Las 1.300 farmacias de la comunidad autónoma de Castilla La Mancha van a la huelga. La razón es sencilla; parece que la seguridad social lleva sin pagarles las recetas desde enero de este año. La cifra impagada, según leo en la prensa, asciende a unos 125 millones de euros.
La noticia ha causado un gran revuelo ‘social’; de momento parece que la indignación se sitúa sólo en el escenario manchego de las fantasías caballerescas aunque, como bien saben los políticos, el revuelo ‘social sanitario’ es el peor de los revuelos.
Una Castilla La Mancha que, por cierto, los estatutos de autonomía de principios de los ochenta transformaron en lo que hoy es, borrando de un plumazo a su predecesora ‘la Nueva’; recuerden conmigo: Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y Albacete……..Si Cervantes levantara la cabeza lo mismo hacía discurrir las andanzas quijotescas por lejanos países emergentes.
Volviendo al tema. Porque, hasta ahora, a muy pocos indignados parecían importarles los significativos recortes en los márgenes empresariales que, a golpe de decreto ley, la industria farmacéutica lleva padeciendo desde hace años.
Recortes que, evidentemente, ponen en peligro la subsistencia de nuestro modelo de oficina de farmacia y que, tarde o temprano, acabarán afectando a la calidad o a la cantidad del servicio que prestan.
Pero los farmacéuticos, para el ciudadano de a pie, son como los funcionarios y algunos otros instalados administrativamente en el sistema, y viven como curas. Como curas de los de antes, digo yo, porque seguro que los indignados de la santa madre iglesia también tienen motivos para enfurecerse con sus recortes.
Y por eso les espetan que no se quejen. Que con sus sobras vivirían tres familias. Que peor vive el parado sin subsidio, que tiene que habituarse a resistir con una limosna de 420 euros al mes. Que, si por él fuera, trabajaría en dos turnos de ocho horas al día. Pero como la cosa está tan mal…
El problema es que, ahora, la angustia de las farmacias y sus distribuidores, ésa que hasta ahora se disimulaba bajo sonrisas ajenas, amenaza con trasladarse al pueblo llano.
Un pueblo que se define como inocente. Que cree que abomina las injusticias. Que dice no saber de números. Que le espantan las letras. Que vive como menor de edad gustosamente. Pero que conoce sus derechos mejor que sus deberes. Y que, si hace falta, hasta se alista en tiendas de campaña contra el poder.
Y la amenaza que se escucha es seria: ¡Desabastecimiento de medicinas! Y, claro, por ahí no pasamos. Una cosa es que la industria farmacéutica sufra recortes e impagos, y otra que mi derecho a libre botiquín se vea mermado.
¡Con la engañosa salud hemos topado! La gratuita. La salud que se regala a cambio de la vida eterna. La salud social. La salud repartida en cómodas dosis cada ocho horas. La salud que receta el médico y que la farmacia está obligada a dispensar por imperativo legal.
Infinidad de veces manifiesto en este blog que lo gratis no vale. Que provoca dejadez. Que invita a no implicarse. Que fabrica personas incapaces. Que propicia placenteros ocios. Que crea un falso concepto del servicio público. Y que lo que viene sin esfuerzo, acaba yéndose por necesidad.
En mi opinión, la seguridad social española, tal y como la concebimos actualmente, necesita acometer importantes transformaciones, todas ellas encaminadas a conseguir un servicio eficaz y eficiente a la vez. Pero este camino no se hace al andar, sino con unas enormes tijeras de podar.
Hasta entonces, tan injustos o más son los impagos que sufren los farmacéuticos y sus distribuidores, como el desabastecimiento de medicinas con el que nos vemos ahora amenazados.
Son la misma cara de la misma moneda. La consecuencia de los excesos y el país de los goces. La resaca de la barra libre a la que nos invitaron. Y la secuela de seguir creyendo en los libros de caballería ‘sociales’.