Por Manuel Cruz
Profesora en Yale y autora de algunas obras capitales en el ámbito del pensamiento político, Seyla Benhabib es también una reputada especialista en la obra de Hannah Arendt y una heredera suya, en ocasiones controvertida por su visión del feminismo, el liberalismo (el multiculturalismo) y el legado de los regímenes totalitarios.
¿Cómo se produce su acercamiento a Hannah Arendt?
Descubrí la obra de Hannah Arendt en 1972, cuando entré en la facultad de Filosofía de Yale. En esa época, Verdad y método, de Hans-Georg Gadamer, estaba siendo activamente comentado entre los estudiantes, y en ese mismo año se publicó en inglés Conocimiento e intereses humanos, de Jürgen Habermas. Junto con La condición humana, de Hannah Arendt, estas obras, pese a ser muy distintas, me hicieron cobrar conciencia de las respuestas de la hermenéutica y la teoría crítica a la estrecha filosofía analítica y positivista que dominaba los departamentos de filosofía británicos y americanos.
¿Cuáles fueron los aspectos del pensamiento de Hannah Arendt que le llamaron la atención?
Cuando descubrí su obra, Hannah Arendt era una reputada intelectual neoyorquina. En realidad, pocos filósofos académicos la leían o se la tomaban siquiera en serio, lo cual dice mucho de la pobreza de la filosofía en esa época y no tanto de Arendt; pero tenía una gran presencia como intelectual. En círculos neoyorquinos como los que rodeaban The New York Review of Books, Partisan Review e incluso Commentary, Arendt era reverenciada por sus análisis del totalitarismo y la Europa de posguerra. Debo reconocer que los que estábamos en el movimiento estudiantil teníamos más dificultades para aceptar sus análisis, en los que ponía el nacionalsocialismo y el comunismo soviético bajo un mismo epígrafe. Muchos de nosotros todavía éramos marxistas, y la crítica al socialismo realmente existente y la transformación de la Europa del Este y la Unión Soviética no había empezado. Aunque yo era una marxista antiautoritaria y una socialdemócrata, no podía por nada del mundo identificar el experimento soviético, al menos hasta la muerte de Lenin, con el mal político del nacionalsocialismo. Fue después de la muerte de Lenin cuando la Unión Soviética se volvió totalitaria, pensaba yo. Hay muchas páginas en Los orígenes del totalitarismo que también parecen dar por buena esta interpretación.
Para mí, personalmente, una dimensión adicional en la obra de Arendt era su análisis del antisemitismo. Yo no crecí en Estados Unidos sino en Estambul, Turquía y, como sabe, mi familia es descendiente de judíos sefardíes que se establecieron en el Imperio Otomano después de la expulsión de España. Por supuesto, experimentamos el antisemitismo y el prejuicio: los estereotipos del judío como cobarde, como avaricioso o como sucio eran habituales en la Estambul de mi infancia. Pero también lo eran actitudes de tolerancia, aceptación y admiración, e incluso envidia por parte de muchas elites turcas, por nuestro conocimiento de diversos idiomas y nuestros logros académicos. En el análisis de Arendt encontré una explicación histórico-sociológica de esas dimensiones existenciales que para mí tenía sentido; a saber, la mezcla de antisemitismo y filosemitismo que dominaba, y todavía domina, el discurso y las actitudes sobre los judíos. Ella había sido violentamente criticada por su diagnóstico del antisemitismo por escritores como Leon Wieseltier, y ha sido acusada de culpar a la víctima y de atribuir los orígenes de las actitudes antisemitas a las acciones de los propios judíos. Pero esto es muy parcial. Según el análisis de Arendt, el antisemitismo clásico es una actitud que emerge cuando los judíos están en la diáspora, sea cristiana o musulmana, y viven como una minoría indefensa en sistemas que les prohíben tener tierras en propiedad o llevar armas. Como resultado de esta vulnerabilidad, una cierta deformación se desarrolla en el carácter judío, cualidades morales objetables como sobornar a los poderes fácticos para apaciguarles y aliarse con ellos. Esto no es culpar a la víctima sino buena sociología cultural. Por supuesto, el Holocausto, así como la creación del Estado de Israel, cambian radicalmente estos rasgos característicos en ambos bandos, pero en mi infancia todavía estaban presentes rastros de estas actitudes de la diáspora.
¿Cómo interpreta el creciente protagonismo que ha ido adquiriendo Hannah Arendt en las últimas décadas?
Después del colapso del comunismo soviético en los años ochenta e incluso antes de eso, durante las transformaciones antitotalitarias de la Europa del Este y Central, Arendt emergió como la pensadora política del momento postotalitario. Se trataba de una pensadora que puso el énfasis en la esfera pública y la libre organización de la sociedad civil, que escribió sobre la dignidad de la política, que alentó la resistencia al fascismo, la tiranía y la opresión, y no en nombre de alguna creencia ideológica, del libre mercado, del mundo libre o del capitalismo global, sino en nombre de la libertad. Cuando disidentes del este de Europa como Adam Michnik y Jacek Kuron integraron a Arendt en su pensamiento, el círculo se completó: la más brillante teórica del totalitarismo como nueva forma de gobierno ahora se convertía en la guía de los movimientos antitotalitarios de los años setenta y ochenta.
Además, las experiencias de Arendt como judía y como mujer, como mujer judía en la era del totalitarismo, siguen siendo parábolas para nuestro siglo. Como Elie Wiesel, Primo Levi, Jean Amery, Imre Kertesz y muchos otros, ella dio testimonio de uno de los grandes horrores políticos de la humanidad, en su propio país, y cometido en su propio idioma. Pero no perdió la esperanza en el poder de la esfera política incluso después de la Shoah. Como también en este siglo seguimos enfrentados a formas de mal político, tenemos que volver atrás y leer y releer a Arendt.
Últimamente parecen alzarse voces críticas hacia las posiciones políticas de Hannah Arendt. Zizeck, por ejemplo, la ha acusado de liberalismo, contrapuesto a su presunto radicalismo. ¿Qué grado de consistencia le atribuye a este tipo de críticas?
No soy fan de Zizeck, cuyas interpretaciones divertidas y en ocasiones brillantes son parte de la “razón cínica de nuestros tiempos”. Pero vayamos al centro del asunto. Para muchos intelectuales europeos “liberalismo” es una mala palabra. No lo es para mí: los europeos identifican liberalismo con liberalismo de mercado e individualismo carente de principios. Pero también existe el “liberalismo político” en el sentido articulado por John Rawls durante los últimos treinta años. Esta clase de liberalismo no versa sobre el mercado –el propio Rawls dice que las libertades económicas pueden organizarse para beneficiar a los miembros menos privilegiados de nuestra sociedad–, sino sobre el imperio de la ley, el constitucionalismo y la razón política. Si tomamos el liberalismo político en este sentido, se puede plantear un diálogo muy interesante con la obra de Arendt.
La percepción del liberalismo político es que nuestras sociedades se caracterizan por un pluralismo fundamental e inevitable en materia de creencias sobre los bienes definitivos de la vida humana. Tenemos que partir del hecho del pluralismo razonable; o, en palabras inmortales de Rawls, de la premisa “de que en el curso de su ejercicio natural, la razón humana producirá una variedad de concepciones de lo que es el bien”. Nuestra vida política debe organizarse de tal modo que respete la dignidad de los que persiguen una distinta idea del bien: el orden justo debe ser, en la mayor medida posible, neutral por lo que respecta a la persecución de los bienes definitivos de la vida humana. Nunca debe permitirse al Estado y sus órganos que coarten a los individuos para que escojan una concepción del bien sobre otra.
Comprendido esto, todos somos liberales; las modernas democracias constitucionales se apoyan en esta creencia fundamental acerca del pluralismo y la multiplicidad de visiones del bien en la vida humana. Sin duda, hay muchas cosas ahí que deberemos discutir: si el Estado es en realidad neutral en algún momento, el contenido de la razón pública, etcétera. Arendt siempre, en todo momento, admiró la democracia constitucional. En este sentido era admiradora del sistema político americano, aunque consideraba que la sociedad americana era conformista. En todo caso, a diferencia de muchos liberales como Rawls, Isaiah Berlin, Thomas Nagel y Ronald Dworkin, para Arendt la vida pública-política tiene una especie de primacía ontológica. No es que creyera que todo el mundo debía ser coaccionado para participar en la política, eso sería totalitarismo, pero si todo el mundo cultiva sólo su propio jardín y deja de preocuparse por el bien común, algo fundamental se perderá en la existencia humana. De modo que Arendt no es sólo una liberal, ni sólo una republicana cívica, pero sin duda es más de lo segundo que de lo primero.
Algunos lectores –especialmente los menos familiarizados con la filosofía– tienen a veces la sensación de que Arendt es una especie de figura exenta, autónoma. ¿Qué antecedentes y qué contemporáneos de Arendt cree que ayudan más a entender su obra?
Para comprender a Arendt hay que conocer a Aristóteles, Kant y cierto Heidegger; el resto es secundario. Hay que conocer la Ética de Aristóteles, la filosofía moral y La crítica del juicio de Kant, Ser y tiempo de Heidegger, pero también Una introducción a la metafísica y la Carta sobre el humanismo. Hegel, Nietzsche y Maquiavelo, así como san Agustín, sobre el que Arendt escribió su tesina, aparecen y desaparecen en su trabajo, pero son secundarios para su filosofía principal.
No sé quién entre los contemporáneos de Arendt ayudaría a explicar su pensamiento: sin duda Walter Benjamin, y en particular las Tesis sobre la filosofía de la historia, le influyó mucho. Pero Arendt era una Selbst-Denker [que piensa por sí misma] y a pesar de su gran amor y respeto por Karl Jaspers, no creo que Jaspers influyera demasiado sobre su pensamiento filosófico.
¿Qué lecturas del pensamiento de Arendt le parece que están contribuyendo a desarrollar más y mejor sus potencialidades? ¿De qué obras se considera usted más alejada?
Hay una continua disputa, en los estudios sobre Arendt, entre las lecturas comunicativa-normativa y la existencialista (y en ocasiones postmoderna) de su obra. Mi libro El reluctante modernismo de Hannah Arendt pertenece a la interpretación más kantiana y normativa de Arendt. La obra de Dana Villa Hannah Arendt y Martin Heidegger, la lectura de Goerge Kateb de Hannah Arendt, y la de Kristeva, pertenecen más a la tradición existencialista, postmoderna o no. Mucha parte de la obra de Arendt sigue inédita (hay 83 cajas de papeles en la Biblioteca del Congreso de Washington): sólo en el último año han aparecido tres nuevos volúmenes en inglés con sus ensayos sobre filosofía moral, el mal, y la reflexión y el juicio. Sus maravillosos ensayos sobre la cuestión judía, que fueron publicados póstumamente en 1976 en El judío como paria, serán reeditados. De modo que, al menos por lo que respecta al estudio de Arendt, estamos en mitad de una continua lectura y relectura.
¿Es Arendt una pensadora del siglo XX o del siglo XXI?
El análisis que Arendt hizo del totalitarismo no tiene precedentes. Sin duda muchos detalles históricos en su análisis de la Unión Soviética e incluso de la Alemania nazi han sido refutados. Con todo, su tesis central de que con la experiencia del totalitarismo europeo algo sin precedentes sucedió en la historia humana sigue siendo válida y profunda. Con el auge del totalitarismo, el ámbito de la política no sólo trata de dominar a los seres humanos, cosa que en un sentido u otro han intentado hacer también otros sistemas políticos, sino que la política ahora interfiere con las condiciones de la existencia humana en la Tierra: que es la natalidad, la pluralidad, la acción y la presencia en el mundo. Lo que Arendt quiere decir aquí es que la política totalitaria interfiere con la ontología del ser humano reduciéndole a un cuerpo que destruir y un alma que manipular. El poder totalitario consiste en hacer superfluos a los seres humanos; esto es, hacerlos sujetos a formas de poder que no conocen límites. En este sentido, los campos de concentración del nazismo o el Gulag del estalinismo son la manifestación concreta de una novedosa forma de poder político que pretende una total dominación y la destrucción de la capacidad independiente para actuar del ser humano.
Ahora bien, hay pensadores como Foucault o, recientemente, Giorgio Agamben, que creen que esta forma de poder estuvo siempre presente y latente en la modernidad. Arendt no lo cree así: ella lo ve como una ruptura en el seno de la tradición moderna. Pero la tragedia real es que una vez esta forma de poder ha emergido y ha ocupado un lugar temible en la historia humana, sigue siendo una posibilidad para el futuro; todo lo que ha sucedido puede volver a suceder. Esto es lo que Arendt más temía y no estaba equivocada. El siglo XXI y sus nuevas formas de violencia como el genocidio, el asesino suicida, las guerras llevadas a cabo por ejércitos de niños drogados, etcétera, revelan una forma de violencia que una vez más ha vuelto superfluo al ser humano.
Para terminar, Arendt escribió en el año 1943 que el refugiado era la nueva figura del siglo XX y para definirlo afirmó lo siguiente: “La historia ha creado un nuevo género de seres humanos: aquellos a los que los enemigos meten en campos de concentración y los amigos en campos de internamiento”. ¿Pensaba usted en esta frase cuando escribía su libro Los derechos de los otros?
Mi libro Los derechos de los otros fue profundamente inspirado por las reflexiones de Arendt sobre la tragedia de la condición apátrida y la incapacidad de todas nuestras doctrinas de derechos humanos para hacer algo para cambiarlo. Sin embargo, disiento de ella en el análisis del sistema internacional. Arendt veía los grandes peligros del nacionalismo del sistema de nación-estado, pero su opinión sobre la condición apátrida también revelaba que sólo los Estados pueden proteger al individuo. Ella sólo vio paradojas pero tampoco pudo ofrecer ninguna perspectiva profunda sobre el discurso emergente de la ley internacional, los derechos humanos y las instituciones multilaterales. Ella creía, con todo, que la categoría de crímenes contra la humanidad fue uno de los grandes hallazgos de los juicios de Nurenberg y quería que Adolf Eichmann fuera condenado, en primer lugar, por crímenes contra la humanidad y, en segundo, contra el pueblo judío. Mi propósito ha sido pensar con Arendt, contra Arendt.