La historia de cómo empecé a atender pacientes de Rendu-Osler es toda una muestra de cómo se concatenan las casualidades a lo largo de los años.
El Rendu Osler se engloba dentro del grupo de las enfermedades raras lo que significa que tiene una prevalencia menor de uno por cada dos mil habitantes, en esta patología en concreto se considera que la cifra anda por uno de cada siete mil. Al ser tan poco frecuente, a cada hospital le corresponde un número muy bajo de enfermos aunque, dada la asiduidad con la que precisan atención, todo el hospital acaba por conocerlos. Suelen presentarse en la Urgencia por epistaxis que ellos mismos han intentado cortar, como hacen en infinidad de ocasiones. Tienen mucha más experiencia en taponamientos que un residente poco rodado por lo que, cuando aparecen con una hemorragia que no han logrado controlar, ya se sabe que el asunto es serio.
Durante mi residencia conocí a un par de ellos. Una de ellas era la madre de otra médico, una residente de familia con la que solía coincidir en las guardias. A pesar de mi inexperiencia, a la mujer le gustaba que la atendiese yo. La explicación es que le ponía anestesia y que ya desde entonces tenía claro que lo ideal era usar taponamientos reabsorbibles para así evitar el traumatismo de la retirada, con el riesgo de resangrado.
Ya con mi título de especialista en la mano, me encontré otro caso en mi nuevo hospital. En esta ocasión se trataba de una mujer mayor, encantadora, que sangraba tanto y con tanta frecuencia que acabé por citármela semanalmente para taponarla de manera preventiva. Era la única solución. Pese a eso, de cuando en cuando, tenía que acudir a Urgencias e ingresar. Investigué qué más podía hacer, ambas estábamos dispuestas a intentar cualquier idea, probé tratamientos que se describían eficaces en la literatura pero el problema es que lo que arreglaban por un lado, lo estropeaban por otro.
No fue hasta unos años después cuando heredé el paciente con el angioma faríngeo gigante (que ya comenté en otra entrada) y comencé a hacer escleroterapia. Tiempo después me llegó un nuevo enfermo de Rendu, un hombre joven, que había estado en tratamiento en Valladolid por sus lesiones nasales: allí se las habían esclerosado. Cuando le comenté mi experiencia en escleroterapia, limitada a los angiomas, se mostró encantado y no sólo quiso que le infiltrara sino que además me trajo a su hermano, aquejado de la misma patología (es hereditaria) para que le tratara. Ambos eran casos leves que no me costó mucho controlar.
No sucedió lo mismo con un enfermo con el que se presentó en nuestro Servicio una internista agobiada en busca de una salida. El hombre sangraba a chorros a diario y no conseguían remontarle la anemia por mucho que le transfundiesen. Mis compañeros me avisaron por si se me ocurría algo. La mayoría de estos pacientes son sufridos y valientes y, sobre todo, están hartos de sangrar, les limita la vida. Le hablé de la escleroterapia y me dejó hacer. Recuerdo aquella primera infiltración con pavor, fue un auténtico baño de sangre, pero tanto el enfermo como yo nos armamos de valor, y de gasas, compresas y bateas, y seguimos adelante. Una cosa teníamos clara, si no le infiltraba, iba a sangrar. Ante semejante tesitura era mejor infiltrarle, al menos intentábamos algo para que mejorara. Tras inyectarle varias ampollas, le tapone y le bajé a la urgencia para que le transfundiesen. Cierto que mi intervención contribuyó a reagudizar su anemia, pero la transfusión de ese día ya era algo previsto por la internista. En las siguientes visitas las hemorragias fueron mucho más moderadas, la anemia remontó y el hombre comenzó a llevar, por fin, una vida normal. Creo que es el presidente de mi club de fans.
Mi éxito me animó. Una mañana apareció un paciente en mi consulta que, entre sus antecedentes, me dijo que sufría de Rendu-Osler. Indagué al respecto y me contó que estaba con anemia y que sangraba a diario. Me ofrecí a infiltrarle y el hombre me miró con incredulidad.
- ¿Aquí lo hacen?, preguntó.
- Sí, aunque sólo tengo unos cuantos casos, le contesté.
Me informó entonces de que en Valladolid habían dejado de tratar esta patología y me preguntó si podría atender también a su hermana.
- Sin problema, respondí.
En la siguiente visita acudió con su hermana. La mujer pertenecía a la Asociación de HHT (Hereditary hemorrhagic telangiectasia, el nombre técnico de esta enfermedad) y me comentó que andaban un poco desesperados porque no encontraban médicos que les infiltrasen y me pidió permiso para notificarles que yo lo hacía. Por supuesto, se lo di.
Un par de días más tarde recibí una llamada en la consulta. Era la secretaria de la Asociación y, además, el último y el primer eslabón de la cadena: resultó ser la hija de aquella primera paciente de mi época de residente.