Revista Opinión
Ayer apenas existían una o dos en cada ciudad. Hoy se reproducen, rastreando el olor de la necesidad, acicaladas con titánicas cartelerías a todo color. «Vendo oro. No te dejes engañar. Pago el máximo. Dinero inmediato. Abrimos a la hora de comer». Antes estos negocios lo mismo compraban que vendían; hoy su publicidad sólo incita a la venta del preciado metal, parasitando los efectos de la crisis. De la fiebre del oro hemos pasado en unos años a desprendernos de todo aquello que pueda propiciar ganancias limpias y directas, sin pasar por la deprimente letanía del crédito bancario.
En 2008 no existía aún ninguna franquicia dedicada a estos menesteres; a día de hoy, ya suman siete las que se han unido a este lucrativo mercadeo. Además, el precio del oro ha subido un 30% en un año. Las cuentas salen redondas, pero no solo para los comerciales; las empresas de reciclado de oro se están poniendo las botas, con unos ingresos del 40% respecto al año anterior. La cotización en Bolsa no engaña: 1.278 euros la onza y subiendo. El London Bullion Market marca desde 1919 el precio del oro, el salario del miedo en la Europa recesiva. Siguen siendo los mismos lo que lloran, iguales rostros los que ríen. Mercadear con la pobreza conviene. Aquellos que ayer cerraron sus emporios inmobiliarios, hoy abren su tienda Compro Oro en la esquina de al lado, depredando las ascuas del parado. Pulseras, colgantes, un anillo nupcial, los dientes del abuelo, todo vale con tal de que su número atómico sume 79. De la tienda a la planta de reciclado y de allí convertido en índice bursátil a mayor gloria de un puñado de sanguijuelas ataviadas de Armani, a los que veremos el próximo verano exhibir sin pudor su boato en ciudades y puertos de moda.
Y todo esto sucede en el mundo desarrollado. Más allá de la Europa en crisis, existe otro universo, más callado, más pobre. Antes de que un ciudadano -que hoy busca deshacerse de sus joyas en una casa de empeño- comprara en una tienda un anillo o un colgante de oro, la joya hizo un largo viaje desde una mina, quizá en Venezuela o en Sudán, Yanacocha o Valadero, para acabar adornando nuestro cuello, nuestro dedo. Catorce horas de trabajo diario se convertirán con el tiempo en un Rolex de 20.000 euros o quizá en un humilde anillo de pedida. De la oscura oquedad de una mina al neón resplandeciente de una joyería en el centro de una ciudad cualquiera. Y el mundo sigue rodando, el pobre al hoyo, el rico al bollo, y vuelta a empezar. Conviene que el pueblo crea que la riqueza de unos cuantos en nada tiene que ver con los infortunios del resto. Sin embargo, esta gran mentira queda velada por aquellos a quienes interesa seguir llenando su panza a costa de las desgracias ajenas. Cuando veas apretar la cuerda a tu cuello, ten seguro que alguien tira desde el otro extremo, llevándose el conejo al caldero.
Ramón Besonías Román