Revista Opinión

Con Jaume II vivíamos mejor (VI)

Publicado el 29 marzo 2013 por Eowyndecamelot

(viene de) Aún faltaban más de de dos horas para la puesta del sol, y ya entreveíamos en lo alto del cerro la torre de Gardeny. Hicimos una breve parada para recobrar fuerzas y comer algunas viandas, y  yo devoré mi parte con fruición, pues me convenía recuperar las fuerzas que la consunción de la fiebre me había arrebatado y volver a estar cien por cien operativa, por lo que pudiera sobrevenir. Guillaume, que no se había dignado a mirarme ni a dirigirme la palabra en todo el trayecto, sorpresivamente retiró la mirada de la pequeña hoguera que habíamos prendido para no sucumbir a los rigores del invierno leridano, y la dirigió hacia mí, que me había sentado a la sombra de un árbol, algo apartada del grupo.

-He pensado, mi querida Ermengarda –se me hacía desagradable oírme llamar por un nombre de sonido tan poco armónico; creo que arrugué la nariz y todo- que somos numerosos caballeros para protegerte, a ti y a tu noble amiga, y que no es necesario que continúes llevando esas armas y esas ropas masculinas. ¿Qué tal si aprovechas este descanso para cambiarlas, y así puedes entrar en nuestro castillo en todo el esplendor de tu belleza? –yo le ojeé atentamente para descubrir en su rostro alguna mueca irónica. Pero el pobre incauto hablaba con la mayor seriedad-. Los templarios hemos hecho voto de castidad, pero nada nos impide recrear la vista con la sagrada obra de Dios cuando ella se muestra ante nosotros con los vivos colores de la Creación; y tenemos tan pocas oportunidades de hacerlo que apreciamos sobremanera cualquiera que se presente. ¿Qué me dices?

¿Voto de castidad? Por poco me tragué un hueso de pollo por la sorpresa.  Oír a Guillaume hablar de castidad es como escucharme a mí proclamar las virtudes de la abstinencia alcohólica.  O como sentir decir a un Papa con historial de connivencia con las peores dictaduras latinoamericanas y con sus crímenes, mientras lava pies, que busca colaboradores dotados de compromiso y agitación social. Cuanto más, inverosímil, cuanto menos, sospechosamente inquietante. No es que me parezca mal, desde luego (me refiero a la falta de castidad, claro), más bien todo lo contrario, pero mi sospechoso aliado no tenía necesidad de proclamarlo a voz en grito, nadie le había pedido su mentirosa opinión al respecto. ¿Qué pretendía ahora ese grandísimo cabrón? Aunque comenzaba a albergar una cierta sospecha.

-Es una buena idea, mi señor primo. Lamentablemente con el apresuramiento de la salida dejé mis ropas en la encomienda, y…

-Pero puedo prestarte las mías, Ermengarda –intervino Isabel, risueña. Yo le hice un disimulado gesto de decapitación-. Somos casi del mismo tamaño, tan solo habría que recoger un poco las faldas para que no arrastraran por el suelo. Ya sé que no son las prendas de una dama, pero…

Y bien: ¿aquello no era una conspiración colectiva?

-Ni siquiera eso será necesario, Isabel. Tu padre –volvió a dirigirse a mí- me mandó un baúl con una criado para que no te faltara nada que ponerte, conocedor de lo amante que eres de las telas de calidad –su boca se ladeó en un rictus sarcástico: el muy hijo de puta se estaba divirtiendo como un enano a mi costa-. Llevo una muda en una bolsa de terciopelo dentro de mis alforjas. Venga, cógela y ve a vestirte, que estoy deseoso de verte tan hermosa como en los dulces días de nuestra infancia.

Al parecer, me quedaba poca escapatoria. Así que incliné humilde y obedientemente la cabeza en señal de asentimiento, pensando con glotonería en cómo me desquitaría después, y me dirigí al caballo de mi supuesto primito.

-Pero antes me daré un buen baño en el río –advertí-. Sabes, querido Guillaume, que odio cambiarme de ropa sin estar perfectamente limpia. Intentaré que eso no nos retrase demasiado –bueno, si eso era lo que quería, le atizaría con su propias armas.

Guillaume se mostró contrariado por un segundo, pero su rostro adoptó de nuevo una expresión imperturbable: estábamos en tablas, y ya se preparaba para el siguiente asalto.

-No sé donde vamos a ir a parar –le oí quejarse ante su gente mientras nos alejábamos-: las mujeres cada vez se obsesionan más con esta absurda moda de lavarse a todas horas, cosa que, aunque realizada con moderación no sería tan perjudicial a pesar de ser una perversa costumbre sarracena, llevada hasta tales extremos no puede ser en absoluto buena para la salud –a Guillaume le gustaba envanecerse de su aversión a la higiene, cuando era casi tan seguidor de las “perversas costumbres sarracenas” como yo. Claro que ¿qué más daba eso?  Nadie necesita higiene si puede conseguir que le saquen de las listas de espera de las operaciones, y otras sanitarias prebendas a base de repartir sobres, como han hecho los nobles adinerados como él en todos los tiempos, mientras los enfermos de cáncer que deben acogerse a la Sanidad pública esperan su tratamiento. Los pobres tenemos que morir para que los ricos vivan, el capitalismo es canibalismo de ricos contra pobres, de Norte contra Sur, de ambiciosos contra mansos de corazón…

*     *     *

-¡Si te viera Sancho ahora! –dijo Isabel cuando acabó de ayudarme a disfrazarme.

Yo fruncí el ceño. Lo que menos me preocupaba ahora era pensar en la impresión que podría producir en el caballero leonés, cuyo recuerdo hacía mucho que había desaparecido de mi mente empujado por demasiadas vivencias posteriores. Estaba muy, pero que muy cabreada: el vestido en cuestión era lo menos adecuado del mundo a una travesía a caballo, y menos si durante la misma se producían esas complicaciones con las que siempre acabo por encontrarme. Se trataba de un brial blanco de seda (o eso supongo; no estoy muy versada en tipos de tejido), bonito, todo hay que decirlo, pero algo pasado de moda, bastante fino (con lo que agradecí que Guillaume hubiera tenido el detalle de adjuntar al paquete una camisa de lana bastante calentita), con bordados dorados que se enganchaban en todas partes, mangas acampanadas que dudaba que me dejaran sostener las riendas convenientemente, y fruncidos en la cintura que en ningún caso me dejarían echar mano de mi espada con la celeridad que se suele requerir en esos casos. Y por si fuera poco, para sujetarme el pelo no había más que una diadema; lo único que me consolaba es que, afortunadamente, el trayecto sería corto. Así que, de aquella guisa, abrigada en un manto de terciopelo rojo y forro blanco de armiño que debía de haberle costado un pastón a mi supuesto pariente (el muy hijo de su madre no había reparado en gastos para humillarme, hay que ver los liberales que son los poderosos cuando se trata de hundir a sus adversarios: solo esperaba que no pidiera, como un tal Rosell en el siglo XXI, cuentas a mi salario diciendo que era la única alternativa paral arreglar el desaguisado y sin mencionar cualquier eventual recorte en el suyo), y calzada con mis botas pues los preciosos zapatitos de tela que también se hallaba en la bolsa ya me habían parecido excesivos, salí del macizo de árboles que rodeaba el río seguida de Isabel, que no podía contener su hilaridad al observar mi malhumor.

Los caballeros casi se pusieron de pie al verme: desde luego, el cambio de imagen había sido radical. Y también extraño, incómodo y nada reconfortante.

-Vaya, E… Ermengarda, ¡estás increíble! Estaba seguro que  ganarías con este atuendo–exclamó Gonzalo: no me extrañaba aquella reacción. El templario sevillano era un amante de la moda femenina, y recordaba cómo en el barco me había preguntado un par de veces qué tenía en contra de vestir acorde a mi sexo. Como si no pudiera imaginarse la escasa compatibilidad que existe entre repartir mandobles y vestir de seda y oro. Bueno, era hombre, qué le vamos a hacer.

-Con todos mis respetos –opinó Guifré a su vez-, yo estaba acostumbrado a verla con sus armas, y este cambio se me hace un poco… no sé… raro…

-Tonterías –zanjó Guillaume-. Está perfecta. Mi querida Ermengarda, no sabes los buenos recuerdos que me trae ese vestido. De tiempos más felices, bellos y tranquilos.

Dominado por la supuesta nostalgia, se acercó a mí y me dio un virtuoso y fraternal beso en la mejilla. Yo aproveché la cercanía para atizarle un buen puñetazo en los huevos. Sus hombres interpretaron que sus labios apretados y la expresión de dolor en sus ojos entrecerrados era consecuencia de la emoción de las remembranzas, y a alguno se le escapó asimismo una lagrimilla ante la supuesta escena familiar conmovedora. Pero Guillaume se recuperó enseguida y, esbozando una sonrisa irónica, hizo un gesto de apremio a toda la comitiva.

Coronamos Gardeny cuando empezaba a caer la noche. Guillaume había enviado a uno de sus acólitos a prevenirles de nuestra llegada, y ya una nutrida delegación de sus habitantes nos estaban esperando en el patio exterior del castillo, al que accedimos por el portón abierto. Un hombre no muy alto pero sí robusto, de adusto semblante y en los últimos años de la cuarentena, se adelantó con aire de autoridad. Imaginé que era el comendador.

-Bienvenidos seáis, Guillaume, Ermengarda y acompañantes. En cuanto descabalguéis, seréis conducidos a vuestros aposentos donde podréis asearos y poneos cómodos antes de la cena y la ceremonia de completas –otra misa. Joder, no había manera de quitárselas de encima-. Después –nos lanzó una mirada de desaprobación general a mí y a Guillaume- espero que tengáis un momento para mantener una conversación conmigo.

Y, después de apuñalarnos con los ojos tal como si nos hubiera pillado haciendo un escrache ante la casa de Madrid de un político que cobra dietas porque en realidad no tiene casa en Madrid, o mediando en un desahucio al igual que si fuéramos etarras, nos dio la espalda y entró en el castillo. De pronto, comprendí que el afán de Guillaume de disfrazarme al menos esta vez no había sido un capricho ni una venganza. (continuará).


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