Revista Educación

Con los ojos cerrados

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Cochecito

Una mañana de paseo por el mercado Nuestra Señora de África, al que todos recordamos haber ido con algún familiar a por flores, carne o frutas frescas, reparé en el entorno. Este mercado, aunque tenga de vecino al moderno y exquisito TEA, guarda a buen recaudo sus escenas tradicionales de las que no quiere ni tiene por qué zafarse. Justo en su parte trasera, sin mostrar demasiada pretensión, se yergue un centro comercial en cuya entrada, una melodía añeja y simple, consiguió aquella mañana captar mi atención. Era un recuerdo de la infancia. Uno de esos cochecitos que escuchabas desde lejos y emprendías el duro proceso de convencer a tu madre de que le metiera una moneda y así, al llegar a su altura poder ver cumplido tu objetivo: subirte y arrancar el motor y con él, tu sonrisa. Durante los tres o cuatro minutos de aventura, te limitabas a respirar profundo y disfrutar, indiferente a la mirada de otros niños que paraban en la acera a contemplar tus movimientos con envidia.

A tus cuatro años, melena al viento, sentías que aquella carretera californiana sin final no sería tal suplicio, pues te acompañaba tu música y si alguien te entorpecía el paso, accionarías el botón rojo que hacía de claxon. No había nada que temer. “Mamá, puedes ir sola al mercado. Yo tengo un largo camino por delante”.

En la actualidad, los chavales tienen en su teléfono móvil tecnología de sobra para emular un coche, un caballo o el mismísimo espacio exterior. Las emociones físicas han pasado a segundo plano, eclipsadas por las espeluznantes escenas que ofrecen las pantallas de sus dispositivos, limitando la diversión al sentido de la vista. No me atrevería yo a decir que “en mis tiempos todo era mejor”, pues soy fiel defensora del progreso y la tecnología. Me ceñiré, como muchos, a sonreír al escuchar la canción del cochecito, afortunada por guardar el recuerdo de una infancia en la que las mejores experiencias se vivían con los ojos cerrados.

 


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