Finalmente, como cabía esperar, el presidente de Cataluña, Artur Mas, ha renunciado al referéndum que tenía previsto realizar el próximo 9 de noviembre para que los ciudadanos de aquella comunidad autónoma decidieran si iniciar un proceso de independencia o continuar perteneciendo a España. No lo ha hecho por voluntad propia, sino obligado por la legalidad vigente, que impide a los gobiernos autónomos convocar referendos si el Estado no los autoriza expresamente, delegando las competencias pertinentes. Ante el recurso presentado por el Gobierno central, el Tribunal Constitucional había invalidado cualquier posibilidad de celebrar consultas saltándose la ley y declarado nulos los acuerdos adoptados en Cataluña al respecto. De esta manera, la Generalitat de Cataluña no tuvo más remedio que paralizar la iniciativa, a pesar de que los socios soberanistas del Govern, que aprobaron ese “salto al vacío” en el Parlament, seguían empeñados en mantenerlo, ejerciendo una especie de desobediencia civil, con el propósito de poner al Estado en un brete al enfrentarlo ante una petición que se esperaba mayoritaria del pueblo catalán por la independencia, refrendada en las urnas.
Nos quedamos sin saber el respaldo real que hubiera conseguido ese “pulso” al Estado de parte de la ciudadanía de aquella región, puesto que el número de secesionistas no se puede extrapolar de los votos que consiguen las formaciones soberanistas, ya que no todos los nacionalistas son partidarios de la independencia. Lo que sí es cierto es que, de toda esta confrontación política entre Cataluña y España, el único partido beneficiado al tensar casi hasta la ruptura la ley ha sido Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el partido independentista que forma parte del Govern, en coalición con el nacionalista Convergéncia i Unió (CiU) de Artur Mas. Mientras este último sufre el desgaste por un proceso “fracasado”, aquel no sólo mantiene sus expectativas electorales, sino que incluso las aumenta hasta el extremo de convertirse en la fuerza política más votada, a tenor de las encuestas, si se celebrasen ahora unas elecciones autonómicas.
La alternativa que propone el presidente de la Generalitatde celebrar un proceso “participativo” no vinculante y sin garantías legales, materializado gracias a la colaboración de 20.000 voluntarios que suplirían a unos funcionarios que se quieren dejar al margen, no satisface a las formaciones independentistas, en especial a ERC, que valora el momento idóneo para romper la coalición de gobierno. La posibilidad de convocar elecciones anticipadas con carácter plebiscitario parece inmediata, pero requiere que todas las opciones soberanistas presenten conjuntamente un único y mismo candidato, al objeto de poder dar una lectura cuantitativa y cualitativa de la voluntad separatista expresada en las urnas. Pero ERC ya ha condicionado esa posibilidad a la renuncia del “president” a ser el candidato de una lista conjunta que aspire conseguir la mayoría absoluta que haga viable la declaración de un proceso de independencia con el respaldo inequívoco de la población, sin necesidad de ningún referéndum.
No parece que Artur Mas sea tan independentista como para “sacrificarse” en beneficio de ese ideal, sino un “táctico” que ha jugado las cartas soberanistas que la coyuntura le ha facilitado con tal de conservar el Gobierno de Cataluña. Su situación es, pues, sumamente delicada al frente de un Ejecutivo formalmente doblegado por imperativo legal y ser cabeza de un partido muy cuestionado por los escándalos de corrupción que crecen en su seno, como el que ha confesado el líder histórico de la formación, Jordi Pujol, incapaz de dar ninguna explicación convincente de sus delitos fiscales.
Tal vez ese deterioro progresivo del partido que ha acaparado durante casi todo el período democrático el poder en Cataluña, amenazando ya pleno desplome por cansancio, abusos y corruptelas, es lo que ha podido llevar a su líder y presidente de la Generalitat, Artur Mas, a subirse al carro independentista como último “cartucho” para conservar el favor popular, desviar la atención de los problemas que corroen su partido y conservar el Gobierno, aún a costa de formar una coalición con verdaderos independentistas que, a la postre, han recogido todos los beneficios del envite soberanista al Estado.
La segura probabilidad, por no decir certeza, de un fracaso como el obtenido no ha cogido por sorpresa a los impulsores del referéndum, a la hora de diseñar la estrategia. Entre sus cálculos figuraba esta “derrota” anunciada con la ley en la mano y la obstinación del Partido Popular de no explorar vías dialogadas a una posible solución al conflicto planteado por Cataluña. En “enroque” de ambos contendientes, inamovibles en sus posiciones, estaba perfectamente previsto.
Más que celebrar un referéndum, los partidos soberanistas estaban desarrollando una monumental y eficaz campaña de sensibilización de la ciudadanía a favor de sus tesis, consiguiendo arrogarse el papel de “víctimas” frente a un Estado que no atiende reclamaciones democráticas emanadas de la mayor parte de la población. Tras la Diada de 2011, en que cerca de millón y medio de personas se echaron a la calle exigiendo “Catalunya, nuevo estado de Europa”, la orientación de la política catalana estaba perfectamente señalada. O a favor de la independencia o en contra, sin vías intermedias como las seguidas hasta ahora. CiU se subió a ese “carro” con tal de recuperar la confianza de un electorado que lo abandona por ofertas nacionalistas más persuasivas, aunque también más radicales. El precio a pagar ha sido la quiebra de la sociedad catalana, en la que quien no sea independentista es considerado españolista.
Queda por ver qué derroteros toman los próximos acontecimientos, pues la partida no ha acabado. Se abre una nueva fase tal vez más compleja, pero asimismo prevista por los estrategas del “pulso” en su proyecto de construcción nacional. En medio están los ciudadanos, que podrán seguir exigiendo su “derecho a decidir” pero que aún no pueden ejercer. Es decir, dispondrán de voz pero no de voto a la hora de expresar su opinión sobre un conflicto que tiene más alternativas posibles que ese “no” o “sí” excluyentes que le ofrecen unos contendientes que basan su razón en la inmovilidad de sus planteamientos.
Está en juego algo más, con ser mucho, que la relación de Cataluña con respecto de España. Está en juego la configuración territorial del Estado, el modelo autonómico y la quiebra del consenso constitucional y de la arquitectura legal con que nos dotamos para garantizar una convivencia basada en el Estado de Derecho y la Democracia. Noparece, pues, un asunto menor que deban “decidir” solamente los catalanes, sino todos los españoles. Y requiere políticos que no se limiten a actuaciones tácticas cortoplacistas, pendientes antes de los réditos electorales que le depararán para su formación que de los deseos reales de los ciudadanos, sino estadistas que siembren las semillas de un futuro de paz, libertad y progreso para el conjunto del país.
Eso es lo que echo de menos en todo este proceso conflictivo de Cataluña, en el que sobran Mas, Junqueras y Rajoy y faltan Suárez, Tarradellas o Azaña para gobernar unos tiempos en que “Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde”.