Y el pulso que marcaba el tiempo de los compases de nuestros corazones se detuvo quedando todo en silencio. Tu voz y la mía desafinaron en un hilo rasgado de violoncelo que se rompía con un “Adiós” que se llevaba el viento ululando un réquiem que enterraba todo lo que habíamos sido bajo los pasos que nos habían llevado al uno hacia el otro. Tus dedos habían pasado de deslizarse por mi piel creando sinfonías a tropezar y, finalmente, evitarla; los míos, que habían empezado a tañer el arpa de tus costillas cuando dormías boca abajo, ahora lloraban mudos sintiendo el fantasma de la distancia. Se destensaron las cuerdas de piano que crecían en tu caótico pelo cayendo en guedejas por tus hombros desnudos y que sonaban en forma de trino de pájaro cuando las pulsaba; se desvanecía la luminiscente canción que entonaba mi mirada al verte y se volvía arcoíris junto al violín de tu sonrisa.
Ahora todo es un atronador silencio lleno de ruido blanco al no poder sintonizar tu vida con la mía y una voz tenor entra en escena anunciando la salida de un tren en el que sólo tú te subirás. El coro de gente se despide con interludios de sonrisas y abrazos mientras nuestras miradas se cruzan en un solo de lágrimas alzándose sobre los paraguas y la tormenta. Entonces nos tocamos la yema de los dedos en un breve pizzicato, los tambores de guerra suenan en nuestros pechos y subes al tren dándome la espalda repentinamente mientras tus tacones repiquetean semicorcheas que huyen de mi pentagrama por las líneas adicionales que te conducen al vagón, la lluvia aplaude en un cielo sin clave de sol, la coral prosigue en un allegro fortísimo, el ruido blanco sigue en monótono calderón y mis dedos se estiran largo punteando el aire al no alcanzarte.
Te veo mirándome a través de un cristal de dos compases, el tenor recita la inminente salida del tren. Tienes una lágrima con forma de cisne abriendo sus alas desesperadamente y entonando su última canción a la luna negra de tu pupila, los labios de trémolo callando un “hasta siempre” y tecleas el cristal despidiéndote de mí, de lo nuestro y de la parte de ti que te dejaste en mí. El tren arranca traqueteando, la coral se diluye y me quedo a solas bajo las notas de lluvia estrellándose sobre mi cuerpo, en el que cada golpecito mi alma se resquebraja un poco más, chasquido a chasquido.
Volveré al fado de los insomnios de barra hecha mástil sin trastes ni cuerdas empapada en whisky, al nocturno de la nostalgia, a oír el triángulo de las piedras de hielo chocando contra el vaso, al blues de la luna mostrando el hueco vacío que dejaste en una cama, a rechinar el estribillo de tu ausencia. Seré un don Rodrigo para el mundo que se extiende más allá de mi cuarto, menguante, y un Beethoven para la vida cuando me quiera recitar poemas de amor mientras un sueño hace crack y un “ojalá” nace… Ojalá hubiera habido un baile de tu cuerpo en el mío, acompasando nuestros latidos, afinando suspiros, componiendo una vida a partir de las melodías de la tuya y la mía, durmiendo en la nana de tus abrazos y despertando en la sonatina de tu sonrisa en que siempre he visto la batuta que dirigiría mi felicidad. Solamente somos piezas musicales, trozos, cachos, el concierto que nunca fuimos.
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