Revista Educación

Compuesto y sin dios

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Compuesto y sin dios

RezandoSiempre recordaré el día que hice la primera comunión. Aunque en casa nos dieron total libertad para dar o no este paso, yo me empeñé en unirme al resto de mis compañeros de cuarto curso de EGB y participar en este rito iniciático. En esa época tenía una extraña obsesión con los trajes y los mocasines, por lo que estoy casi convencido de que el motivo que me llevó a apuntarme a catequesis fue el traje de marinero o el esmoquin que yo pensaba que me iban a poner para el gran día, aunque al final tuve que apañármelas con una camisa de manga corta y un pantalón corriente. Qué duro fue tener unos padres agnósticos. Todos los niños allí, en fila, vestidos de capitán de la marina, con colgajos dorados y misalitos nacarados. Yo solo tenía la vela que te regala el cura al llegar. Creo que ha sido uno de los peores momentos de mi vida.

Para empezar, nada más pisar las inmediaciones de la iglesia me puse amarillo. Literal. Tengo un vago recuerdo de un tumulto en el exterior de Santo Domingo, de mí mismo en camisa veraniega y el resto con trajes de gala. Luego oscuridad, un coro de niñas que trepanaba cerebros, una cola interminable con señores raros sentados a los lados y un cura metiéndome la mano en la boca. Fue visto y no visto: saliendo por la puerta eché la pota, cuerpo de Cristo, pan con mantequilla del desayuno y vaso de leche, todo junto. Una tía mía decía que la vomitona dibujó en la acera algo parecido a una cabeza con corona de espinas, pero yo no me lo creo. Fanáticos.

Luego, medio descompuesto, me llevaron al restaurante La Carrera. Allí había más niños y niñas, acompañados por sus familias y colmados de regalos en el día de su comunión. Los cheques, las maquinitas de cristal líquido Nintendo y hasta alguna bicicleta en los casos de mayor fervor inundaban el local. Yo solo recibí un dinosaurio de madera desmontable. Rodeado por decenas de nuevos católicos nadando en la abundancia, me tuve que conformar con un Diplodocus a escala y un plato de ensaladilla. Agnosticismo sí, pero esto, esto no tiene nombre. Así que con los bolsillos vacíos y la moral minada volví a casa, monté el dinosaurio y me detuve a contemplarlo. “Qué grandes eran y en qué han quedado. Polvo somos…”, dije en voz baja, arrodillado y persignándome con devoción.

El caso es que mi periplo por el catolicismo duró poco. Fui unas cuantas veces a misa, pero cada vez que salía de la iglesia lo hacía medio mareado y con náuseas. Yo creo que era porque le hice caso a un amigo que me dijo que tenía que ir en ayunas y con el olor a incienso, la poca luz, los cánticos siniestros y el hambre que tenía me daba fatiga. Además, me empezó a mosquear la gente que se atribuía la exclusividad de las virtudes humanas por secundar una creencia y que te decía que, fueran cuales fueran tus actos, si no estabas con ellos estabas condenado a un castigo terrible. Más tarde fui a una boda de un familiar y el cura va y suelta a la novia: “Servirás a tu maridoooo como el esclavo sirve a su amooooo”. La gota que colmó el vaso.

Así que aquí estoy, compuesto, sin dios y viendo en la tele cómo un montón de señores vestidos con trajes de gala se cargan millones de empleos, dejan a decenas de miles de familias sin casa y nos desangran financieramente, convencidos de que están haciendo el bien y seguros de que, en cualquier caso, tienen a alguien que los limpie de toda culpa. Un amigo me comentaba que, durante un congreso que celebró el PP en Tenerife, vio al ministro Luis de Guindos comulgando un día entre semana en la iglesia de San José, en Santa Cruz. Me decía lo siguiente: “Se supone que hay que estar limpio y libre de culpa para hacer eso, ¿no? ¡Este tío no siente ningún tipo de remordimiento por lo que está haciendo!”. Personalmente, creo que va más allá. Sin generalizar, la iglesia para algunos católicos es una especie de máquina de autolavado, un lugar en el que sacudirte toda culpa y poder seguir adelante con la conciencia tranquila.

Nada ha cambiado desde que yo era pequeño. Sigue habiendo católicos en los grupos de poder que siguen creyendo que el bien es patrimonio suyo por el simple hecho de ser católicos, que consideran que la bondad y la solidaridad no son posibles fuera del ámbito de su colectivo religioso. Como la ensaladilla de La Carrera, que sabe igual hoy que hace casi treinta años.


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