Esta semana se lanza a la red un nuevo llamamiento a la movilización por la #conciliación. El grupo Madres, sí. Pero guerreras también ha organizado varias quedadas tuiteras con este fin durante esta semana, en la que dará comienzo el curso escolar para muchos. Tenéis toda la información en su blog, y en Mamiconcilia, donde se explica la acción y además se da información sobre propuestas, añadiendo la particular de PPiiNA –y que yo secundo y apoyo–.
Pero creo que hay que añadir un par de cuestiones más al asunto, que al final pasa como tantas veces: los papás también queremos y necesitamos conciliar, y somos parte de la ecuación. Estoy convencido de que es algo necesario cambiar para acercarnos a la igualdad real. Sin la inclusión de los hombres en las tareas de cuidado, crianza y responsabilidad no avanzaremos. Y sin permisos igualitarios e intransferibles es imposible. Al final el peso de la crianza y los cuidados siempre recaerá sobre las madres, a menos que cambiemos la mentalidad y los roles sociales y culturales. Al igual que el resto de la familia. Y tampoco podemos dejar fuera de la conciliación a las personas sin hijos. Conciliar también es disponer de tu tiempo para vivir.
Como padre comprometido con este tema, ya he escrito en varias ocasiones en este blog dejando mis opiniones y mi convencimiento de que es este país la conciliación ES MENTIRA. Y como sabéis también he participado en el movimiento #Papiconcilia, aportando en 2014 mi granito de arena con mi experiencia personal para la primera edición del proyecto. Pero aún no había compartido mi artículo con vosotros, así que aprovecho la ocasión, y aquí os lo traigo. También podéis leerlo, junto a los de otros participantes, en la web del movimiento, y os invito a haceros con una copia del libro.
Mis dos tazas de caldo
por José Mª Ruiz Garrido
Hace unos cuantos años, no muchos, era de los que pregonaban que no tendría hijos. Hace unos años. Y ya acercándome a la cuarentena, me encontré con mis dos tazas de caldo. Me di de bruces con la realidad, por partida doble. O triple. Ni idea tenía entonces de lo que supondría la llegada de los mellizos, el vuelco que daría a todo. Incluyendo a mis propias prioridades y convicciones.
La de cosas que le pasan a uno por la cabeza. Durante todo el proceso, incluso durante el embarazo, en más de una ocasión mi mujer y yo charlábamos sobre cómo nos tendríamos que organizar. Yo en esos días no tenía nada demasiado claro. Hasta entonces mis horarios y jornadas me permitían disfrutar de cierto tiempo libre y personal, cosa que obviamente tendría que cambiar. Trabajar como diseñador en un diario, con horarios de tarde y noche, tener las mañanas libres –disponibles es más correcto–, y turnos en fines de semana, limita tu vida social, pero te regala cierta libertad individual. Con la llegada de los pequeños, mis mañanas dejarían de ser mías.
Mi mujer no era muy partidaria de las guarderías. Sabemos que tienen sus ventajas, aparte de dejar tiempo para uno mismo, como el ir acostumbrando a los pequeños al ritmo académico, que aprendan a socializar y a compartir juguetes y virus, y demás cuestiones con las que puedo o no estar de acuerdo, pero que no voy a entrar a discutir. Pero la decisión de tener a los niños en casa a mi cargo cayó por su propio peso al comprobar los gastos –siempre el doble de todo– que acarrearía tener a los mellizos en un jardín de infancia. Las capas de miedo se iban superponiendo, como las de una cebolla, sobre mi cabeza y mis inseguridades. A mi miedo a perder totalmente mi autonomía y libertad, se le superpuso el miedo a no ser capaz de manejar la situación yo solo y hacerme cargo de los pequeños, a no estar a la altura. Pero con el paso de las semanas y los meses, ya con los mellizos en casa, ninguno de los dos nos acordábamos siquiera de la guardería. Pasar tiempo con ellos, todo el tiempo posible, se instaló poco a poco en mis nuevas prioridades.
Las mañanas para papá, las tardes para mamá. Y a veces todos juntos. En ocasiones compartimos días de descanso, no siempre en fines de semana, y otras es imposible coordinarnos para coincidir un par de horas, o comer los cuatro juntos a la mesa. Lástima que no tengamos la familia cerca, la otra gran constante en la fórmula de la conciliación, por la ayuda y el apoyo que nos prestarían, seguro. Más allá de las visitas y escapadas, cada vez que entran por la puerta nos quitan a los peques de los brazos. Pero es una fórmula a la que no podemos recurrir por sistema, vivimos en otra ciudad. Tener la jornada repartida, mañanas y tardes, nos facilita tener a los niños todo el día a nuestro cuidado. Pero también nos hace más complicado llevar una vida familiar y de pareja más continuada. Si dispongo de mis mañanas para los niños, significa tener que trabajar hasta tarde. Y la redacción de un periódico es uno de esos lugares míticos en los que sobre la puerta debería colgar un letrero bien grande con la sentencia: “Sabes cuando entras, pero no cuando sales”.
Al poco de acabar mi –vergonzoso– permiso por paternidad, y más aún tras el –a todas luces insuficiente– permiso por maternidad de mi mujer, se hizo patente que no podría seguir mucho tiempo con mis horarios habituales. Estos horarios suponían salir de la redacción normalmente cerca de las 12 de la noche, y jornadas que se alargaban hasta las 2 de la madrugada, o incluso más tarde, si me tocaba turno de cierre y la noche se complicaba. Algo incompatible con hacerme cargo de los niños desde las 7 u 8 de la mañana de forma eficiente, o mantener mi salud, física y mental, en unos niveles aceptables. Así las cosas, recurrí a mi derecho a reducir la jornada laboral. Las dos últimas horas para ser exactos.
El llegar a casa a una hora decente, me permite rendir como padre por la mañana, sin necesidad de activar el Modo Zombie. Los pequeños son muy buenos, relativamente manejables, y no todos los días me absorben todo el tiempo, pero de todas formas son agotadores, y siempre están preparados para la batalla diaria desde bien temprano. Y según han ido pasando los meses y han ido creciendo y haciéndose más activos e interactivos, sin parar quietos un segundo, volviéndome loco jugando con todo lo que encuentren a su alcance, y demandando más actividades y estímulos, ha ido a más. Cada año que pasa es más llevadero, los niños van ganando en autonomía e independencia, pero también son más exigentes e intensos. La de veces que me han comentado que habría días que estaría deseando ir al trabajo y descansar un poco. Veremos qué nos deparan los tres añitos, cuando empiecen en el colegio.
Mi reducción de jornada supone también un pellizco importante en mis ingresos, y cambios en mi situación laboral. Supone pelear con la empresa para conseguir el horario que más se acerque a tus necesidades, y en muchos casos marcarte como trabajador no comprometido, o algo peor. Y supone señalarte ante mucha gente, compañeros incluso. La pérdida de posición, peso y expectativas laborales tras una reducción de jornada, si es que hay posibilidad de acceder a ella, suele ser tremenda. Lo comento porque aún me encuentro con caras de extrañeza cuando sale el tema con según qué personas. Tanto en mi entorno laboral como fuera de él. Al parecer, que el padre –el que pueda– asuma la crianza compartida de sus hijos con la normalidad que siempre se ha supuesto para las madres no es aún lo habitual. Incluso en algún caso he sentido cierto tipo de rechazo. Es algo que aún está muy arraigado –enquistado– en la sociedad, como si esto de la crianza, la corresponsabilidad y la conciliación familiar no fuera cosa de hombres, y mi masculinidad fuera puesta en duda por el hecho de criar a mis hijos. Además, no todo el mundo ve la conciliación como lo que es, un sacrificio. Ya sea laboral, económico, familiar, o personal.
Sacrificio, pero también elección personal. Hace unos cuantos años, no muchos, no me imaginaba vistiendo a mis hijos por la mañana para bajarlos a jugar al parque. O entrando con ellos en las tiendas del barrio a surtir la nevera, parándome con cada vecina que nos sale al paso durante nuestros paseos. No me imaginaba leyéndoles un cuento tras otro, o dibujando números, letras y monigotes con ceras de colores para ellos. O cantando canciones infantiles con ellos. O corriendo detrás de ellos intentando que recojan sus juguetes. O haciéndoles fotos, toneladas de fotos, como si no hubiera otra fijación. Eso fue hace unos años. Ahora que ya superé la cuarentena, y está cerca el día en el que empezarán a ir al colegio, ya no me imagino otra cosa. Ni idea tenía entonces de lo que supondría la llegada de los mellizos. Después de años diciendo que no quería caldo, no me imaginaba lo feliz que llegaría a ser con mis dos tazas.
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