-(viene de) Los Entenza están en guerra con los templarios de estas tierras desde hace décadas – me informó Isabel, más documentada que yo-. Temas de competencia en cuestión de negocios.
-Son unos villanos hijos de puta –corrigió categóricamente Guifré, que al parecer no les profesaba mucho afecto.
Aquello fue providencial para mis intenciones
-Pues adelante. ¿O piensas quedarte ahí mirando? –le espeté al hermano-. Pues vaya protector de damas indefensas que estás hecho. Anda, vayámonos para allá y liberemos a ese pobre anciano. ¡Si solo son tres! No seas gallina, hombre.
No hay nada como dudar del valor de un hombre para activarlo: los pobres se creen que el haber nacido con testículos les obliga indefectiblemente a tenerlo y demostrarlo, a riesgo de enorme maldición que caería sobre ellos y sus descendientes de no ser así. Aunque en realidad, y por distintos motivos, la treta también funciona conmigo. A veces yo misma me recuerdo al protagonista de la saga de Regreso al futuro, un adolescente al cual, para obligarlo a emprender cualquier tontería, sus enemigos solo tenían que pronunciar las tres palabras mágicas: “Eres un gallina”. Ya veis que cuando viajo al siglo XXI consumo cultura de calidad.
Pero volviendo a lo nuestro, los dos nos lanzamos por sorpresa hacia los carceleros del pobre campesino entre gritos de guerra y enarbolando las espadas. Guifré sacó una potente hacha de guerra que llevaba escondida en algún lugar de sus alforjas para cortar las cadenas que le aprisionaban, mientras yo distraía a los dos más adelantados, a la corta espera de que él acabara lo que tenía que hacer para ocuparse del otro, que ya se dirigía hacia nosotros. Todo parecía fastidiosamente sencillo, mucho menos de lo que requería mi espíritu después de tantos días de postración obligatoria. Pero ¿cuándo mi vida ha sido fácil y aburrida? Repentinamente, del bosquecillo circundante salieron cuatro caballeros más que no tardaron en acorralarnos, desequilibrando gravemente la ponderación de fuerzas y no precisamente a nuestro favor. Me recordaron a las hordas de maderos persiguiendo a grupos aislados de manifestantes durante el 23 de febrero de 2013.
-¡Ha sido una trampa! –rugió Guifré, entre mandoble y mandoble-. Esos cobardes hijos de Satán vieron que nos disponíamos a salir y nos han preparado una trampa. ¡Es su forma habitual de actuar!
-Las aclaraciones no sirven de mucho en estas circunstancias –filosofé yo, pues bien poco más podía hacer-. ¿Alguna otra idea genial? También podías haberme avisado antes, si ya los conocías.
-No pensé que atacarían habiendo personas ajenas al Temple –se disculpó-, pero por lo visto tienen muchas menos entrañas y más vileza de la que ya sospechábamos. Necesitamos un milagro.
Elevó los ojos al cielo justo cuando las espadas enemigas iban a ensartarnos como a banderillas sin acompañamiento de vermut a pesar de nuestros redoblados esfuerzos, y doy fe, y nunca mejor dicho, de que en aquel momento mi ateísmo estuvo a punto de quedar quebrado al menos para un par de días. Pues de pronto apareció una comitiva de caballeros de manto blanco cuyo número volvió a equilibrar las fuerzas, y no bastó más que eso para que los hombres de los Entenza huyeran despavoridos dejando abandonada la carreta ya vacía de su ocupante, pues este había escapado a toda la velocidad que le permitían sus caducas extremidades al verse libre. Yo sentí en la profundidad de mis entrañas el alivio que debía de experimentar aquel hombre en eso momentos, y la alegría que sentí estuvo a punto de dejarme sin respiración. Y es que últimamente tenía la sensación de estar viviendo un número demasiado repetido de derrotas sucesivas, y todavía pesaba en mi alma aquel aciago día en Acre cuando me vi obligada a presenciar escenas espantosas de degradación humana, que hasta entonces no había podido aceptar que existieran y que ahora era tan incapaz de olvidar como de escribir sobre ellas; aunque no creo que sea necesario. El sentimiento de derrota se había alojado en mi garganta desde aquel día, y a veces sentía como si un eterno sollozo luchara por brotar de ella, destruyéndolo todo a su paso. Tantas luchas había desarrollado, con esperanza, tanto aquí como en el siglo XXI, y de todas, prácticamente, había salido gravemente trasquilada, herida, desilusionada. Ni siquiera habíamos podido acabar con la guerra de Irak y ahora toda aquella destrucción era irrecuperable; aparte de aquello no había sido sino el inicio de una guerra general y multiforme que había pasado, adoptando diversas formas y presentando diversas graduaciones, por Túnez, Egipto, Libia, Europa, Siria, la Siria que yo tanto amo… Y que aún no se había detenido en África.
Pero, afortunadamente, algo me sacó, al menos momentáneamente, de tan amargos pensamientos. Uno de los freires que nos habían tan oportunamente socorrido, el más alto y el que parecía el líder de la expedición, se acercó a nosotros y se dirigió a Guifré, con un ligero acento que no llegué de momento a identificar:
-¿Estáis todos bien, hermano? ¿Ningún herido?
De repente, como si atisbara algo inusual por la comisura del ojo, se giró hacia mí y me taladró con la mirada. Una especie de asombrado sobresalto desfiguró las pocas facciones que podía distinguir por la abertura de yelmo; las mías debían de estar sufriendo un proceso parecido. Se adelantó un paso y exclamó con tono interrogativo:
-¡Eowyn…?
Fue entonces cuando reconocí, sin lugar a dudas, aquella voz. Por muy extraño que ello me pudiera parecer.
-¿Guilllaume! (continuará)