Revista Opinión
Una de las lacras más resistentes del imaginario socialista es el atávico maniqueísmo, inoculado a lo largo del pasado siglo, según el cual la política viene a ser una lucha sin cuartel contra las fuerzas del mal, representadas con persistente virulencia en la ideología del Partido Popular, heredero, según muchos, del espíritu del antiguo régimen autoritario de Franco y expresión máxima del involucionismo social. El PSOE ha contribuido -y sigue haciéndolo- de manera singular y autoconsciente a reforzar este cainismo, a la espera de que con ello consiga el afecto de su feligresía en las urnas. Obviaré adrede en este artículo la parte de responsabilidad que igualmente recae sobre los conservadores españoles en alimentar esta actitud de desprecio a las ideas ajenas. Me interesa recalcar cómo el pensamiento de izquierdas ha provocado en gran medida la perpetuación de esta vieja forma de hacer política. De hecho, el movimiento ciudadano de los indignados ha demandado con insistencia la eliminación de este maniqueísmo político, en pos de un nuevo modelo más real y eficaz de acercar la actividad política a las demandas acuciantes de la sociedad española, sin necesidad del recurso cansino al pugilismo y a la instrumentalización política de la vida social. Los viejos esquemas mentales, binomios conceptuales, dialécticas reduccionistas que sirvieron durante el siglo pasado a fidelizar al electorado de izquierdas, hoy comienzan a perder su potencial medicinal. La ideología de izquierda no ha sabido, como sí lo ha hecho en las últimas décadas el conservadurismo, adaptar su discurso a una nueva narrativa, que refleje las nuevas necesidades del electorado. Me refiero, por supuesto, a la fidelización de voto y la pregnancia ideológica, no a la implementación de políticas sociales, terreno en el que el socialismo ha contribuido de manera decisiva a la modernización del país. En el seno del partido, aún persiste un discurso autocomplaciente, cargado de hagiografías y panegíricos, más propio del discurso dialéctico que alimentó la ideología socialista durante el siglo XIX que de un pensamiento moderno y progresista.Esta inercia se revela de manera explícita en no pocas ocasiones en las que los socialistas creemos estar defendiendo valores superiores, justificados por el solo hecho de sentirlos como nuestros. Me ceñiré a un asunto que colea desde hace unos años en nuestro imaginario, generando en torno suyo una retórica falaz y maximalista que recurre a emociones populares como sustrato de su argumentación: la concertación de la enseñanza. El solo hecho de citar el tema suscita ya de por sí en algunos socialistas un caudal incontenible de pasiones que rubrican sin mediar análisis la defensa de una variada ensalada de apriorismos, frases hechas y prejuicios. No son pocos los que en defensa de una política progresista azuzan al respetable con la idea de que la concertación educativa es aprovechada por el Maligno para imponer en España una vuelva a la confesionalidad y los valores tradicionales. Así, cada vez que se publica una noticia en la que se anuncia una inyección presupuestaria a la escuela concertada, una jauría hambrienta afila sus garras, arguyendo un ataque indiscriminado contra la calidad de la enseñanza pública. No debemos obviar que las ideas que el conservadurismo del Partido Popular defiende en torno a la cuestión sobre cuál debe ser el mejor modelo de enseñanza en España presentan claras diferencias respecto a las defendidas por el PSOE. Ambos discursos se sostienen en parte por un legado ideológico, una tradición histórica como partidos políticos y la necesaria fidelización del aprecio del sector de la población que supuestamente sintoniza con su pensamiento social. La educación es un asunto que con facilidad ha sido aprovechado por ambas fuerzas políticas con el fin de instrumentalizar el debate social, radicalizándolo hasta extremos sonrojantes. Ambos creen poseer en este y otros temas la verdad absoluta. Y la ciudadanía acaba percibiendo esta actitud como una forma soterrada de autoritarismo y afán de diseñar España a imagen y semejanza de una maqueta preconcebida, a mayor gloria de una determinada ideología. La ciudadanía demanda en asuntos vitales como educación, sanidad y empleo un acuerdo nacional, un pacto de no agresión, de búsqueda del consenso como horizonte final. A fin de cuentas, el soberano reclama zanjar de una vez por todas nuestras cuentas con el pasado y ejercer un nuevo modelo de hacer política, más conciliador y eficaz. ¿Una utopía?Pero volvamos al asunto de la concertación educativa. A grosso modo, la concertación es un servicio privado que satisface los intereses del Estado. Los centros privados se acogen al concierto para asegurar la sostenibilidad económica de su servicio y satisfacer el derecho de elección de centro. Por su parte, el Estado utiliza el concierto como una estrategia de ahorro; la concertación permite reducir el presupuesto en educación. En muchos casos, resulta más caro abrir y sostener un centro público nuevo que mantener la concertación de los centros privados. En caso contrario, debiera reajustarse la concertación en beneficio de la enseñanza pública. Pero claro, para saber si un centro concertado es rentable o no, debe hacerse un estudio previo, despolitizado, que justifique la medida. Esto es precisamente lo que no sucede ni se le asegura a la ciudadanía: la total desinstrumentalización política de la gestión educativa. No existe voluntad por arbitrar un modelo educativo que tenga como principal objetivo asegurar el derecho a la educación bajo principios de equidad y respeto a las diferencias.La función principal de cualquier partido político, esté en el gobierno o en la oposición, debiera ser que se asegure una educación de calidad tanto a los ciudadanos que estudian en escuelas públicas como en aquellos que lo hacen en las concertadas. La concertación no anula los derechos constitucionales de los alumnos y sus padres; al contrario, obliga al Estado a asegurar que esos centros ofrecen una enseñanza igualmente digna y sostenible. La escuela concertada no es enemiga de la pública, sino una ampliación de la misma. Si el Estado puede en determinados lugares ofrecer una enseñanza pública de calidad a un núcleo de población, es evidente que la concertación debiera eliminarse, dejando a ese centro una total autonomía de gestión y sostenimiento económico. Sin embargo, si la concertación resulta rentable, ¿por qué eliminarla? En el actual contexto de crisis, es difícil pensar que la concertación educativa se vea reducida, salvo excepciones evidentes. Pero en tiempos de bonanza, el concierto no tiene sentido. Si el Estado puede sostener presupuestariamente una educación pública de calidad, es absurdo mantener la concertación. Aquellos padres que por razones de religión u otros motivos opten por llevar a sus hijos a colegios privados, pueden hacerlo, pero deben ser ellos mismos quienes asuman el coste económico.El objetivo no es discriminar entre concertada y pública, sino arbitrar un equilibrio presupuestario que asegure una educación de calidad para todos. Una política honesta y democrática debe rechazar cualquier discurso político que se base en acusaciones maximalistas, del tipo ¡Quieren acabar con la escuela pública!, y centrarnos en los hechos, en el sentido común. Ramón Besonías Román