Estados Unidos, indignado por la muerte de cientos de personas tras un ataque con armas químicas, decide castigar al gobierno de Siria con una guerra de una duración predeterminada –cuestión insólita esa de saber cuánto duran las guerras— de dos meses, tiempo durante el cual el número de muertos civiles será de cinco o incluso seis cifras.
Según se ve, los esfuerzos internacionales se centran en saber si es legítimo atacar Siria por violar el tratado que prohíbe el uso de armas químicas si se demuestra que este país ha transgredido las normas y ha usado gas contra su propia población, pero no parece que haga falta ningún esfuerzo para reflexionar sobre el sentido que pueda tener que un gobierno sea castigado haciéndole ver cómo la población que va a ser defendida por los siempre buenos occidentales contra ese gobierno malvado ve destrozado el resto de lo que a sus ciudadanos les queda de vida, ya sea porque unos mueran mientras son defendidos, ya sea porque otros sobrevivan a un ataque masivo –sin armas química, eso sí—, que les condenará a vivir en un país en ruinas y, tal y como se intuye por las guerras emprendidas en los últimos años bajo el lema de extender la paz y la democracia al gusto occidental, en la rutina de una interminable guerra civil para la cual no habrá duración predeterminada –seguramente porque no responde a los parámetros racionales que barajan los occidentales que calculan el tiempo de las guerras que ellos comienzan y de las que se retiran— y la proliferación de grupos “terroristas” que antes de la guerra de castigo para salvarles y entregarles un mundo mejor no existían.
En una comparecencia ante el Senado de Estados Unidos que tuvo lugar en abril de 2013, un ciudadano yemení explicaba cómo un misil lanzado desde uno de esos drones con los que se afirma hacer la guerra al terrorismo con la seguridad y eficacia que necesitan los buenos, matando sin tomar verdadera conciencia de ello desde la virtualidad y distancia que otorga ir a la oficina a eliminar terroristas en una pantalla de video, con un buen café, o té, en una agradable y enmoquetada sala de algún edificio de la NSA rodeado de verdes y perfectamente recortados jardines, efectivamente cumplió su misión, pues para que haya guerra contra el terror tiene que haber terroristas, y esto se logra cuando destrozas una aldea y matas a primos, abuelas, hijos y alguna madre en plan daño colateral.
Desde las oficinas de la NSA, se debe ver algo así como cuando se te muere el erizo del Sonic en la consola, que desaparece de la pantalla y ya. Igual que desde los salones de todo occidental que se precie, enganchado a su tele para matar la vida y no pensar el tiempo, tampoco se ve nada porque las cosas importantes, como el fichaje de un tipo cachas por una de esas empresas dedicadas a hipnotizar a las masas con la exhibición casi diaria de sus empleados en un césped tan bien o mejor cuidado que los jardines del edificio desde donde se disparó el misil del dron, acaparan toda la atención de los ciudadanos de pro.
Pero los tipos que vivían en la aldea donde también vivía el yemení que fue al Senado de Estados Unidos para satisfacer, eso sí, el morbo sensiblero de algunos congresistas progres que verían en el chaval una bolsa de votos inmigrantes o lo que fuera, aquellos tipos, los de la aldea, tenían otra perspectiva de las cosas.
Así que, tras el ataque antiterrorista, muchos de los que segundos antes del impacto del misil eran pastores y artesanos en un puñado de casas de adobe perdidas en los desiertos de la Península Arábiga, debido a que en su ignorancia y barbarie propia de los nacidos en esas tierras no comprendieron la parte positiva del ataque, que era la de haber acabado con algún terrorista, y se quedaron sólo con las cosas negativas, que era la muerte de abuelas, primos, madres, hermanas y algún hijo, ahora son voluntarios en alguna nueva facción anti-occidental dispuestos a inmolarse, pues ya no les quedan ganas de seguir viviendo ante tanta obscenidad que han visto y que, cosas de la entropía, resulta irreparable.
En Occidente, no se concibe tanta falta de cerebro entre aquellos pobres desgraciados que, en lugar de agradecer el esfuerzo que se está haciendo por liberarlos de tipos de quienes no hacía falta liberarlos hace años, cuando sonreían en las visitas de diplomáticos que acompañaban a empresarios occidentales del consorcio de los gases y crudos con que se alimentan, entre otras cosas, las teles desde donde se ve a los empleados de las empresas de hipnotismo saltar y berrear sobre el césped tan bien recortado y tan verde como el del edificio de la NSA, en lugar de agradecer el esfuerzo, se vuelven todavía más bestias y se alistan en grupos terroristas que antes de que comenzara la guerra contra el terrorismo no existían.
Pero esto último no parece que sea demasiado importante en el razonamiento de los debates para determinar si ha habido o no ataque con armas químicas por parte de un gobierno de malos contra sus ciudadanos y que decidirán, los buenos, si hay que, por el bien de la humanidad y para acabar con el peligro que amenaza el mundo, sacrificar a unas cuantas decenas de miles de ciudadanos, de ellos, que de los nuestros se lía parda cuando muere uno sólo, sobre todo si se trata de niños en una escuela o algo así.
Quizás haya que entender que es por su propio bien, el de ellos, los ciudadanos buenos del gobierno de los malos.
Los mataremos porque nos importan sus vidas.
A fin de cuentas, una guerra declarada por un premio Nobel de la paz, y avalada por el pensamiento del mundo de las libertades, no puede ser cosa mala.
Lo demás, intereses privados y cosas raras de la geopolítica, queda para la conspiranoia.
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