Maurice Ransome es un abogado británico que cuida mucho la pureza de su vocabulario, viste con elegancia profesional, adora la música de Mozart y habita con placidez en un hogar sereno, equilibrado y elegante junto a su diligente esposa Rosemary, amoldada a los gustos y rarezas de su marido. Hace muchos años, estuvieron a punto de tener un bebé (Donald), que no llegó a nacer. Esa vida burguesa, apolínea y más bien fría sufrirá un vuelco cuando, al regresar de la ópera, descubran que su casa ha sido desvalijada. Pero la gran sorpresa es que los ladrones no se han llevado tan sólo los objetos valiosos (televisor, cadena musical, etc), sino, rigurosamente, todo: desde las sillas hasta la cubertería, desde las cortinas hasta el papel higiénico, desde los cuadros hasta el asado que estaba dorándose en el horno. Todo está cubierto por el seguro, así que desde el punto de vista económico no van a experimentar agobios de ningún tipo; no obstante, en el proceso de “reconstrucción” de su hogar, Mrs. Ransome empieza a darse cuenta de hasta qué extremo se encuentra vacía. En su matrimonio nunca ha habido buen sexo, ni ternura, ni afectos expresados (“Nunca nos hemos abrazado, Maurice”), así que el vacío interior de la casa robada es también una imagen del vacío interior de su espíritu yermo.
Poco tendrá que rascar el lector atento para advertir o intuir que el esposo no ha logrado mayor dicha: entumecido por su educación puritana, sus represiones sexuales las vive en un secreto culpable (unas fotos y unas grabaciones obscenas que guarda camufladas en una estantería), y resulta evidente que tampoco él ha alcanzado la felicidad que buscaba.
Alan Bennett nos entrega una historia falsamente humorística (traducida por Jaime Zulaika para el sello Anagrama), en la que el protagonismo recae sobre dos soledades adheridas, dos silencios incomunicados, que habrían alcanzado el nirvana anestésico de no haber mediado este robo, que les revela la desnudez de su fracaso.