Revista Opinión

Con permiso de la muerte

Publicado el 02 noviembre 2019 por Carlosgu82

Con la ingenuidad de mis primeros años, la infancia transcurría con el tedio de las horas muertas, muy a pesar de cumplir con las férreas tareas hogareñas, pues siempre había tiempo para el juego y la desobediencia materna que sin ton ni son sentenciaba su cantaleta:

–No quiero verte sin hacer nada de provecho”.

recomendación clara dentro del seno de una familia numerosa, pues siendo el noveno de un número total de trece hermanos, todo esfuerzo se encaminaba a la ayuda de una madre atribulada por las obligaciones diarias, que iniciaban de temprano y con la llegada de la noche parecían no terminar.

Como decía antes, siempre había espacios de tiempo que podían robarse a las tareas asignadas, y bien después de regresar de la escuela primaria y comer, el retozo variaba según las estaciones, en el pueblo –escenario de mi ingenua y dulce infancia–, donde el pavimento de las calles era promesa política incumplida, el calor eterno del trópico morelense, hacía que el polvo fuera el maquillaje involuntario de la chiquillada, por esa razón, en tratándose de juegos, otra de las cantaletas de las madres era para recomendar:

–Si te vas a jugar, que no sea lejos y de preferencia en la casa de uno de tus amigos… ¡me avisas para saber dónde andas!.

Daniel tenía una de las mejores casas del pueblo, construcción solida que contrastaba con las vecinas de teja completa donde se criaban toda clase de animales: iguanas, ratas, alacranes, sin faltar las arañas capulinas del tamaño de un puño cerrado de la mano encallecida de campesino, que ya con eso es decir bastante. Todo esto hacía que la casa de Daniel se viera como una fortaleza por su techo de concreto, a donde las alimañas no penetraban con facilidad y mucho menos podían anidar.

La mirada infantil hace acrecentar la dimensión de las cosas, y así permanece en los recuerdos, por esa razón, el interior de su casa invitaba a recorrerla a través del juego de las escondidillas, por la cantidad de recovecos en los que podía uno ocultarse, pues alrededor de un amplio patio, “asoleadero” para la gente de pueblo en donde literalmente se extiende el producto de la cosecha y lograr secarse totalmente, luego pasar a la encostalada y finalmente entrojarse.

Alrededor del patio que casi siempre estaba ocupado, había un pasillo que conducía a la cuartería que se comunicaba por unas puertas que daban acceso a ellas sin tener –por suerte–, que hacerlo necesariamente por el pasillo. Así que en la mirada infantil, se transformaban en los senderos de un interminable laberinto para la aventura fantástica de las escondidas.

En cierta ocasión, repitiendo nuestro acostumbrado juego, me tocó la oportunidad de esconderme y ser buscado, así que mientras Daniel contaba hasta diez, corrí los más lejos que pude para meterme en una de las habitaciones que sólo contaban con una tela que hacía las veces de cortina, supliendo a la innecesaria puerta en un clima donde el encierro es una clara invitación a la asfixia.

Paré mi carrera de sopetón dentro de una de las recámaras que si bien pasaba del mediodía permanecía envuelta en penumbras por la ausencia de ventanas o cualquier otro orificio donde pudiera penetrar la luz del sol, con la idea de que pudiera conservar algo de frescura su interior, por lo menos esa era la idea que la gente tenía. Con los brazos extendidos al frente, logre orientar mis menudos pasos hasta la pared del fondo y entre el catre de tijera con fondo de costal que permanecía plegado desde muy de madrugada que comenzaban las labores del campo, ya permanecía recargado en uno de los costados de la alta pared, donde en el extremo contrario se encontraba un añoso, alto y pesado ropero, cubierto de polvo lo que hacía pensar que nuca fue movido desde el día en que fura colocado, lo primero que cruzó por mi cabeza fue que:

–De seguro pertenecía al abuelo de Daniel y tan viejo como su olvidada boda con su amada esposa, fallecida hacía muchos años, tantos que mi amigo no podía calcular que pudiera haber existido.

Y en el tramo de la pared que estaba vacío, entre cama y ropero, coloqué mis manos, y mientras entornaba los ojos, me volví recargando la espalda en la fría pared para decidir con la mayor rapidez el lugar más seguro par escogerlo de escondite antes que llegara a su termino la cuenta y Daniel comenzara a buscarme. En ese preciso momento pude darme cuenta del amplio espacio que lo separaba de la pared y presto alcancé a esconderme sin problemas, al tiempo de contener la agitada respiración tratando –en lo posible–, hacer el menor ruido en total silencio y adoptado una postura lo más cómoda posible.

Afuera se alcanzaba a escuchar la loca carrera y el resoplido de Daniel que gritaba imaginando con ello provocar mi risa “ya sé donde te escondiste…” y culminar la frase con un “¡ya te encontré!” al momento de mirar abajo o detrás de los innumerables muebles de cada cuarto en el que entraba y de donde volvía a salir en su loca carrera, malhumorado por fracasar en múltiples intentos.

Era vital hacer el menor ruido posible y tratar de no moverme en lo mínimo, aunque fue grande el esfuerzo para evitar ser delatado por la risa que casi lograba minar mi silencio. Miraba hacia los lados alternadamente, y en eso estaba cuando de repente sentí que había sido descubierto en mi escondite, al otro extremo de donde estaba, logré ver una sombra como si se tratara de una persona mayor recargada en la pared con las piernas extendidas. Fijé la mirada y para mi sorpresa noté que se trataba de un objeto alargado en forma de un gran estuche. Pensando que ahí podía meterme y menos ser descubierto, me escurrí hasta alcanzarlo sin dejar de arrastrar mi espalda en la pared. Cuando logré alcanzarlo sentí que se trataba de un ataúd, no pude contener el grito y sin saber cómo salí corriendo sin importarme en absoluto que Daniel me tocara diciendo-:

–Te encontré, ahora te toca buscarme”.

Pasé sin detenerme y contagiando a mi amigo, salió de tras mío, hasta que me detuvo jalándome del hombro en medio del “asoleadero”, mientras repetía una cantaleta de regaño igual que mi madre cuando se encuentra enojada

–¡Párate, párate!, estamos pisando las mazorcas y mi papá nos va a regañar a los dos.

Con lagrimas en los ojos, me senté en el pretil del pasillo del corredor que conduce a la puerta de la calle, por donde don Daniel venía entrando montado en su caballo tordillo, sin prisas lo apeo y con la destreza de los años de jinete desmontó luego de arrojar con gran puntería, el extremo de la brida quedando suspendida en la argolla de la pared. Me miró con sorpresa y de inmediato llamó a su hijo para reprenderlo

–¿Qué le hiciste a tu amigo “ahujillo”?

Me reconocían con el sobrenombre ya que al tocar mi cabeza siempre con pelo muy corto se paraban como cerdas de puerco espín, que decían parecían puntas de diminutas ahujas. Daniel se apresuró a contestar para evitar ser castigado sin bien le iba con el cinturón porque de ocurrírsele a su papá desensillar al animal, clarito era que le cruzaría su pequeña humanidad con el braguero de la montura. Tartamudeando le expuso el caso:

–Estábamos jugando a las escondidillas, y se le ocurrió esconderse detrás del ropero del cuarto del abuelo…

Antes de que pudiera terminar de narrar, su padre prorrumpió en sonora carcajada, y paso un rato sin poder controlar la “temblorina” de su panza, la que tomaba con ambas manos intentando encontrar sosiego; era tan contagiosa su risa que terminamos por reinos con él.

Ya sereno se sentó en el pretil y teniéndonos de igual manera sentados a sus costados, comenzó a contarnos como si se tratara de un cuento que hubiera aprendido de memoria:

–Como sabrás el viejo que duerme en ese cuarto es mi papá, a quien la muerte lo ha perdonado por dos ocasiones, ¿verdad Danielito?–

Mi amigo sólo alcanzaba a afirmar con un movimiento de cabeza, mientras su papá seguía contándonos, sonriendo por la sorpresa que veía dibujarse en nuestros rostros.

–Pues no me creerás pero en las dos ocasiones mi padre estaba bien difunto, vinieron la runfla de hermanos, hijos y parientes para acompañarlo en su velación. En las dos ocasiones se hicieron los ritos de rigor, y como yo soy el hijo mayor, en ambas me tocó vestirlo y toda la cosa, le puse su uniforme de zapatista que tan celosamente mi difunta madre le guardara que dizque para que le sirviera de mortaja. Decía que al presentarse a la puerta de la gloria, San Pedro y disosito en persona verían que además de un hombre trabajador y honrado, había sido un varón con todas de la ley, cuando se trató de defender las tierras para que sus hijos trabajaran la herencia familiar y nunca les faltara el sustento.

A esas altura ya me andaba que don Daniel llegara a contar la razón de tener un ataúd atrás del ropero, pero parecía que tardaría para hacerlo y guardé silencio sin interrumpir para que no perdiera el hilo de lo que parecía un cuento lleno de fantasía.

–El abuelo parecía estar jugando a estar muerto, por más que hicimos para comprobar que lo estaba, poniéndole por ejemplo, un espejo frente a la nariz y ver si se empañaba, pero no daba muestras de vida, eso fue en la primera ocasión, ya que en la segunda hicimos eso y hasta lo pinchamos con una aguja y nomás nada, resignados tomamos el camino polvoriento hacia la loma donde se encuentra el panteón, renegando la ocurrencia de haberlo colocado en la parte más alta, pues decían las gentes de antes que en la parte baja, con la crecida del río, corrían peligro los difuntos de salir flotando en sus ataúdes como en procesión hacia la gloria. Resulta que la primera vez en pleno camino con el sol quemante casi al desmayo los hijos que íbamos cargando el ataúd, nos detuvimos al escuchar unos golpes en las tablas del fondo, tan clarito que se guardo un tenso silencio, pues los toquidos se hicieron más fuertes y constantes, siendo acompañados de quejidos que paulatinamente cobraron fuerza, hasta que se pudo escuchar con claridad sus palabras que arrastraba por la dificultad que me afiguro tendría para hablar.

–Sáquenme de aquí, ¡no ven que estoy vivo!

En la segunda ocasión, ya no fue sorpresa cuando sentimos que tocaba, se quejaba y luego repetía que estaba vivo, sólo que agregando con gran enojo:

–tengo unos hijos criminales, ¡quieren enterrarme vivo!.

A todos nos atacó la risa cuando lo acomodamos a medio camino, y con rapidez nos dimos a la tarea de desclavamos la tapa del ataúd, previsores dejamos a medio clavar pensando toda la familia que:

–Por si las dudas y le vuelve a dar chance la muerte de robarnos otro poquito de aire.

Hasta la seriedad le perdimos al cortejo fúnebre, parecía que la muerte nos estaba jugando una broma. Y sin agregar más, don Daniel se levantó y mientras caminaba por el largo pasillo gritándole a su mujer:

–Chole ¿dónde andas?.

Ella asomó la cabeza por la puerta de la cocina:

–Aquí esperándote para sentarnos a comer; a las risas de escuchar todas las burradas que dices de tu padre, ya ni respeto le tienes.

Los dos reían como si de un chiste se tratase, mientras él agregaba antes de cruzar el lumbral de la puerta:

–De seguirle así, creo que él nos va a enterrar a toda la familia, vivir con permiso de la muerte, hace que el ataúd vuelva a ocupar el mismo lugar y no acabe en la fosa para el que fue destinado. La catalepsia es la broma con que la muerte se divierte a costa de los vivos…

Siguieron platicando pero ya no se alcanzaba a escuchar lo que decían, mientras doña Chole llamó a comer a Daniel:

–Vente a comer y de paso invita al “ahujillo” que te acompañe, quien quita comiendo se le vaya el susto.

Volvieron a reírse, bien sabía que no podía quedarme, ya que mi mamá siempre me repetía que no le gustaba que les:

–Diera lata en casa ajena, que por eso tenía la suya.

Me despedí de Daniel, y tocando calle salí a toda carrera con la idea de contar a todos en casa lo que me había sucedido y de paso preguntar qué diablos es eso de la catalepsia, quien quita y al haber tocado el ataúd yo me haya contagiado de esa enfermedad y desde ahora sea inmortal.


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