograr multitudes angustiadas sumisas, incapaces de pensar y obrar por sí mismas debido a la colosal carga de críticas que se les hizo absorber por medio de la maquinaria de propaganda institucional, estatal y empresarial. Gottfried cita como ejemplo de ataque despiadado a los pueblos europeos la aserción de la multi-premiada ideócrata Susan Sontang sobre que Occidente, sin hacer distinciones en él entre elites y clases populares, “es el cáncer de la humanidad”, las constantes campañas tildando a las y los europeos de las clases populares de “racistas”, “islamófobos”, “imperialistas” y otros infames hallazgos del lenguaje ultra-crítico, destinados a romper psíquicamente a las gentes para ponerlas definitivamente de rodillas ante el gran capital y los diversos Estados. Enfatiza que toda la izquierda ha participado y participa en tales aquelarres. [6] Recordemos el cuento de los dos baturros, padre e hijo, que iban a Zaragoza con un asno. Salieron los dos a pie llevando al pollino del ronzal. Al atravesar la primera población que encontraron un sujeto dijo “¡Qué idiotas!, llevan un borrico y van los dos andando”. El padre le pidió al hijo que subiera sobre la bestia. Cuando atravesaban el segundo lugar, otro extremista verbal exclamó “¡Qué hijo tan desconsiderado! Va subido mientras su padre hace el camino andando”. Cambiaron de lugar, el hijo marchando y el padre sobre el burro. En el tercer pueblo uno les espetó, “¡Vean, un padre bien egoísta! Va en la caballería y su hijo a pie”. Decidieron pues subir los dos en el asno, y al llegar a la cuarta aldea recibieron el escopetazo crítico de rigor, “¡Qué crueles! Los dos sobre el pollino, lo terminarán matando”. La sana sabiduría popular desautoriza con esta historia a quienes viven para acosar y destruir con la palabra, de tal modo que todo les parece mal. Ante tal mentalidad sólo queda encogerse de hombre y seguir adelante, sin prestar atención a quienes disfrutan agrediendo y descalificando a sus iguales. [7] Tomo la expresión del librito del abate Dinouart “El arte de callar”, publicado en 1771, cuya lectura recomiendo, dado que vivimos en una edad en que la incontinencia y la verborrea sin contenidos lo dominan todo, haciendo imposible el avance del conocimiento, dañando la necesaria serenidad de espíritu y perjudicando en mucho las buenas relaciones entre los seres humanos. Por tanto, aprender a guardar silencio y no decir, o decir por medio del silencio, es necesario. [8] Entre los sectores comprometidos social y políticamente una de las formas de mentira más común es el autoengaño. Su soporte es el deseo, propio de ese producto mental torpe y embrutecedor que son las utopías, de lograr una sociedad de la felicidad total por procedimientos fáciles e indoloros, sin esfuerzo, sin autotransformación personal, sin dedicación ni entrega, sin compromiso ni asunción de deberes, sin revolución integral. La hiper-destructiva mentalidad hedonista de la izquierda, que es una copia de la de la burguesía, desea gozar y nada más que gozar, de manera que se niega a considerar la realidad tal cual es. En nombre del principio del placer estatuye en sus mentes las formas más risibles de autoengaño y mentira, que hacen de casi todos los integrantes de aquélla sujetos inmaduros, niñas y niños en cuerpos de adultos. Una teoría “redentora” que es una automentira muy bien urdida, hasta el punto de reducirse a poco más que a una pueril demanda de milagros sociales, es la del decrecimiento. Así lo expongo en “¿Revolución integral o decrecimiento? Controversia con Serge Latouche”. Estos sectores, que están entre los mayores consumidores de embustes destinados al auto-consuelo psíquico de las sociedades de la modernidad, necesitan con urgencia una enérgica operación de desinfantilización, aunque dada su grave inmadurez e insustancialidad personal y colectiva, es poco probable que lo hagan alguna vez. La necesidad de decir no y ya basta a los narcóticos espirituales es cada vez mayor y más perentoria.
LOS COMENTARIOS (1)
publicado el 16 enero a las 18:10
Disculpe, este artículo se llama en realidad "De la crítica y el criticismo". Pueden buscar el artículo "comprar,engañar, amenazar" de Félix Rodrigo Mora, en su blog.