Revista Opinión

Con Jaume II vivíamos mejor (VII)

Publicado el 01 abril 2013 por Eowyndecamelot

(viene de) La verdad, no me precio de ser demasiado sensitiva. El hecho de vivir a contracorriente, granjeándome la enemistad, incluso el odio descarnado, de aquellos a quienes se les ha enseñado que esa reacción es la única respuesta contra los que son diferentes (hasta el punto de que, dominados por el miedo, se convencen a sí mismos de que los otros no merecen vivir, una actitud que, como sabéis todos y todas las que me leéis, suele aparecer como cobarde defensa en momentos difíciles como el que estáis viviendo), me ha convertido en alguien demasiado apegado a la Tierra: a las variaciones de sus estaciones, que aún tengo la suerte de disfrutar en este siglo XIII en el que el capitalismo aún no ha acabado con ellas llevándose por delante a los pueblos que las respetan, a cualquier cambio en el viento o en los sonidos de la naturaleza que me descubra un posible peligro… y, por qué no, a los rudos placeres de una persona que ha elegido el negocio de las armas como forma de vida, tal vez porque no servía para nada más… Sirva esta introducción para explicar que, a pesar de que he decidido no trascender las lecturas que me aportan mis cinco sentidos, en cuanto entré en aquel recinto tuve la sensación de que allí se cocía algo, y que no era la sabrosísima escudella catalana que los cocineros estaban preparando con esmero como avisaba el delicioso aroma que venía de la cocina, y que pronto habría de degustar. Un escalofrío recorrió mi espinazo, y Guillaume debió de notarlo, o quizá es que estaba tan escamado como yo. Se acercó en el momento en que yo descabalgaba y le cedía mi montura a un atento cadete.

-¿Qué sucede? –susurró.

Parecía haber agotado su resentimiento hacia mí en los últimos momentos: tal vez mi patente incomodidad dentro del vaporoso vestido que me había prácticamente obligado a vestir le enternecía. O tal vez fuera que mi ataque frontal contra su masculinidad le había dejado más dócil que un corderito: esperaba que fuera lo segundo.

-Hay algo raro en este ambiente –contesté-. Todas mis cicatrices están comenzando a rabiar como si les hubieran echado pimienta picante por encima.

Me miró con gravedad: perpleja, me di cuenta de que me estaba dando más credibilidad de la que nunca pensé que le inspiraría. Siempre me sorprendo que cuando descubro que alguien me respeta, quizá porque yo no puedo inspirarme ese sentimiento a mí misma.

-Mantente ojo avizor –me soltó rápidamente. Después se volvió al comendador con una orgullosa aunque cordial sonrisa.

-Señor –le explicó-, creo que la dama Ermengarda y yo podemos aplazar las cuestiones prácticas para conversar con vos, si es necesario. Después podremos entregarnos al descanso, la comida, la devoción y el sueño con más libertad.

El rígido comendador le dirigió una mirada poco amistosa. Por lo que yo creía entender, aunque me hago un lío monumental con los mandos del temple, el rango de Guillaume era superior, bastante superior, al suyo, pero, amparándose en su mayor edad, le trataba como al jovenzuelo que ya había dejado de ser sin mostrar una pizca de deferencia, y mi controvertido colega en aquella surrealista misión, por alguna extraña razón, lo aceptaba con humidad.

-Está bien –respondió al final-. Si vosotros podéis retrasar el solaz, yo también. Seguidme a la sala capitular.

Sintiéndonos un poco, al menos yo, como niños cogidos en falta que se encaminan al despacho del director para una buena reprimenda, influenciados por su actitud, así lo hicimos. Yo miraba, mientras tanto, a mi alrededor, al despliegue de actividad que me rodeaba y a las numerosas construcciones que se levantaban en el recinto, hasta hacerlo asemejarse a una ciudad en miniatura: era la primera vez que visitaba Gardeny, al menos aquel Gardeny, aunque es cierto que ya conocía la ruina, hermosamente rehabilitada, eso sí, que sería en el siglo XXI. El problema de esto de vivir en dos épocas al mismo tiempo son las comparaciones, en las que el siglo XXI, todo y sus ventajas, que no voy a dejar de reconocerle (¿o sí?), siempre sale perdiendo: las imágenes de la decadencia futura, o pasada, pues mi particular situación me hace en ocasiones pensar en el futuro como si fuera pasado y en el pasado como si fuera futuro, en mi vida todo se mezcla en confuso montón, de aquel enclave se superponían a su vitalidad actual. Se me hizo un nudo en la garganta y respiré profundamente. Guillaume se volvió  levemente hacia mí, sin dejar de caminar, y murmuró, adivinando mis pensamientos:

-¿Tanto cambiará?

Yo asentí.

-Es ley de vida, Guillaume –añadí, encogiéndome de hombros-. Nosotros también cambiaremos. Dentro de no mucho tiempo, si es que sobrevivimos, ya no seremos capaces de aguantar nuestra espada, por no decir otras cosas. Claro que eso no significa que tenga que gustarnos. Aparte de que tampoco es muy agradable si además nos roban a mano armada el dinero que hemos cotizado durante toda nuestra dura vida laboral para vivir una digna vejez y dar de comer a nuestros hijos y nietos desahuciados y parados.

-Carpe diem, entonces –contestó él. El comendador se volvió y nos asaetó con los ojos: evidentemente, si hubiera nacido siete siglos más tarde hubiera trabajado de director de colegio. Preferiblemente privado y religioso. Probablemente hasta del Opus. Esperé un momento antes de responder a mi colega.

-Lo estamos haciendo. Al menos, de alguna manera. De la mejor manera, diría yo.

Pero ya llegábamos a nuestro destino. El comendador nos hizo pasar y nos instó a tomar asiento en los labrados bancos de oscura madera, frente a él. Sin más preámbulos, nos espetó, mejor dicho, a mí, que por ser mujer soy la culpable de todos los males del mundo:

-He accedido a hospedaros aquí, dama Ermengarda, gracias al afecto que siento por vuestro primo y a su probada fidelidad hacia la orden –y no estaba siendo irónico–. Pero personalmente desapruebo vuestra decisión, y mucho más el haber hecho cómplice de la misma a Guillaume. Una hija debe obediencia a su padre, y si él considera este matrimonio lo mejor para proteger y rentabilizar vuestras tierras y a vos misma –yo misma, ¿en cuanto a “proteger” o a “rentabilizar”?– debéis acatar sus órdenes. Además, sois aún joven. La mejor manera de honrar la memoria de vuestro difunto esposo, que dio su vida en San Juan de Acre por la Cristiandad, es cumplir con vuestro deber de mujer noble y traer hijos al mundo que preserven el legado de vuestra sangre.

Hasta aquí, todo normal: lo peor no es que una tenga que escuchar estas cosas en el siglo XIII; lo verdaderamente terrible es que continúes escuchándolas en el XXI. Y prácticamente con las mismas palabras. Yo incliné la cabeza en una demostración de sumisión que hasta me asombró a mí misma.

-No os preocupéis, señor. El único motivo que impulsó mi escapada fue la rapidez que mi padre exigía para el enlace. No me opongo a su decisión, solo necesito un poco más de tiempo para llorar a mi finado esposo, por el que sentía un gran cariño. Después de que hayan transcurrido un par de semanas me sentiré totalmente preparada para mi cumplir con mi destino de fémina, amar a mi futuro marido aunque sea con lágrimas en los ojos, y acoger a todos los hijos habido en nuestra unión, que espero sean por lo menos 15, como lo que son, un don de Dios.

Guillaume me pegó un disimulado codazo que a punto estuvo de taladrarme los riñones. Pero el desconocimiento del comendador de lo que se cobijaba detrás de mis palabras, amén de la expresión de absoluta y cándida inocencia impresa en mi rostro, le hizo darlas por sinceras, aunque he de decir que no se abstuvo de enviar una suspicaz repasada visual contra mí, contra Guillaume, y después otra vez contra mí. Sin embargo, no tuvo más remedio que contestar:

-Pues que así sea, entonces. Guillaume, tened la bondad de acompañar a vuestra prima a sus aposentos, donde sin duda la esperará ya su dama de compañía –¡pobre Isabel!–. Disfrutad entonces de vuestra estancia entre nosotros y aprovechad para encontrad consuelo de vuestro pesar en el Altísimo.

Yo incliné, dócil, la cabeza, y me dispuse a salir de allí.

-Pensaba que, a pesar de vuestra insoportable beatería, vosotros eráis más abiertos –le reproché a Guillaume una vez estuvimos a una prudencial distancia.

-Por poco consigues que nos descubran –me reconvino él, a su vez.

-Es que me lo puso a huevo –me defendí, encogiéndome de hombros-. Era imposible evitarlo. Bueno, la ventaja de todo esto es que aquí al menos se me tratará un poco bien, atendiendo a mi supuesta alta alcurnia. Estoy harta de comer sobras y tener que hacer todo el marujeo, además de arriesgar la vida por tu absurda misión.

Él parecía indignado.

-Sabes que no ha sido así. Siempre me preocupé de que tuvieras de todo. No te expresas con justicia. Además, no entiendo cómo a veces puedes ser tan frívola.

-Fácil es para ti decirlo, cuando nunca te ha faltado de nada. Yo no soy frívola: sencillamente, disfruto del momento. Es algo que una aprende cuando no sabe cuándo volverá a comer, dormir, o bañarse. Así de sencillo. Y de dramático.

Estábamos en mitad del corredor que conducía del edificio principal a la capilla. Sin darnos cuenta, nos habíamos detenido, en mitad de un nuevo acceso mutuo de creciente cólera. No sé qué lindezas hubiéramos intercambiado en ese momento, estando la relación de camaradería entre nosotros tan deteriorada, si en aquel momento no nos hubiéramos topado con Gonzalo, que al parecer se dirigía a buscarnos. Pero algo en nuestra actitud le hizo detenerse, después de que una sombra de inquietud se transparentara en su expresión, y sencillamente volver por donde había venido sin dirigirnos la palabra. La interrupción sirvió para calmar la agitación de Guillaume, y para darme a mí algo diferente qué pensar. O tal vez no.

Porque en los ojos de Gonzalo me había parecido ver temor cuando se encontraron con los de Guillaume. Un temor cerval. Y yo solo podía imaginarme algo a lo que un fiel hasta la médula monje guerrero harto de batallar en Tierra Santa, donde había presenciado allí los peores horrores bélicos, pudiera temer bajo los dominios de la más o menos pacificada (de momento) Corona de Aragón; además de al aburrimiento, claro. Que hubiera averiguado que la fe inconmovible en su admirado referente tenía en realidad buenos motivos para quebrarse.

¿Y si Guillaume no era quien creían sus hombres? (continuará)


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revistas