A lo lejos, al final de la extensa llanura de piedras y de toda civilización, está Merzouga, un pueblo nacido de la misma tierra, pues sus casas parecen haber surgido de la arena tomando formas cuadriculares donde poder (sobre)vivir. Justo detrás de ellas, una imponente duna de más de trescientos metros de altura nos da la bienvenida. La puerta de entrada al Sáhara se ha abierto de par en par para nosotros.
Con un tajine, una ensalada y mucha agua en el estómago, y después de habernos resucitado un poco en la piscina, nos ponemos en movimiento hacia las dunas. Ahí nos aguarda una aventura que, hasta hoy, parece haber sido algo irreal. Una experiencia, que a pesar de no haberla disfrutado en el mejor de los momentos, me llenó un poco por dentro.
Cuando uno piensa que ya no se puede esperar más de un montón de arena, de repente te encuentras cruzando el Sáhara en lo alto de un dromedario cual bereber, volviéndose loco el pelo a merced del viento, y bamboleándote según los movimientos del camélido. O tumbado en una duna mirando las estrellas, o durmiendo bajo ellas, o viendo el amanecer mientras todo se tiñe de un color dorado impresionante, o aparece un oasis con agua, palmeras, y unos genios haciendo sandboard. Así sorprende el desierto, ofreciéndote todas esas cosas a cambio de nada. Tal vez, tan sólo a cambio de admiración.
Me hace acordar que nunca nada es lo que parece. El desierto es inmenso, y no se puede quedar uno con lo primero que ve. Lo oculto siempre está por descubrirse, y puede sorprendernos gratamente, mientras que lo patente no tiene más misterio ni dedicación. Quién sabe la cantidad de tesoros de cientos de miles de años que habrá ocultos ahí debajo. Quién sabe...
La serie De la A a la Z, pertenece a la iniciativa fotográfica de Miss Lavanda, en la que damos la vuelta al abecedario a través de las fotografías. Si quieres saber más, y ver el resto de fotografías de los demás participantes, visita su blog